Por Jorge Marchant Lazcano
He aquí que camino por el barrio de mis primeros recuerdos. Existen unas fotos en viejos álbumes familiares que mi padre nos tomó en los prados del Parque Bustamante.
Mi madre con amplio vestido floreado de acuerdo a la moda de los años 50, nosotros, los niños, con sandalias. Muchos años después, vivimos con Pepe Riquelme, el gran amor de mi vida, en Bustamante y Bilbao, en un edificio con un enorme parque interior en donde incluso plantamos un árbol. Poco va quedando de esos barrios cercanos, derrumbados al cabo de medio siglo, en donde se construyen edificios baratos que no alcanzarán a durar 50 años más. Cuando éramos niños vivimos en la calle Pedro León Gallo, donde murió mi abuelo Alfonso Lazcano Besoaín.
La casa aún está en pie. Uno de mis primeros recuerdos de infancia es el funeral de mi abuelo. El living de la casa convertido en capilla ardiente, las sillas puestas en torno al ataúd, las coronas rodeándolo todo. Nos llevaron a alojar a la casa del lado, pero esa noche, mi tía Carmen me tomó en brazos, me elevó por sobre el catafalco y me permitió mirar por última vez a mi abuelo: “Récele un Padre Nuestro” me dijo la tía Carmen. Han pasado más de cincuenta años desde entonces. ¿Quién recordará a ese hombre después que mueran sus hijos?
Hay otro recuerdo de esa jornada que no se me ha borrado. Subo al segundo piso y a través de la puerta entreabierta de su dormitorio, veo a mi abuela Guadalupe, de luto riguroso, sentada en el borde de la cama, la mirada un tanto perdida. ¿Lo habré imaginado o fue realmente así? Ella era una mujer en sus 50 años y se quedaría sola para siempre. Años más tardes, cuando nos convertimos en amigos y confidentes, me confesó: “Ni un hombre me ha tocado la mano con excepción de tu abuelo.” Y lo decía con orgullo. Yo se lo creí porque los hombres no parecían tener cabida en su mundo sentimental. Nunca quiso del todo a los hombres que nos rodeaban, – como una suerte de Bernarda Alba -, ni a mi padre ni a Fernando Calvo, sus yernos. ¿Ansiaba otro destino para sus hijas? ¿Tal vez la soltería? Pronto apareció Dionisio Valpuesta en la vida de su hija menor, aunque por ser un hombre mucho mayor, tuvo otro trato. Todo el mundo respetaba en extremo a ese ingeniero civil al cual la tía Lupy conoció en la Corporación de la Reforma Agraria, y que tenía hijos de la misma edad que Lupy, o un poco menores, no lo tengo claro. El tío Alfonso Lazcano, su único hijo varón, era un caso aparte. Parecía lejano, vivía fuera de Santiago y no demostraba gran apego con mi abuela. Ahora no tiene apego por nada sumido en las brumas de Alzhéimer.
La muerte de mi abuelo Alfonso, a muy temprana edad, significó, al parecer, el fin de una serie de sufrimientos, pero a la vez el inicio de nuevas privaciones. Estuvo enfermo por ocho años desde el momento en que, siendo Administrador de la Quinta Normal de Agricultura, sufrió un derrame cerebral que lo mantuvo inmovilizado para siempre del lado derecho. Tal vez los tiempos no eran muy buenos, o él no fue lo suficientemente previsor, lo cierto es que la enfermedad los empobreció aunque nunca fueron ricos, y mi abuela debió vender sus pocas joyas para salir adelante.
Mis padres iniciaron por entonces una nueva vida en la casa de la calle Los Alpes, en Las Condes, que habían comprado unos años antes pero a la cual no se habían mudado por su lejanía. Mi padre le pidió ayuda a su primo el senador Eduardo Frei Montalva para que yo fuera matriculado en el Instituto de Humanidades Luis Campino en donde se educaban los hijos de Frei. Allí pasaría los próximos doce años en una educación que ahora siento, no me sirvió para nada. Nada de lo que me ha sucedido en la vida se aprende en esas educaciones mediocres ligadas con la religiosidad y los falsos valores sociales.
Cuenta mi mamá que la casa de Los Alpes fue arrendada antes de que nos trasladáramos a ella, por la escultora Laura Rodig, gran amiga de juventud de Gabriela Mistral, y se dio el caso que realizara una gran escultura de la poetisa en el patio trasero de la casa, tal vez donde después estuvo el clásico parrón y la terraza en donde realizábamos nuestros bailoteos en la adolescencia. Dice mi mamá que la figura de Gabriela Mistral se divisaba desde la avenida Colón y que después la escultura estuvo expuesta en los pasillos del Ministerio de Educación. ¿Será cierto o es otro mítico ensueño? De cualquier forma, algo del espíritu de Laura Rodig y su amiga inmortal debió quedar en el jardín trasero de la casa de la calle Los Alpes, y yo lo respiré, imperceptiblemente, años después, mientras jugábamos con Gonzalo y Ana María. Lo cierto es que Gabriela volvió a mi vida a comienzos de los años 80, cuando realicé mi primer trabajo teatral sobre su biografía con Alicia Quiroga, gran actriz que se sacó los zapatos – y se puso nariz postiza – para interpretarla. Volví a cruzarme con Gabriela, muchos años después, cuando recorrimos con Pepe las solitarias calles de Roslyn Harbour, en Long Island, buscando la casa en donde vivió el final de su vida junto a Doris Dana, el amor de su vida.
La casa de Los Alpes quedaba, en ese tiempo, en el fin del mundo, o para ser más exacto, en el fin de Santiago que no era precisamente el mundo, ni mucho menos. Cuatro cuadras más arriba, la calle Tomás Moro era una barriada de tierra y zarzamoras, desde donde se veían potreros, la lejana iglesia de los Dominicos, y más al fondo, una desolada cordillera. Cada día nos movilizábamos en buses Mitsubishi: Gonzalo y yo al Luis Campino, Ana María a la Compañía de María de Providencia, luego la liebre “Colón El Llano” que tenía la particularidad de dejarnos en la misma puerta de la casa de mi abuela Guadalupe, en el sector sur de Santiago.
Vivimos años bastante felices en esa casita Ley Pereira, a pesar de las desavenencias de mis padres y las crisis mentales de mi madre. La vida tenía otro sabor entonces, de una inocencia y una precariedad propias de la época, sin televisión, pero con Ecran, El Peneca, Vidas Ejemplares, Clásicos del Cine, Leyendas de América, así como los programas de radio, Cine en su hogar, Fortachín y Valiente, Discomanía, El comisario Nugget, ¿cómo no salimos peores con tanta basura?
Muy chico descubrí el cine y ya no me moví más de las plateas, las miserables plateas de viejos cines de barrio, y las más resplandecientes del centro, imitando las grandes salas de Nueva York. En más de alguna ocasión, mi padre me fue a buscar a la salida de clases y me llevó al cine. Inolvidable al respecto, “Ben-Hur” en el antiguo Teatro Metro de la calle Bandera. Experiencia memorable. No dormí por varias noches pensando en el destino de leprosas de la madre y la hermana del apuesto héroe judío interpretado por Charlton Heston. Otro día, un miércoles por la tarde, mis padres me permiten faltar a clases, porque en el cine Las Condes, recién inaugurado, dan por un par de días “Lo que el viento se llevó”. En los veranos, mi compañera de correrías cinematográficas fue mi abuela Lupe, con quien buscábamos los más exquisitos programas triples en cines populosos de los viejos barrios de la ciudad. Aún recuerdo “Espartaco” con Kirk Douglas, comiendo el sanguche con dulce de membrillo que mi abuela me preparaba para el intermedio. Cómo escribe el mexicano José Emilio Pacheco en su maravilloso librito “Las batallas en el desierto”: “Se acabó esa ciudad. Terminó aquel país. No hay memoria del México de aquellos años. Y a nadie le importa: de ese horror quien puede tener nostalgia. Todo pasó como pasan los discos en la sinfonola.”
Acá también. Acá se acabó Santiago. Terminó aquel país. Pero de ese horror yo guardo un poco de nostalgia – ¿se nos endureció del todo el corazón? ¿Brota sangre de nuestros viejos hogares? Son materias que comienzo a tratar en mi nueva novela sobre la vida en los suburbios del barrio alto – aunque resuene en nuestros oídos esa terrible frase atribuida a Shakespeare: “La vida es tediosa como un cuento oído dos veces.”
El análisis no solo es preciso en cuanto a los elementos identificados, sino también bastante concreto al momento de expresar…