Por Edmundo Moure
Esta nubosa mañana de fines de septiembre extraigo de la biblioteca de mi memoria unas frases escuchadas en la remota infancia…
Domingo, albores de la primavera, Chacra El Olivo, casa de los abuelos gallegos. Almuerzo familiar. La abuela Elena y las tías, Naulina, Alicia y Elena, preparan el abundoso xantar[1] en la cocina lareira[2].
El aroma de la empanada, con su vientre henchido de pimiento morrón, ave trozada, chorizo, lomo de cerdo, cebolla frita y tocino, me trae ese sobresalto olfativo que será uno de los primeros morbos del glorioso hedonismo.
Los tíos Manuel y José comentan: -Parece que ha quedado exquisita la empanada española… Mi padre corrige: -Empanada gallega, diremos mejor… -Española, española… seamos universales- insta, con arrogancia socarrona, tío Manuel. ¿Cuál será la diferencia?, pienso, desde mis cortos años. La abuela, mis tías, padre Cándido, hablan en el comedor esa extraña y dulce lengua que comienzo a memorizar, desde unos poemas que papá deletrea en mis oídos ávidos, versos que serán las primeras hojas líricas de mi biblioteca virtual.
Tío Manuel continúa en la mesa sus proposiciones: -No debemos ser aldeanos. El alma española es una y totalitaria. Es la obra de Franco, aventajado continuador de Isabel la Católica: una sola nación, una bandera, una religión y una lengua: la castellana, universal… Los dialectos están bien para la casa y la cocina; cuando mucho, para las faenas labriegas o pescadoras… Tío Pepe asiente al mayorazgo de la Casa, desde su aquiescencia de benjamín. Nuestro padre está ceñudo, intenta una réplica, pero la abuela Elena interviene: -Calen a boca, non falen máis de política… Imos disfrutar todos xuntos a nosa comida, coma unha familia unida…
Pero había algo distintivo, diferencias extrañas para un niño, expresiones singulares, matices, los sesgos que signan la variedad de la vida humana, el caleidoscopio cultural que iremos develando, a medida que nuestros años fluyan a través del río del conocimiento. Se repetirán aquellas dos actitudes: la que procura uniformar, sobre la base de ciertos parámetros o valores genéricos, la vida social de los seres humanos, con la conocida estructura de la pirámide, donde la primera autoridad del vértice superior será un dios patriarcal, seguido por el gobernante: rey, dictador, presidente o primer ministro; la que destaca la diversidad como venero imprescindible de riqueza cultural, entendiendo, sobre todo, que las diversas lenguas no son fruto de la arbitrariedad de los hablantes, sino expresión necesaria y coherente de cosmogonías propias, visión del hombre y la naturaleza según se conjugue y pronuncie el discurso vivo y cambiante de la existencia. La mesa, como la buena amistad fraterna, es transversal.
Los poderes buscarán establecer y asentar similares hegemonías a lo largo de la historia. El imperio es el paradigma de la pirámide hecha ley absoluta. Quinientos años ha se produjo el colosal encuentro, choque de civilizaciones y culturas en nuestra América. Europa hispana impuso sus códigos culturales y el gobierno incontrarrestable de su civilización, basada en esa espada de acero que se vuelve cruz, síntesis y antinomia, dialéctica fecunda en propiedades tangibles y promesas escatológicas.
España surge ante los amerindios como entidad unívoca y monolítica, puesto que desconocen las diversidades de la Península, sus otras lenguas, sus naciones “menores”, que han resistido el yugo de Isabel y Fernando -católicas majestades- herederos directos de la Roma que se hace cristiana, no por conversión espiritual, sino por pactos de poder emanados del reino de este mundo. Los pueblos precolombinos son aniquilados, destruidas sus culturas “arcaicas”, como la azteca, la inca y los resabios moribundos de la maya. Pocas etnias sobreviven, aunque muchas habiten y clamen desde los genes del forzoso mestizaje, como es el caso ejemplar de los mexicanos, hijos de Malinche y de Hernando Cortés, orgullosos de su ascendencia indígena y altaneros y desconfiados frente a los “gachupines” europeizantes.
En Chile, la conquista militar de los hispanos se detiene en la margen norte del Bío Bío, aunque sus legiones hayan fundado precarios enclaves australes, como Valdivia y Chiloé. Los Mapuche (gente de la tierra) son los primeros indígenas que no se tragan la imagen metafórica del centauro español. Así, premunidos de largas picas de coligüe (bambú chilensis), derriban a los acerados jinetes y les muelen a palos, para montar sus corceles y transformarse en los mejores jinetes de América. Desarrollan con notable éxito una guerra de guerrillas, de eficaces contragolpes, aprovechando sus poblados provisorios, como tiendas de campaña trashumantes entre bosques y cordilleras. En los albores del siglo XVIII, la nación mapuche sobrepasa el millón de individuos y ocupa vastos territorios, viviendo la libertad de su estructura de tribus indómitas, no sujetas a gobierno central alguno, salvo para defender su Mapu, la tierra madre, de invasores incas o españoles.
Su estatus cambiará violentamente, merced al acoso usurpador de las tropas mestizas chilenas, que sí les vencerán militarmente, para favorecer, sobre todo, a nuevos colonos europeos, situación que, con técnicas y ropajes post modernos, se sigue repitiendo hasta nuestros días, bajo una sola bandera, la del Midas Transnacional, cuyos súbditos coinciden –aunque sin mayor análisis epistemológico- en que las especies animales van extinguiéndose, de manera natural e irremediable, al igual que las etnias menos afortunadas, máxime si perdieron en las guerras de conquista. Vencedores y vencidos: no cabe una tercera categoría.
Pero, si la memoria se empeña en vencer el olvido, también el anhelo de vida quiere superar la muerte… Tres décadas más tarde que esos recuerdos verbales y olorosos de mi infancia, leí y escuché, grabada, una conferencia de Álvaro Cunqueiro que concluía, en su ronca y pastosa voz de larpeiro[1], con una invocación, lanzada como flecha hacia el porvenir, sobre malos augurios y epitafios: -“Mil primaveras más para la lengua gallega”. Tantas como esas deseamos para el mapudungun, el idioma del bosque donde aún medran los brotes azules de la luna fría.
Quizá nuestra voluntad, encendida desde el fogón de la estirpe labriega y marinera, soplada en la floresta donde reina el pehuén milenario, sea capaz de hacer germinar los presagios, transformándolos en la resurrección perdurable de los hijos de la tierra, aquí y al otro lado del mar.
Edmundo Moure
Septiembre 2010
[1] Xantar: en gallego, yantar, almuerzo.
[2] Lareira: en gallego, habitación del fuego, cocina.
[1] Larpeiro: en gallego, comilón, tragaldabas.
El análisis no solo es preciso en cuanto a los elementos identificados, sino también bastante concreto al momento de expresar…