Por Sonia González V.
Lo primero es que uno tiene tantas razones para escoger una casa y no otra. Argumentos como el propósito de ser feliz, con el cual van de la mano un patiecito, mucha luz en las habitaciones espaciosas que se comunican a través de una galería donde a veces duermen los gatos de la vecindad.
Estaba el barrio, que los dos conocíamos bien. Y eso era recíproco, puesto que las calles y los árboles (qué otra cosa define un barrio) deben habernos reconocido cuando llegamos empujando el coche de Martina. Había el ánimo de reconciliarnos de uno de tantos desencuentros. Hacerlo por nosotros, pero sobre todo por Martina, que un día de esos se largaría con sus pasos lejos de nuestras manos.
La casa estaba ahí, frente a la plaza. Al abrir las ventanas la penetró un ruido de pájaros y campanillas de bicicleta. Ahora estaba pintada de azul, y no conozco a nadie que se resista ante una casa azul paquete de vela con puertas blancas. Hicimos el esfuerzo de rebobinar la cinta de la memoria para saber quién la había habitado en nuestro pasado de columpios y paco-ladrón, pero los recuerdos de los niños no dejan todas las casas. Rubén creyó dar con alguna tarde de tocar timbres en la que una mujer se asomó a la puerta secándose los dedos con un trapo de cocina, nosotros ocultos tras un Ford de los años sesenta, pero no podía asegurarlo.
Un mes después comenzamos a trasladar las cosas. El dueño la hizo limpiar y la casa nos recibió como si fuéramos los primeros. No fue fácil, al principio, ubicar en aquel espacio de tres habitaciones nuestros hábitos y muebles. Todas las casas antiguas están cargadas de ruidos y olores, como también de cierta disposición para el frío y el calor que uno debe ir reconociendo mediante el examen cuidadoso de cada rincón. Porque las casas nunca se habitúan a uno. Si lo sabré yo.
No parecen malas personas. Son tan jóvenes. Él es menor que el doctor y ella que él. Así de jóvenes. Han puesto su cama mirando hacia el sur. Sobre el velador de él hay libros en inglés. Sobre el de ella sólo una lámpara que enciende por las noches para tejer. La niña es linda aunque parece algo enfermiza. El doctor recomendaría mucho sol, le diría a ella que no la tenga todo el tiempo adentro de la casa y que le ponga menos ropa, pues el exceso de abrigo es la causa de aquellas manchitas en la cara y en el cuello. Por las noches la chica llora. Ellos se han empeñado en hacerla dormir sola en la habitación que mira al patio, donde colgaron un columpio. Le dejan encendida una luz de mentira con forma de pájaro, pero la niña no se conforma con ese truco y despierta en mitad de la noche gritando para que la lleven con ellos. Ella se levanta haciéndole shh… desde la cama y atraviesa la oscuridad del pasillo para calmarla hasta que la criatura se envuelve otra vez en su sueño de globos rosados. Ah…, ella parece nerviosa. Él, infeliz. La infelicidad de él es la de muchos hombres casados, un silencio constante, un no mirarla casi nunca. Y los nervios de ella son pequeñas escapadas al refrigerador o un quedarse viendo la ropa tendida en los cordeles.
La luz que entraba por la mañana era amarilla y enseñaba el polvo sobre la cubierta de los muebles o cualquier mancha en el piso. Yo quería que todo fuera perfecto: el aseo, la comida a las horas, las toallas bien dobladas y secas en el cuarto de baño. Sólo buscaba la pulcritud que define la vida de las familias tranquilas para que Martina creciera feliz. Y lo estaba consiguiendo…, hasta que vino toda esa gente a caminar por mis noches.
Como hace casi todo el mundo, ella ubicó la mesa en el centro de la sala. Si la hubiera puesto en la esquina, habría creado un magnífico rincón para poner la taza de té y el plato de masitas con que acompaña la hora de la teleserie. Ese es su momento de reposo, pues coincide con la siesta de la niña. Tiene esa costumbre de las fuentes de soda de preparar el té con bolsitas, por eso sus tazas se tiñen de pintura y luego ella debe desmancharlas con cloro y luego sus manos se ponen blandas y arrugadas. Él se levanta temprano y prepara el desayuno. El olor a pan tostado vaga otra vez por la casa. El doctor amaba despertar con ese aroma y mis pasos por el pasillo, la bandeja de motivos chinescos con un paño celeste, la leche y el pan, todo a tiempo para no retrasarse en salir camino a la universidad. De niño, él solía venir en bicicleta, empujaba la puerta con la rueda delantera gritando que traía un hambre terrible. Siempre lo estoy viendo venir de clases, los libros vuelan en dirección al sofá y sus pasos se pierden rumbo a la cocina donde las ollas de esa mujer no tiran el vaho de mis guisos. De noche, mientras ella hace dormir a la pequeña, el doctor repasa sus lecciones sentado al escritorio, la mano izquierda sosteniendo la cabeza, la derecha volviendo las páginas de un libro. ¿No tiene sueño, doctor? Todavía no, mamá, y no me llame doctor hasta que lo sea. Lo serás, doctor, ya vas a ver que sí. Apago la luz del pasillo y la noche llena la ventana de nubes que se desmenuzan delante de la luna.
Siempre tuve la sensación de que alguien me observaba. De ahí los sueños, creo yo. Alguien, algo en la casa, otra vida se sobreponía a la nuestra como otra página de un mismo libro. Cuando se lo dije, Rubén me acusó de inventar. Él siempre me acusa. Y por qué no. Yo también lo hago. Tú no me amas. Me mientes. Reproches así. Nos decimos cosas terribles, tal vez para no ser felices. Porque hay gente así como nosotros, gente que se resiste a la felicidad como si ésta fuera una enfermedad, a pesar de las casas y de las Martinas que sonríen agitando brazos y piernas para mostrar la alegría que les damos siendo juntos. Si no es una cosa es otra, dijo, pero nunca te gustan las casas donde vivimos. O son muy grandes o son oscuras…o tienen fantasmas. Fantasmas, resopló, lo único que me faltaba.
Dan pena. Él la ha llamado estúpida y ella le lanzó un azucarero por la cabeza. La niña se puso a llorar y él se acercó frotándose la sien. Ella se alejó gritando. Es una muchacha tan nerviosa. El doctor le recomendaría tomar una pastilla y mucho sol. Una hora diaria en la plaza ella y la niña en lugar de mirar televisión. Eso diría el doctor.
Cada vez que cerraba los ojos y me ganaba el sueño aparecía ese lugar. Las primeras noches sólo fue un espacio cerrado. Después supe que se trataba de un gimnasio, porque había cestos de básquetbol y graderías. Sobre los escaños estaban sentados los hombres. La visión me entregaba caras sin facciones, luego, como el objetivo de un lente que comienza a ajustarse, comenzaron a aparecer las narices golpeadas, los moretones. Cuando llaman a la puerta, ella acude rápidamente porque no resiste el ruido del timbre. La niña queda sentada sobre la alfombra o dentro de su cuna. Ella mira los sobres y se queda pensando, a veces intenta ver al trasluz, pero su curiosidad no va más allá. Le daremos todas esas cartas al dueño cuando venga por el arriendo. Él no contesta, sigue enfrascado en la lectura de sus libros en inglés. No me lo vas a creer, Rubén, pero esta mañana, cuando venía de las compras, me pareció que alguien estaba asomado a la ventana de nuestra habitación. Una mujer muy vieja. Sí, era una mujer, y estaba dentro de nuestro dormitorio; desde la calle la vi tras las cortinas, como si esperara. Después entraron muchos hombres. Estaban armados. Trotar, gritó uno de ellos. La multitud obedeció. Un muchacho tropezó y cayó al suelo. Los demás fueron obligados a pasar por encima del cuerpo. Sus labios se aplastaban contra el suelo. Quería despertar, que Rubén me tendiera una mano para salir de ese cansancio de gritos, despertar…
Qué pasa, pregunta él. Ella se incorpora en la cama y se queda viendo la luz que entra a través de la ventana. Es ese sueño, le dice, otra vez. Esa gente que corre y yo debo mirar porque alguien me obliga a ver. Tengo que mirar todo eso. Él sólo la escucha. Prueba a dormir, le dice. Sí, que lo intente. El doctor dice que no es bueno quedarse con los sueños a medias, que deje venir a esa gente hasta que se cansen de correr. Él también sufría sus pesadillas. Soñaba que estaba sentado en el escritorio y lo venían a buscar. Quiénes, le preguntaba a la hora del desayuno. No lo sé. El día que ellos llegaron no pareció sorprendido, se puso de pie, cogió sus anteojos y salió caminando hacia el auto sin volverse a mirarme, sin decir ya vuelvo. Desde esta ventana vi ponerse en movimiento el automóvil que se lo llevaba.
Había usado la fórmula mágica de contárselo a Rubén después del desayuno para que no se realizara. Rubén me escuchaba sin mucha atención. Tranquila, tontita, todo va a estar bien. Estás cansada. El sueño me sorprendió una tarde frente al televisor. El gimnasio estaba ahí una vez más, pero ahora yo tenía la certeza de que iría más allá, como si hubiera dado un paso adelante en la lectura del libro, aparecerían otras caras corriendo sobre el piso de madera. Un dar vueltas a la manilla que proyectaba nuevas y mismas imágenes: la multitud sentada, los hombres que la obligan a ponerse de pie y correr; ahora una puerta se abre al final del pasillo, un taburete, la luz de una ampolleta en la mitad de la sala, las sombras con voces que hablan al muchacho sentado, sus manos amarradas a la espalda con alambres, las muñecas rotas, los ojos que lloran, jura que no sabe nada, le gustaría saber para darles en el gusto y regresar a casa, es hijo único. Aquel argumento y luego la vergüenza de tirarlo así que es como ponerse de rodillas, pero no importa, ¿de rodillas?, ¿quieren verlo de rodillas?, la mano que pierde la paciencia, ya cabrito, y se levanta apuntándolo con un pesado objeto negro que hace clic. No lo hagan, por favor. Y el cañón tras el estruendo que le destroza la cabeza y lanza por los aires un par de anteojos rotos.
Cuando regresa del sueño me queda viendo y no hay sorpresa en la expresión de sus ojos que son como dos ventanas hacia un lugar muy oscuro. Y su mano que tiende hacia mí, a pesar del llanto de la pequeña que comienza a despertar, es un puente que debo traspasar para entrar en su sueño. Sus dedos se alargan hacia mí. Sé que si logran tocarme saltaré inevitablemente por encima de años de espera. Sé que todo puede terminar en cuestión de segundos, que basta con poner mi piel sobre la piel de ella. Y no puedo resistir la tentación de tocarla, de coger esa mano y desaparecer. Y encontrarlo. Seguir sus pasos al otro lado de la ventana cuando trepó al automóvil que se lo llevaba, hacia el gimnasio, hacia la sala, la habitación oscura donde resplandecen como agua recién removida por una piedra sus anteojos rotos.
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Sonia González Valdenegro
Nació en Santiago en 1958. Estudió Derecho en la Universidad de Chile.
Ha publicado:
Tejer historias (Cuentos, 1989)
Matar al marido es la consigna (Cuentos, 1993)
El sueño de mi padre (Novela, 1997)
Su última novela Imperfecta Desconocida fue editada en el 2001 por Planeta.
La preciosa vida que soñamos (Cuentos, 2007), Premio Municipal de Literatura, Categoría Cuento 2008.
Ha obtenido numerosos premios literarios entre los que destacan el premio Consejo Nacional del Libro y la Lectura, 1992; mención honrosa en el premio Municipal de Santiago, 1995.
Sus relatos han sido seleccionados en las más importantes antologías del género en el país.
El cuento “Mudanzas” fue incluido en la antología Andar con cuentos (Diego Muñoz V. y Ramón Díaz Eterovic, compiladores), Editorial Mosquito, 1992.
Cualquier parecido con la realidad sólo coincidencia.