Microcuentos de María Isabel Quintana

El último dinosaurio

a R.O.

Fue necesario un solo corte. El cuchillo era grande y afilado.

Lorena, desde pequeña supo que existían, y conocerlos fue inevitable. La primera exhibición de un dinosaurio le fue hecha por su padre adoptivo; luego vinieron otros y otros  más. A corto plazo fue una jauría de ellos que la acosaban a toda hora y en cualquier lugar. Ella odiaba los ridículos animalejos de cuello largo que habían convertido su vida en un eterno huir.

Decidió  que esta vez sería el último y con la fuerza que le daba la furia fue necesario un solo y certero corte.

El hombre con los ojos desorbitados, por el dolor y el ultraje, no vio cómo ella sonreía con inocencia al pensar, que al fin y al cabo, los dinosaurios  eran una especie en extinción.

Patio 27

El hombre más temido del penal se paró en la puerta llenando con su humanidad aquel vacío que me permitió medir su altura y corpulencia. En forma violenta depositó a mis pies un canasto con ropa, y sin preámbulos exigió:

-¡La quiero lavada y tendida, cabrito!

La Orebotó en el suelo donde yo estaba sentado. Subió por mis rodillas hasta mi garganta y salió por mis asombrados ojos. Deambuló por veinte pares de ojos expectantes, se adentró en las arrugas y los ceños fruncidos de algunos, escudriñó las cicatrices y las heridas de otros tantos y se quedó suspendida, sin poder traspasar el aire denso del patio 27, como esperando mi respuesta.

Mi metro ochenta se alzó desafiante sobre mis piernas ¾exageradamente abiertas¾ y los músculos tensos de mis brazos colgando en estado de alerta.

—¡Si querís también te la plancho!

Esta vez la O se acomodó a la perfección en mis labios contraídos y se la lancé al rostro, casi como un escupitajo.

Su desconcierto duró el tiempo suficiente para que yo volviera a sentarme.

 

Autorretrato

A Consuelo Saavedra 

Sobre la mesa de trabajo torsos descabezados, figuras en bloque, pequeñas madres acogiendo a sus hijos, maternidades incompletas, todo meticulosamente limpio y ordenado.

Sentada en medio, la escultora parece lejana. La mirada verde esmeralda hurgando más allá en el tiempo.

Yo, fragante a tierra húmeda, reposo entre sus manos, convertida en un ovillo.

Un gesto convulso sacude su cuerpo, me aprisiona, me retuerce, intenta modelarme. Vencida, me convierte en una pelota y me lanza al fondo de la mesa. Resbalo entre espátulas, rodillos y miembros fragmentados. Una madre partida en dos detiene mi caída. Me oculto temporalmente en el hueco de su vientre.

La artista, deja caer la cabeza entre los brazos y permanece inmóvil por un instante. Resuelta se levanta y se observa frente al espejo. Ensaya algunas posturas, estira el cuello, inclina la cabeza, entreabre los labios, revuelve el cabello. No logra dar con la imagen apropiada.

Ahora se observa de nuevo, en forma estática, con una mirada sin contornos. Quedan apenas encendidos los ojos verde esmeralda que buscan más allá, quizás hasta el amasijo de su propia arcilla.

 Me recoge sin prisa, me acaricia. Sus  hábiles manos me esculpen, modelan belleza. Sus yemas afinan mi perfil. ¡Con qué gracia entreabre mis labios en actitud de espera! El aire parece escapar entre ellos y de manera instintiva alborota su cabello. Ensortija el mío, rizo a rizo, rizo a rizo. El roce de sus uñas horada mis ojos, sus lágrimas tibias humedecen los bordes de mis cuencas vacías. La nuca emerge grácil y altiva con una leve inclinación, copia fiel de su imagen, me observa fascinada.

¡ Por fin estoy completa ! Hay exaltación en sus ojos, la luz verde esmeralda me ilumina, me baña entera y en sublime acto de creación mis ojos vacíos se apoderan de su brillo. Quisiera parpadear, me observo en el espejo de sus ojos pero no encuentro la luz. Ella, en dimensión estática, no creo que aquilate la complejidad del milagro. En el nombre del Padre me bautizo Consuelo, y tú no eres más que arcilla y en polvo te convertirás.

Huérfano

A Javier

Como en la guerra, ordenaban los cadáveres uno al lado del otro. Yo había contabilizado por lo menos veinticinco.  La gente corría tratando de llegar a la orilla con la secreta esperanza que entre los ahogados no se encontrara alguno de sus seres queridos. Perdido entre la multitud, descalzo, con las manos en los bolsillos del diminuto pantalón, un pequeño había logrado acercarse a la ribera. Parecía mirar la macabra tarea sin ninguna emoción.  

Yo no sabía a ciencia cierta por qué, desde hacía rato, este niño había acaparado mi atención. Con disimulo observé sus ojos y pude apreciar el dolor latente en sus pupilas negras: las contraía en un sollozo sin lágrimas.

 Más tarde me enteraría que el pesquero encargado de transportar desde Valdivia a Corral a la delegación deportiva junto a sus familiares, había volcado, por el exceso de pasajeros. Incontables pasajeros, incluida la familia del pequeño, había depositado su alegría en una sola borda. La quilla apuntando al aire, acusaba el desastre. 

Alguien intentó sacarlo de allí. El niño lo miró sin poder articular una sola palabra. Dio unos pasos hacia delante con la clara intención de entregarse, él también, a ese río traicionero. Al pasar por mi lado lo atrapé con decisión y lo miré a los ojos, quería empaparme de esa valentía que lo hacía hombre a su corta edad, presenciando el rescate de los cuerpos.  De un tirón sorbió la angustia cuando colocaron a su hermano menor, muy lejos de donde yacía su madre, al inicio de la fila. Con inusitada fuerza se deshizo de mi abrazo y echó a correr sin detenerse. La masa de personas se cerró y no logré darle alcance.

Desde entonces no he dejado de buscarle. Nos entenderíamos, estoy seguro, porque nadie cómo yo sabe lo que es estar solo en este mundo.

 

QUEHACERES

 

Metamorfosis

 

Arriba en la colina, la brisa se hizo viento; la falda se hizo bandera.

La niña se hizo mujer.

 

Depresión

 

La tristeza creció y creció; se hizo larga, se hizo velo.

Se hizo mortaja.

Soñares

 

Soñé que moría y al morir crecía.

Cuando desperté, la caja negra me apretaba. 

 **** 

Soñé que me extraviaba en un sueño.

Cuando desperté, soñaba; soñaba que me había extraviado en un sueño.

ACTOS    

Acto fallido

Cuando desperté, desnuda entre los árboles, él se había ido.

Llevándose mi ropa, mi cartera y mi inservible manual de defensa personal. 

 

Acto de amor

¿Recuerdas las cerezas en el trago?

Las vomité junto con tus besos. 

 

Acto final

Cómo quién lleva un espejo, llevo la muerte en la cartera.

Un día nos veremos las caras. 

 

***

Contribución al bicentenario

Planté un árbol, parí cinco hijos, escribí un libro.

Quizás debí plantar cinco árboles.

 

***

Los primeros cuatro textos pertenecen a El último dinosaurio y otros cuentos (Editorial Entremilenios, 2008 (segunda edición), de María Isabel Quintana. El resto, son inéditos.

También en Cien Microcuentos Chilenos (selección a cargo de Juan A. Epple), Santiago: Cuarto propio, 2002.