Gabriela Aguilera
Estudió Antropología en la Universidad de Chile. Es narradora y tallerista.
Ha publicado “Doce Guijarros”, (cuentos, 1976); “Asuntos Privados”, (cuentos, editorial Asterión, 2006), “Con Pulseras en los tobillos”, (cuentos, editorial Asterión, 2007), “En la Garganta”, (cuentos, editorial Asterión, 2008). Sus cuentos han aparecido en diversas antologías en Chile y en el extranjero. Ganó la Beca a la Creación Literaria 2009, otorgada por el Consejo del Libro y la Lectura de Chile, por su libro “Doscientos Golpes”, cuentos negros que tratan el tema de la Independencia y el nacimiento de la vida republicana en Chile, actualmente en etapa de edición.
En mayo del 2011 asumió la presidencia de la Corporación Letras de Chile.
Ausencia
Desperté y te recordé desnudo entre mis sábanas rojas. El deseo, entonces, se volvió una serpiente solitaria que anidó entre mis piernas para devorarse a sí misma.
La planchadora
Las camisas enormes se amontonaban en el canasto del planchado. Pantalones, sábanas, manteles, la ropa de los niños. Uno que otro vestido. Odiaba el ritual de las noches dominicales, cuando sacaba la tabla, el asperjador y enchufaba la plancha. Maldecía entre dientes esa suerte de la puta madre que la ponía ante la montaña de ropa arrugada. Realizaba la tarea frente al televisor, esperanzada en que las noticias y los comentarios futboleros de su esposo aliviarían el tedio.
Algunas noches soñaba con el hombre que amaba, podía olerlo, sentía sus manos, su voz. La culpa la atrapó en un laberinto sin salida. Ya no había lugar para las lágrimas ni el arrepentimiento.
Por eso decidió plantarse con valentía ante el quehacer hogareño. Y hacía la limpieza, cocinaba, mantenía el orden y asistía a reuniones de colegio. Y acometía, por sobre todos, el rito dominical del planchado, convencida de que en el tormento de sentir el vapor caliente en la cara y las piernas entumecidas por estar tanto rato de pie, purgaba el pecado de amar, irremisiblemente, a un hombre a quien jamás le plancharía las camisas.
Los jinetes negros de Iván
Galopan, corren, tragan distancias los jinetes negros. Son hombres entrenados en la cabalgata, en el salto de obstáculos, diestros en la faena de trozar al enemigo con sus sables, mientras sujetan las bridas con la mano libre. No conocen el miedo y dicen que tampoco el dolor, porque su piel es más gruesa que la de un hombre común. Son oscuros, enormes sombras pesadas recortándose en la noche. Traen consigo a la Muerte, pasajera montada en pelo.
Los jinetes de Iván, gran Zar de todas las Rusias, recorren el país sobre sus corceles pura sangre. La gente sabe que vienen, antes de que entren a un poblado. Lo saben porque los cascos de sus caballos resuenan al mismo tiempo y el eco retumba entre las montañas. Entonces cuentan con pocos minutos para salvar la vida, huyendo a donde se pueda. Porque los jinetes negros, embozados y dejando ver apenas el tizón de sus pupilas, son la mano del gobernante que llega a todas partes, impidiendo así que se mueva una sola hoja sin que él lo sepa.
Los negros jinetes de Iván aún montan la noche de la estepa y la tundra. La nieve cae en plumas sobre sus cabezas. Y sin embargo, nadie ha visto el vaho de su respiración.
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Microcuentos leídos en el III Encuentro Chileno de Minificción “Sea breve, por favor”. Valparaíso, junio del 2011.
El análisis no solo es preciso en cuanto a los elementos identificados, sino también bastante concreto al momento de expresar…