Las amigas de mi madre

Por Iván Quezada

Cuando me hablan de «Chile» como una categoría abstracta, yo, desde luego, no entiendo nada; pero tengo una defensa contra los retóricos: el recuerdo de la señora Alicia y de la señora Regina.

Las vi aparecer en mi vida cuando era un niño, producto de una afinidad con mi madre que jamás entendí. Parecían exactamente lo contrario a mi progenitora, una mujer con mal genio y práctica dentro de su tragedia femenina. La señora Alicia, por ejemplo, era volátil como la espuma, etérea como su misma voz almidonada. Fue mi profesora en mi primer año de básica y en las reuniones de apoderados se hizo íntima de mi madre, incluso después de un terremoto —en que la escuela quedó casi en el suelo— aquellas juntas se hicieron por un tiempo en mi casa. Esto me transformó en un privilegiado de la clase.

Sin embargo, no me gustó en absoluto serlo. La primera vez que la vi en el recibidor me sentí cohibido y dejé de correr por un momento; luego ella me pidió irle a comprar algo y cuando regresé me quedé con el vuelto. La señora alegó que los precios no podían ser tan altos, pero yo me escudé en la costumbre, ya que con mi madre siempre hacía lo mismo. El dinero no me servía para mucho en ese tiempo, a menudo juntaba tantas monedas que me molestaban, no sabía dónde ponerlas. Todo cambió, afortunadamente, cuando descubrí la música y empecé a comprar casetes y alguna vez un disco.

Ya sé, ya sé que el tema era otro. Hace un par de días mi hermana Valeska Alicia (su segundo nombre se debe, obviamente, a un homenaje) me llamó temprano para decirme que mi antigua maestra había muerto. En los últimos años la vi algunas veces, estaba muy delgada y con los ojos bulbosos, pero, eso sí, sin ninguna arruga ni cana, probablemente gracias a la ciencia cosmética. Siempre me trataba de «Ivancito», lo cual, a los cuarenta años, resulta embarazoso. Debía esforzarme para brindarle una sonrisa sintética, mientras buscaba algún tema que tuviésemos en común, como, por ejemplo, el amor a los gatos. Ella durante toda su vida tuvo uno en su regazo, adonde fuera aparecía el felino que completaba su cuadro en este mundo.

Me disgustaría que los hipotéticos lectores convirtiesen en un personaje a la señora Alicia. Su muerte no cambió a la sociedad, más aún, es probable que en el Instituto Nacional Previsional y en los Registros Electorales continúe figurando como viva por varios años más. Ella hablaba bajito, se hacía notar no por su vehemencia, sino por su capacidad de prolongar una conversación hasta el infinito, aunque sólo fuera sumando comentarios intrascendentes. Dentro del enorme universo de mujeres neutras y apolíticas que componen a nuestro país (la «derecha inconsciente», como le llamo yo), ella era casi un símbolo y por eso mismo anónima como una logia secreta. Había estado en contra de Pinochet mientras a alguien le interesó escuchar su opinión, pero luego de jubilarse sumó décadas en un ostracismo sentimental, quizás nacido de su pobreza o de las frustraciones familiares.

Recuerdo una vez en que me habló de una amante de su marido, los dos profesores también. Para mí fue escandaloso no tanto la aventura, sino que la protagonizara un hombre tan gris y con una muchacha que, si bien tenía atractivo físico, tampoco removía las conciencias de quienes la rodeaban. Por eso no pude tomarme en serio su drama y ella misma, al ver mi expresión de desconcierto, se permitió reírse de sí misma cuando terminó de contarme la historia.

Debo decir que a ninguna de estas personas las considero culpables de su falta de luces. No soy de los que juzga duramente a nuestra nacionalidad, comparando a los coterráneos con los argentinos o los europeos. La gente es igual en todas partes, salvo por algunas circunstancias desgraciadas que condicionan el rumbo de una época, como la tiranía de la mediocridad que impera en Chile desde 1973. Contra ella, por ahora, sólo puedo oponer la sutil humanidad de quienes subsisten día a día sin poder chistar o que prefieren no pensar en sus problemas.

De modo que la muerte de la señora Alicia no me causó un impacto. Mi madre dice que tenía 89 años y, la verdad, estaba tan lúcida o soñadora como cuando hacía clases. La atacó una infección pulmonar severa, aunque nunca se llevó un cigarrillo a la boca. La operaron y luego resistió unos días sin habla, sólo podía comunicarse con la mirada; pero nadie pudo darle consuelo en el intenso miedo a la muerte que expresaba con sus ojos.

La otra «antiheroína» murió mucho antes. Hace casi dos años atrás fui sometido a una cirugía nada de compleja, pero la recuperación me tomará el resto de mi vida. Mi madre me acompañó al hospital y para pasar el tiempo, mientras esperábamos que las enfermeras llenasen todos los papeles de rigor, me contó la muerte de la señora Regina. Por supuesto, su «ingenua ironía» no me hizo gracia en esas circunstancias. Me imaginé yo mismo muerto y recibido en el otro mundo por esta señora, algo que en ese momento me pareció infernal. Cuando era pequeño, esta dama convirtió a mi madre en una Testigo de Jehová, lo que no me hizo ningún bien.

Hasta ese momento, mi madre era una católica ferviente, pero con fuertes dudas porque ella deseaba una religión más estricta. Este dilema la disuadía de ir a la iglesia, lo que para mí era una bendición. Odiaba estar encerrado en un lugar rindiéndole culto a la abstracción. Prefería los golpes con los amigos, los juegos solitarios, los trenes eléctricos, las maratones de películas en la televisión…

Pero llegó a nuestras vidas la señora Regina y le mostró a mi madre el látigo que tanto buscaba. Yo recibí la primera caricia del nuevo instrumento al asistir obligado al «salón» de los Testigos de Jehová, todos los sábados por la tarde. ¡Qué aburrido era escuchar sermones y leer la Biblia! En lugar de valorarla como una novela, la convertían en un libro académico, diseccionando sus historias y enseñanzas como si fuera un texto de anatomía. Los rostros eran graves y en lugar de reírse en los pasajes humorísticos, los «ancianos de la congregación» elevaban la mirada en un rictus de pasión. Entonces yo perdía el interés completamente y me daban ganas de dormir, o bien de irme con los otros niños a jugar afuera. Molestábamos tanto, que al final nos daban permiso. Una vez en el patio, lo cuatro o cinco rebeldes aprovechábamos de despotricar en contra del dichoso rito, aunque igualmente, por miedo, nos cuidábamos de no mencionar a Dios.

Esta señora Regina era una mártir de los Testigos de Jehová. Su marido era un ex marino alcohólico, jubilado precisamente por su enfermedad, y con quien no pudo tener hijos. La solución fue adoptar uno, quien desde el primer día en que lo conocí se convirtió en mi enemigo. Me desagradaba su aspecto: tenía los pelos como clavos y la voz chillona. Era tan consentido que me producía celos. Sin embargo, era más grande que yo y siempre perdí en nuestros ajustes de cuentas. Dudo que pudiésemos reunirnos ahora a reírnos del pasado.

Es fácil recordar el tono lastimero en que hablaba la señora Regina. La vida, para ella, era un castigo que era necesario sobrellevar para encontrarse con Dios después de morir. Ella había encontrado la Verdad Absoluta y su misión era convertir a otras mujeres al credo de la salvación. Me decía: «¿Qué vas a hacer cuando veas a tu familia salvada y tú condenado a la desaparición por no creer en Él?». Me daba algo de temor, pero no tanto como para ir a aburrirme a una misa de la religión que fuese. Ella no podía entender mi escepticismo tan poco meditado y culpaba a mis lecturas. Junto a los libros de aventuras anteponía su literatura religiosa y, aunque le reconocía que los volúmenes de los Testigos de Jehová al menos eran racionales y bien escritos, me parecía que en el fondo ocultaban el castigo perpetuo padecido por ella y que yo no quería experimentar por ningún motivo.

¿Para qué querría más culpa de la que viene incluida en la genética? Al final, me terminó aceptando con cierta lástima, viéndome como un desperdicio y adelantando la despedida que tendríamos por toda la eternidad cuando ella ingresara al Reino de Dios y yo la mirase desde el otro lado de la reja, como los hambrientos observaban los banquetes de los nobles antes de la Revolución Francesa. Pero, en mi caso, ni siquiera tendría la oportunidad del terror… De todos modos, me sacaba de quicio encontrarme con su voz al contestar el teléfono y que comenzase de inmediato la evangelización. Por su culpa, estuve obligado a seguir estudios religiosos hasta bien entrada mi adolescencia. Le concedo que consiguió convertirme en un agnóstico, cuando yo quería ser un ateo. Todavía no sé qué diablos es la fe, ni para qué sirve, aunque haberla conocido sea parte de la explicación.

Estaba en el hospital, oyendo la historia de su muerte contada por mi madre, y me dio tristeza ante la posibilidad de que no se cumpliese su designio en el otro mundo. Sentí deseos de que Dios existiese sólo para que ella se saliera con la suya. Y en cierto modo lo consiguió en este mismo mundo, al partir: cuando llegó la hora de revisar su patrimonio, se descubrió que tenía una fortuna de 20 millones de pesos en el banco, los cuales entregó en su mayoría a su iglesia y reservó el resto para la educación de su nieta regalona. A su hijo no le dejó nada, seguramente porque, como yo, tampoco sintió simpatía alguna por el llamado de Dios.