Por Juan Villoro
Con esta frase que cifraba un destino, el maestro de escuela Louis Germain felicitó a Albert Camus cuando era un adolescente.
Se han cumplido 50 años de la muerte de Albert Camus. El rebelde al que no le faltaron enemigos es visto como un heroico defensor de la ética individual en un mundo de simulacros y engaños colectivos.
Alguna vez confesó que le hubiera gustado ser escultor. Su obra perdura como las piedras del Mediterráneo, el mar esencial que le reveló el hechizo del mundo.
Nada de esto hubiera sido posible sin la presencia de dos maestros. Huérfano de padre (caído en la Primera Guerra Mundial), Camus nació en un pobrísimo barrio de Argelia. Creció con una madre analfabeta y una abuela tiránica. Apasionado del futbol, jugaba de portero porque es la posición en la que menos se gastan los zapatos. En El primer hombre, la novela inconclusa que llevaba en el coche donde murió a los 47 años, escribe: «la infancia… ese secreto de luz, de cálida pobreza». La precariedad fue su ámbito absoluto. Sólo al ingresar al liceo supo que otros eran ricos.
A los 9 años estuvo a punto de abandonar la escuela. Su madre fue a ver al maestro Louis Germain y le habló de sus dificultades: Albert debía trabajar. Germain se ofreció a darle clases gratuitas dos horas diarias para conseguir una beca.
Sin padre ni hermanos mayores, Camus fue el «primer hombre» en su travesía. Pero no estuvo solo. A los 17 años enfermó de tuberculosis y otro profesor lo ayudó. Jean Grenier fue a verlo al hospital. Como Germain, se sorprendió de las carencias de ese alumno al que había colocado en la primera fila. El biógrafo Olivier Todd compara el temperamento de maestro y alumno: «A Camus le gusta admirar a muertos y vivos mientras que Grenier acumula crueldades y reticencias… El estudiante, a pesar de sus quejas, anhela la felicidad; en cambio, el profesor no… Lleno de salud, el adulto disfruta menos que el joven, presa de gripes y fiebres».
15 años mayor que su discípulo, Grenier le presta libros, discute la situación política de Argelia, lo acerca al comunismo, lee sus textos, mostrando que ninguna generosidad supera a la de la crítica (no vacila en escribir al margen: «superfluo»), le consigue trabajo como meteorólogo (oficio transitorio que también desempeñaron Sartre y Heidegger), y al hablar de su común pasión por los gatos explica que nada hace tan feliz a un macho como tener collar, pues eso enloquece a las gatas.
Cuando Sartre le dice a Camus que su maestro es Hegel, el autor de La peste responde: «el mío es Grenier». Fiel a su origen, valora las opiniones del profesor que conoció a los 17 años. Grenier lee el manuscrito de El extranjero y lo califica con un 12 sobre 20: «la impresión con frecuencia es intensa», agrega sin entusiasmo. Albert le pregunta si en verdad piensa eso. El maestro detecta la inseguridad que ha provocado y responde: «El extranjero es excelente».
En 1947 Camus viaja en el Citroën recién estrenado de Grenier a la tumba de su padre. Ahí concibe El primer hombre, donde su maestro aparece como Victor Malvan: «En tiempos en que los hombres superiores son tan adocenados, era el único que tenía un pensamiento personal».
Ciertos artistas tratan de borrar sus deudas. Así exaltan la inaudita novedad de su talento. Camus fue el caso opuesto: vivió para honrar a los maestros que lo sacaron de la pobreza. La profundidad de su obra no se entiende sin esta ética de la gratitud.
A propósito de Grenier, su mentor intelectual, anotó en 1933: «¿Sabré alguna vez todo lo que le debo?». Y al recibir el Premio Nobel escribió a Germain, su primer maestro: «Sin usted, sin la mano afectuosa que le tendió al niño pobre que era yo, sin su enseñanza y su ejemplo, no hubiese sucedido nada de todo esto».
En 1924, Louis Germain juzgó que el niño al que daba clases gratuitas estaba listo para presentarse a examen y recibir una beca. Se calzó las polainas de las grandes ocasiones y lo llevó al liceo. Antes de la prueba, le regaló un croissant. Fue el primero en enterarse de los resultados. Cuando vio a su alumno, soltó una frase que cifraría un destino: «Bravo, mosquito».
Albert Camus había aprobado.
El análisis no solo es preciso en cuanto a los elementos identificados, sino también bastante concreto al momento de expresar…