Por Jesús Gómez Gutiérrez
Se sabe que aquel dragón estuvo en algunos de los escudos de la capital, y se sabe que la puerta se cerró porque los ladrones aprovechaban sus estrecheces para levantar la bolsa a los viajeros.
1. Cerca de aquí, donde yace la fuente de los Caños del Peral, estuvo la Puerta de Balnadú. Según unos, su nombre era derivación de las palabras latinas Balnae due, por su cercanía a los baños públicos; según otros, de Bal al Nadur, que significa puerta de las atalayas o puerta de la frontera del enemigo. Y muy cerca de la Puerta de Balnadú, también llamada del Diablo, la dama que durante un mes estuvo buscando a, instigando a, tentando a y en suma coqueteando con F., treinta y nueve años, mileurista, le dice que los besos no eran besos, que los roces no eran roces y que le metía mano por error. F. me lo cuenta sin entender, yo lo interrogo con qué hiciste, lo típico. «Nada –responde-, sólo dije cuánto gano.» Cuando termino de reír, lo acompaño a otro eco, Puerta Cerrada, la antigua Puerta de la Culebra: por el dragón que decoraba su torre.
2. Se sabe que aquel dragón estuvo en algunos de los escudos de la capital, y se sabe que la puerta se cerró porque los ladrones aprovechaban sus estrecheces para levantar la bolsa a los viajeros; lo que yo no sé, al dejar a F. en su casa, es que en cinco minutos me voy a preguntar si Rimski Korsakov estuvo efectivamente en Asturias o si tomó las ideas para el Capricho español del cancionero de José Inzenga. No es que tenga importancia; como Musorgski, Borodín y compañía, Korsakov debía mucho a un enamorado de España, Mijail Glinka (Noche de verano en Madrid), de quien llegó a decir que reservaba toda su admiración para él, pero es relevante de forma indirecta porque en esos cinco minutos me voy a encontrar primero dos euros y enseguida, calculemos tres pasos, se los voy a entregar a unos ojos grises, avellanados, de loba, cuya boca afirma que se le acaban de caer y que son suyos. Sé que miente, pero se los doy. Oigo un gracias con acento eslavo y empieza Sherezade en mi cabeza, que me acompaña entre disquisiciones musicales hasta la tercera puerta que estuvo y no está, la de Moros, llamada así por su antigua proximidad al barrio de la Morería.
3. La Sherezade de Las mil y una noches viene a ser la cara romántica de una moneda cuya cruz pragmática sería otra obra persa, aunque de origen sánscrito, el Sindbad Namé, cuyo Sindbad no tiene nada que ver con el marino. En España se conoce como El Sendebar o El libro de los engaños y asayamientos de las mujeres, y se tradujo por primera vez en Toledo (1253) por orden del infante don Fadrique, hermano de Alfonso X. Pues bien, en Puerta de Moros me encuentro con la antítesis de la dama de F., una mujer ya entrada en años que a sus sesenta y pocos se enamoró de un buscavidas sin escrúpulos; perdió el dinero, la casa y, como no tenía familia, terminó en la calle. Me pide, pero ya no llevo nada porque se lo he dado a mi Sherezade de pega; y como luego me habla, decido pagar con conversación. Viajes, su juventud, incoherencias y al final, buenas noches, suerte, una gran sonrisa en su cara y restos de polvo en mi pierna: la huella de su mano, que no ha dejado de buscarme el muslo.
Madrid, octubre.
***
En: Malasaña en pruebas, bitácora de Jesús Gómez Gutiérrez.
El análisis no solo es preciso en cuanto a los elementos identificados, sino también bastante concreto al momento de expresar…