Por Martín Faunes Amigo

En nuestro imaginario de niños había varas mágicas de los tipos más diversos. Bastante después sabríamos que había también otras, no sé si tantas otras, pero sí que eran distintas; sobre todo en lo que con ellas pudiera pretenderse.

De cualquier manera por el tiempo de que hablo las que estaban en nuestras cabezas eran aquellas como las de las hadas madrinas que centelleaban por el extremo, ésas otras de corte masculino que debían usarse con sombrero de copa y trajes de etiqueta y, sobre todo, las que nuestro tata nombraba “varitas de virtud” en cuentos que nos maravillaban por las horas de las horas y donde siempre los que satisfacían con ellas sus deseos eran los hombres buenos del campo, los afuerinos, los sin tierra.

Advierto que esas varitas de virtud eran nuestras preferidas aunque sólo sirvieran para conceder tres deseos. Alguna de ésas pensaba yo que nos haría falta. Es que con un deseo que se cumpliera habría sido suficiente para mi hermano, o en realidad cualquiera de las que nombro, qué importaba si fuera sobria y masculina o si toda de blanco y rosa. En ese tipo de elucubraciones me daba vueltas mientras caminaba por las baldosas blancas y negras de ese hospital de calle Salvador y hacía lo posible por pisar sólo en las blancas porque en las negras habría resultado en contra de la magia y de la suerte, y ésas eran cosas que mi hermano necesitaba tanto.

Hablo de mi hermano mayor, el único que me quedaba, ése que se llamaba Gustavo pero lo llamaban Ángel también, como a mi tata; uno que por ser de las generaciones anteriores no fue hippie ni tampoco militante. Nos ayudó cuando la dictadura echaba garras, cierto, pero no fue más allá, y qué importa. Con eso hiciste más que suficiente, gracias hermano. Todavía te recuerdo enfrascado en esos partidos de ajedrez interminables donde al final los derrotados éramos siempre Richard, el menor, llamado también “el conejo”. Hoy te recuerdo también luchando por subirte a los buses que iban al estadio para ver los partidos de su club la Universidad de Chile, o en esa bicicleta tuya, hermana de la mía, en que nos fuimos tantas veces hacia adentro por el cajón del Maipo. Y cómo olvidar esas pichangas en plena calle Ánima de Diego, la calle más linda de Chile, ésa donde vivían las niñas más bonitas del mundo.

Hermano querido, hombre de principios morales más que sólidos, reprimió con fuerza muchos de mis excesos. Es que cómo olvidar la vez en que me descubrió encerrado en el baño con una compañera suya que no era novia mía ni nada parecido, y si era novia de alguien lo era de otro de tus compañeros, de uno que no sabía o tal vez no le importaba. Además yo no tenía la edad suficiente para ser el novio de esa muchacha ni tampoco lo pretendía. Ella era entonces, en otras palabras, alguien que solía estudiar en nuestra casa con mi hermano más otros compañeros y compañeras suyos, y que de mutuo propio pretendía regalarme una ventaja. Una ventaja bella que fue interrumpida pero continuó entre los arbustos del fondo e igual concluyó de manera grata.

Ése era mi hermano, así era, y yo igual lo quería. Es que pertenecía a otra generación, insisto, y yo que era apenas un aprendiz de hombre de sólo quince años, hoy que él necesita tanto una vara mágica, me acerco y sugiero a mi cuñada que ya se marche porque es tarde; así le digo y ella asiente con la cabeza de arriba abajo y llorosa se aleja por esas baldosas blancas y negras sin que yo me atreva a pedirle que sólo pise en las blancas, porque cómo podría haber entendido ella eso de que si existían las varas mágicas o de virtud, el pisar en las negras podía espantarlas.

Quedo solo así con él y querría haberle contado que la U le había ganado a Flamengo, y en Maracaná, nada menos, pero él está dormido y me distraigo si podría soñar con todos esos tubos que le han puesto y las conexiones a máquinas y pantallas que despliegan frases inquietantes: “CO2 bajo”. Qué significa que el CO2 esté bajo; qué puede significar algo incoherente como eso. Cosas como ésas me preguntaba, pensando también su esposa y en su hija, y por supuesto en su nieta, calmándome yo mismo con lo bien que las veo. Adoloridas, cierto, pero seguirán en la pelea no me cabe duda, cómo si ya para eso han dado muestras de suficiente templanza,.

CO2 bajo… y qué soñarán los de las generaciones anteriores. Hablo de ésos a quienes les parecía pecaminoso tomarse una ventaja sabrosa con una buena amiga apoyada en el lavatorio de un baño de visitas: toda la gente celebrando el cumpleaños de alguien y uno gozando con el pestillo bien pasado. Aunque aquella vez que menciono la urgencia de la situación hizo que nos olvidáramos de pasarlo.

Una vara mágica. Me pregunto si realmente existan y respondo que sí, la enfermera que lo acicala y permanece atenta a las pantallas y a los controles posee una, aunque claro, no es su vara una que vaya a servir para salvarlo realmente, aunque sí para provocar en mí sentimientos que sé que ella adivina.

Es un hecho, las mujeres que usan varas mágicas y que despiertan con ellas sentimientos, son también capaces de adivinar cómo es todo eso que despiertan, y ella, gran adivinadora y provocadora de sentimientos, adivinó también que aquello que yo sentía no era placer para mí, o no necesariamente.

Es que yo que soy de una generación más nueva y disfruté de tantas ventajas de amigas bellas, no puedo dejar de preguntarme si esas ventajas las recibió también mi hermano o si las que recibió fueron las adecuadas o las suficientes, y eso, que ya sé que no puedo saberlo, la enfermera, dueña de la vara mágica del deseo quizá pueda aclarármelo, será tal vez por eso que me sonríe mientras arregla sus sábanas y continúa acicalando a mi hermano, y por momentos su sonrisa se vuelve más y más obsequiosa, y así, obsequiosa, sin que parezca importarle que yo esté allí observando, levanta a mi hermano que duerme una especie de camisa de dormir que le han puesto para frotarlo con un algodón perfumado, y lo hace incluso por aquellas partes que mi hermano posee cercanas a esas otras que yo no sé si han recibido placer suficiente. Es por eso que aquella duda mía me hace desear que le sigan dando eso y ese pensamiento mío pareciera tan fuerte que la enfermera de la vara del deseo, me sonríe y se inclina levemente para ponerlo entre sus labios.

Tal vez sueño, no sé. Pero sueño o realidad, veo o imagino que es una caricia bella que la enfermera le brinda, y esa caricia bella me tranquiliza a la vez que me inquieta y me obliga a preguntarme si el hermano mío de la generación anterior ha sentido a esa mujer haciéndole aquello prohibido. Pero eso no es todo, quisiera saber también que si ha sentido a la enfermera bienhechora, entonces qué ha soñado y si lo soñado le ha resultado placentero. Maravilloso. Es así que, como en la realidad o como en lo soñado, la enfermera me regala su sonrisa y me invita a irme junto a ella apoyada en un lavamanos cerca del camastro. Y yo acudo, lógico, porque entiendo que mi hermano mayor ya no me reprime, por el contrario, me autoriza a obtener placeres aunque nada de puro tengan ni tampoco nada de castos.

Y ahora soy yo el que debe marcharse porque la noche se ha hecho profunda y ya no nos permiten permanecer en la sala de espera, menos aún junto a ese hermano mío a quien nunca dejaré de quererlo. Y aquí voy camino de vuelta sin entender si esta experiencia ha sido real o si por el contrario apenas puedo atesorarla como uno más de mis desvaríos, esos que me persiguen y persiguen y me acercan tanto a la locura. Pero lo que sí es real es el nudo que me ahorca y no me puedo aflojar de la garganta.

Reanudo mis pasos sin pisar las baldosas negras para así no estropearlo todo y no auyentar a las varas mágicas que podrían estar escondidas ahí por esos rincones y los árboles tan antiguos de este hospital frío del que espero tanto. Es que a pesar de cualquier cosa entiendo que es posible que las varas de virtud de los cuentos del tata después de todo existan y ojalá así fuera porque mi hermano mayor las necesita tanto.

Algunos días después, ese hermano mío de nombre Gustavo de alias Ángel, partió, no hubo varas mágicas para él. Se fue por laberintos oscuros para encontrar tal vez claridades distintas aunque no por eso menos bellas, aunque como a todos los hombres buenos permanecerá en el recuerdo de los que lo conocimos, y que solo por conocerlo lo quisimos en un acto que no podía ser recíproco, porque él quiso a todo el mundo, incluso a quienes no llegó a conocerlos. Hermano querido, ya nos veremos de nuevo por ahí, estoy seguro.

Mayo 2010