Después de una opípara cena en Los Puchos Lacios, salimos por Independencia en dirección a Emiliano Figueroa, alentados por el buen ánimo de Roberto. El tipo ha sido asiduo visitante de casas nocturnas toda su vida. Según el mismo confiesa, vivió parte de su niñez en un prostíbulo, como el personaje de La vida simplemente,de Oscar Castro.

Pasamos lentamente frente a una de las casas de mayor prestigio en Santiago cuarenta años atrás, visitada por mujeriegos pobres y ricos. Ahora convertida en un nido de travestis de medio pelo, quienes esa noche nos invitaban a negociar, enseñando atractivos bustos femeninos, a fuerza de silicona y dosis hormonales. Por suerte a ninguno entusiasmó la idea y seguimos adelante. Alguien recordó al cantante asesinado por un travesti en la calle Marín algunos años atrás, y eso intimidó a Roberto a detener su Nissan frente al palacio ahora hundido de La Tía Carlina.

Seguimos adelante por la avenida Independencia, cruzando el río frente al edificio de la mítica Estación Mapocho, lugar de llegada y salida a distintos puntos del país vía ferrocarril, transformada por la modernidad en un estéril centro cultural, frío y tétrico como los cementerios románticos, habitado por los sepultureros del arte.

Luego, cortamos por Teatinos en dirección a Copiapó, cruzando el centro mismo de la capital, Merced, Huérfanos, Agustinas, Moneda, incluida la Alameda del Libertador, continuando por la odiosa calle Nataniel, atestada de baches, hoyos, lomos de toro, pasos de cebra, discos pare,  y manadas de autobuses amarillos arrasando el tránsito como elefantes desbocados. Sería cerca ya de la una de la madrugada, pero la ciudad ardía de gente por todas partes. Seres trasnochados, con más de una copa metida en el cuerpo, vagaban afanosos por las viejas calles del casco antiguo de la ciudad, desvelados, insomnes, perdidos en la madrugada junto a sus sueños de mala muerte.

Cuando nos estacionamos en Emiliano Figueroa, callejuela con  nombre de un presidente de Chile, se produjo cierta agitación en el ambiente, mujeres pintarrajeadas entraban y salían de las distintas casas de la cuadra, provistas de ojos impúdicos y voluptuosos, que caracterizan a las trabajadoras nocturnas. Pupilas de gatas, de animales en celo, de hembras lascivas, predispuestas a brindar placer al mejor postor.

Roberto optó por entrar a una casa ubicada en la esquina, tenuemente alumbrada su fachada por un farol rojo pendiente de la cornisa, donde se metió con la confianza de quien entra a su propio hogar. Preguntó por fulana y zutana, y a los pocos minutos estábamos instalados en una pieza exclusiva, piscola en mano, frente a lo que en el ambiente suelen llamar cuadro plástico. Dani, así dijo llamarse la primera bailarina en competencia, se mandó un strip-tease sobre una mesa de centro en medio de la sala que nos dejó sin aliento, sudando lascivia por los poros. Después, desnuda, se fue sentando en las piernas de cada uno de nosotros, moviendo el trasero para rozar la presa capital. La mina tenía la piel blanca, y unas nalgas lustradas, sin un sólo vello. Francisco cayó redondo, y ambos desaparecieron por una puerta lateral.

Después entró Vanessa, según todavía recuerdo, una rubia oxigenada quien hizo un toples para caerse muerto. Luego, provista de una bandeja de metal bruñido, puso sus tetas en ella y las fue ofreciendo como frutas tiernas de la estación. Gabriel la agarró por detrás con bandeja y todo, y desapareció en su compañía por esa misma puerta lateral.

Margarita entró en escena vestida de negro, acompañada de una camelia blanca prendida al vestido. Esparció besos de rosa roja, moviendo sus labios cargados de sensualidad. Su cuerpo cimbraba erótico dentro del vestido, mientras sus pechos se traslucían bajo la luz ámbar proyectada por un foco, acentuando la órbita circular de los pezones. Era obvio que no llevaba sujetador. Le pregunté si esa camelia blanca tenía alguna relación con La dama de las camelias de Alejandro Dumas, y bastó esa frase para que se enamorara perdidamente de mí. Fue ella quien me sacó por la puerta lateral del recinto, tomándome del pantalón, dejando a Roberto solo frente a una negra tipo pantera, quien en ese momento entraba gateando desnuda a la habitación, acompañada de una música salvaje como ella.

Subimos por una empinada escalera hasta un segundo piso, donde un pasillo daba acceso a las habitaciones. Apenas cerré la puerta y puse el pistillo, le agarré ambos pezones, y ella se puso a temblar, mirándome con un rostro que pedía auxilio, más que deseos de comenzar el consabido juego. Le pregunté qué pasaba, y salió con la estupidez que se trataba de su primera vez, y por favor tuviera piedad, dijo. No se lo creí. Después del baile provocativo brindado abajo, resultaba difícil aceptar esa verdad. Entonces me habló de Margarita Gautier, la protagonista de la Dama de las Camelias, a quien buscaba imitar en toda su grandeza. Que necesitaba un amante, un Armando Duval, capaz de hacerla feliz alguna vez también, dijo entre sollozos, y no esa leva de hombres trasnochados, pasados a vino, que llegaban en la madrugada hasta la casa a ventilar su machismo menoscabado por los años. Viejos por lo demás, apuntó. Por supuesto, me sentí aludido por sus palabras, tanto por lo de trasnochado como por lo de viejo. Cuando uno llega a cierta edad, pierde el olfato y expele olores a carne rancia. Un amante, insistió, un amante de verdad, para sacarla de esa pocilga pestilente, en donde por razones económicas estaba presa.

La muchacha, después de mirarla bien de cerca, resultaba hermosa de verdad, y su belleza contrastaba con las demás mujeres en el salón principal, en su mayoría regordetas, de rostros estucados de crema, tratando de ocultar las grietas de sus mejillas, provocadas por picaduras de viruela o acné mal cuidado, vaya uno a saber. Esta Margarita Gautier, resultaba casi una preciosidad, y mientras más avanzaban los minutos, aumentaban mis deseos de acariciarla, comenzando por esos pechos en flor, apenas ocultos por la transparencia del vestido negro. Ella en cambio, se sentó en la cama y se puso a llorar. De su rostro caían lágrimas de cristal, como las de las princesas de los cuentos de hadas. Me acerqué a ella por detrás de la cama y acaricié su cintura firme y flexible. Margarita no se movió, continuó derramando lágrimas. En algún momento dijo no puedo más, y contesté yo tampoco. Estaba excitado, como en mis mejores tiempos, arma al ristre, esperando el momento de atacar. Pero ella quería insinuar otra cosa, que mi lengua babeando por su cuello resultaba demasiado áspera, o que mi transpiración expelía la acidez propia de los cuerpos pasados de alcohol. Aún así, insistí movido por la persistencia de quien se siente propietario, de quien está pagando por un servicio. Además, para eso estábamos los dos ahí. Si buscaba dinero, tendría que aceptar mis sesenta años encima de su sexo de rosa en flor. Tal vez se lo dije de manera hiriente, porque se puso de pie y se dirigió al espejo clavado en la pared. Allí se arregló el cabello, untó sus labios de rouge, y después se encaminó hacia la puerta, no sin antes ajustarse el vestido con un cinturón de cuero, dejando asomar parte de sus pechos. Mientras la miraba estupefacto desde la cama, no alcancé a hilvanar una sola palabra cuando ella salió sin decir adiós.

Cuando desperté al día siguiente, mi billetera estaba vacía. Bajé enloquecido al primer piso a reclamar a la dueña, porque en estos hogares siempre tienen dueña y no dueño, ya por una cuestión de tradición, o sencillamente porque las mujeres se entienden mejor entre ellas en asuntos de negocio. La dueña está durmiendo, dijo la mucama que hacía el aseo en el salón, invitándome a sentarme a esperar en un diván del costado, tapizado de felpa roja brillosa, salpicado de manchas, acusando los innumerables trasnoches. De mis amigos no sabía nada, y tampoco tenía ninguna intención de preguntar por ellos. Por lo demás, resultaba obvio que habían pasado la noche tan borrachos como yo, después del polvo correspondiente.

Al cabo de una hora, y después de reclamar a la mucama varias veces la presencia de la doña, apareció una mujer envuelta en una bata sin mangas, que dejaba al descubierto la flaccidez de los músculos de sus brazos, y llevaba a suponer que del mismo modo se encontrarían sus nalgas y sus pechos. La increpé de manera violenta, a sabiendas que es la única manera de hacerse entender en este país de mierda. Ella reaccionó bastante tranquila, con la experiencia de las putas viejas. Le dije entonces que anoche, una tal Margarita me había robado el dinero de la billetera. La putaza esa que ni siquiera me pagó una sola cuota de carne. Se lo dije en términos groseros de manera deliberada, poniendo así la debida distancia moral correspondiente. La anciana me miró sin movérsele un sólo músculo de la cara, en señal de no dar crédito a mi acusación. Cuando le di el nombre de la mujer en cuestión, tampoco se inmutó. Volví a insistirle, y la amenacé con la policía si no me  devolvía inmediatamente el dinero. ¿Con qué otra cosa la podía amenazar? Entonces la vieja se río, dejando entrever una boca vacía, despoblada de las perlas de la juventud. Era de suponer que no había alcanzado a ponerse la placa antes de salir a recibirme. Me contestó que, por lo demás, allí no trabajaba ninguna Margarita con características de princesa. Lo más probable, insinuó sarcástica, que esa tal mariposa sólo sea una alucinación, producto de la borrachera de los hombres viejos, hambrientos de carne fresca. Por otra parte, confesó sin tapujos, la policía la tenía sin cuidado. Ella podía aplacar hasta la furia iracunda de un capitán mediante el uso de los más antiguos artilugios. Y en definitiva, quien debe preocuparse es usted, de que su mujer no se entere del episodio de viejo gaga vivido en esta respetable casa nocturna. 

 

Miguel de Loyola – Santiago de Chile – Año 2000.-