A la muerte de José Saramago

Por Miguel de Loyola

Ha muerto José Saramago, el Nóbel de las letras portuguesas. El mundo de la cultura se conmueve ante su deceso, como si no fuera el hombre, al decir de las filosofías existencialistas, ser para la muerte. Como si morir fuera una gran casualidad y no la mayor certeza.

Efectivamente, hay que decirlo, la gente se muere, pobres y ricos, jóvenes y viejos. Entre ellos, José Saramago. El nóbel portugués autoexiliado en Lanzarote por causas religiosas. Su legado literario es inmenso. Sus novelas tienen la impronta de los grandes escritores, de los más grandes escritores de todos los tiempos, capaces de recrear en sus páginas el misterio de la vida sin el reconcomio del resentimiento. Ningún lector podrá olvidar sus obras, ignorarlas como se ignoran los libros de moda. Las novelas de Saramago conectan al lector con campos trascendentes, no sólo desarrollan la imaginación del lector, también ayudan al ejercicio del pensamiento, ambas cuestiones imprescindibles para la emancipación del espíritu, para la recuperación de la anhelada libertad sartreana. Algunas de sus novelas son verdaderas tesis encubiertas por el ropaje novelesco, ensayos dibujados con mano de novelista para despertar la atención del lector, para sacarlo de la estupidez rutinaria, para despertarlo, para zamarrearlo de aquel estado de idiotez en el cual vive inmerso el hombre de nuestro siglo. Pegado al televisor, al sexismo, a la euforia deportiva, manejado por el poder los medios de comunicación, por los mezquinos intereses políticos, por el dios mercado…Saramago deja un legado invalorable, un tesoro cargado de denuncias, denuncia la ceguera en que vivimos (léase Ensayo sobre la ceguera), denuncia la falta de identidad y sus consecuencias ( léase El hombre duplicado), denuncia la enajenación humana por causa de la burocracia ( léase Todos los nombres), la aberraciones  de la historia (leáse Historia del cerco de Lisboa), los fundamentalismos religiosos ( Léase El evangelio según Jesucristo), sólo por nombrar algunas de sus  obras más conocidas. Por cierto, las interpretaciones son múltiples. Allí radica la propuesta más importante del arte de la ficción. Cada lector es libre de interpretar por sí mismo. Si la novela no es capaz de otorgar esa libertad, como arte pierde su sentido.

El mundo es tan bonito y yo tengo tanta pena de morir, oye decir el niño José de Sousa a su abuela, tras la muerte del abuelo. Una frase memorable, casi un epitafio que bien podría ir en la tumba del nieto recientemente fallecido, porque refleja su modo de mirar y de asumir la existencia. Porque a pesar de las denuncias, de las estremecedoras preguntas lanzadas por Saramago en sus libros para remecer las conciencias dormidas del hombre moderno o posmoderno, se aprecia el amor a la vida, cualquiera sean sus circunstancias, cualquiera sea la condición humana. Aún en los momentos de mayor dificultad, salvará a sus personajes de la ignominia, del desamor, de la injusticia, sin condenarlos, sin culparlos, sin despreciarlos, sin caricaturizarlos, elevándolos a la categoría de héroes capaces de enfrentar su destino.

El mundo es tan bonito y yo tengo tanta pena de morir , sintetiza el pensamiento del escritor y podría sellar su lápida como mensaje al mundo, como aviso impostergable para las nuevas generaciones de lectores y escritores que han perdido el amor por la vida en sus malas lecturas y en sus libros vacíos de contenido, movidos por el imperio creciente del mercantilismo. Saramago en Las pequeñas memorias habla de su familia y de sí mismo con la humildad del niño capaz de poner oídos a esta frase descomunal,   articulada por los adultos pertenecientes a generaciones muy anteriores a la suya,  y donde la voz del pueblo resume una verdad existencial ineludible. La transparencia existente en estas páginas del futuro escritor conmueven, inducen al lector a entrar a las inmediaciones de un mundo que se aleja, llevándose el candor y la profundidad filosófica existente en el fraseo, por tomar una frase de Dostoievsky, de los Humillados y ofendidos. Las pequeñas memorias de Saramago es una lluvia de agua fresca, un volver a las percepciones de la niñez, miradas desde la perspectiva del hombre maduro, conciente ahora de las maravillas del mundo.

Refiriéndose a la figura de su abuelo apuntará esta frase que se me antoja también para el bronce, para sellar la muerte de uno de los grandes escritores del siglo que se aleja:  Habla tan poco que todos nos callamos para oírlo cuando en el rostro se le enciende algo así como una luz de aviso (…)  Es un hombre como tantos otros en esta tierra, en este mundo, tal vez un Einstein aplastado bajo una montaña de imposibles, un filósofo, un gran escritor analfabeto. Algo que no podrá ser nunca

 

Miguel de Loyola – Santiago de Chile – 18 de junio de 2010.