Por Miguel de Loyola

Las expresiones de descontento ciudadano manifestadas en los últimos meses dan cuenta de una diversidad social y un multiculturalismo propio de países del Primer Mundo. Ese es un índice indudable de progreso intelectual en estados pobres como el nuestro, a pesar de las enormes desigualdades  sociales existentes, de la falta de una mejor educación, y que nos llevan a pensar que no estamos tan mal como nos quieren hacer entender los sectores más ortodoxos, quienes ven en estas expresiones un camino y la oportunidad para insistir en teorías completamente trasnochadas. 

Necesitamos cambios, sin duda, necesitamos equilibrar la balanza, pero debemos cuidar la democracia, que es el mayor bien público, sobre todo aquellos que vivimos la experiencia de la dictadura y sabemos que el camino de la intransigencia conlleva a ella, toda vez que trabamos los caminos del diálogo y del entendimiento ciudadano. 

Cuando las sociedades civilizadas desbordan las calles para expresarse, significa que algo muy importante se ha estado fraguando soterradamente al interior de sus conciencias.  En Chile, tras el retorno a la democracia en 1989, muchos hemos visto nuestros sueños tronchados por quienes han tomado el poder, y acaso esa frustración nuestra, los llamados G-80, es la que manifiestan hoy nuestros hijos en las calles. Pero cuidado, se trata otra vez de la manifestación de sueños que no les son propios, sino adquiridos, inoculados por quienes verdaderamente vivimos una real mutilación de los sueños juveniles. Tendríamos que retroceder la máquina del tiempo para mostrarle y demostrarle a estas nuevas generaciones exigentes y acostumbradas a los facilismos de la modernidad alcanzada en los últimos treinta años, cuánto más costaba en nuestra época llegar a la universidad, al margen de la cuestión meramente económica, que en mi opinión no es precisamente la cuestión crucial del asunto. Por entonces no existía ninguna posibilidad de acceder a estudios superiores sin ser un alumno sobresaliente. He ahí un punto a considerar, y que, por cierto,  nadie considera cuando se exige igualdad de oportunidades. La puerta de acceso era entonces demasiado estrecha, y la frustración de quienes quedaban al margen repercute hasta nuestros días. ¿A cuántos jóvenes de entonces no les gustaría estar frente a la oferta universitaria hoy día existente?

Hoy, en cambio, al menos existe la posibilidad de acceder a estudios superiores a una masa nunca antes pensada. El pluralismo y la democratización de la cultura y el saber en nuestro país, alcanza a todos los sectores, incluidos los más modestos, aún cuando se vean obligados a endeudarse. Y endeudarse para recibir educación no me parece la palabra más correcta. Habría que hablar más bien de invertir, si queremos mirar el problema desde una perspectiva verdaderamente optimista, y sin caer en esas apreciaciones demagógicas que tanto mal han hecho al hombre. Hay aquí, desde luego, un problema de discurso, de uso equivocado de conceptos,  tendiente a tocar la parte afectiva de las almas para concitar la anuencia ciega de las masas. Una vieja práctica que ya conocemos y que alguna vez dio frutos, pero no fueron precisamente los mejores.

La implementación de bibliotecas públicas en el país es un hecho más que evidente. No hay municipio, por pobre que lo parezca, que no cuente con la infraestructura y los libros adecuados a disposición de los reales interesados. El Estado chileno ha invertido en los últimos años a manos llenas a través del Ministerio y los Fondos de cultura. El problema, está en la falta de mecanismos adecuados para el control de esas inversiones estatales, que no siempre van a dar a buenas manos, como ha ocurrido con muchos de dichos fondos. Desde luego, no han producido los frutos esperados porque somos, ya sabemos, humanos, demasiados humanos… Y la necesidad de la clase política de instalar a los suyos cuando consiguen el poder, conlleva -y conllevará siempre- a una mala distribución de esos recursos. Pero, atención, el Estado no es Dios, y los individuos no podemos exigirle que actúe como tal, como parece ser la obstinada posición adoptada hoy día por los dirigentes estudiantiles, y también por todos aquellos sectores sociales que están aprovechando la coyuntura para manifestarse. Tenemos sobradas experiencias a lo largo del siglo XX del fracaso más rotundo cuando el Estado ha pretendido serlo. Y la falta de lectura de nuestros estudiantes, no sé si por causa de una mala educación, sino más bien por un exceso de facilidades, hoy día mantiene nublada sus miradas. Y cuando hablo de facilismo no sólo me estoy refiriendo a las clases más adineradas, sino a la sociedad entera. Y vuelvo a insistir en la necesidad de retraer la mirada hacia el pasado, cuando no había acceso en Chile a nada.

Cuando un país crece, como ha crecido el nuestro a niveles antes impensados, nuestro mayor deber como ciudadanos es velar porque ese crecimiento se sostenga en el tiempo, y crear los mecanismos para una mejor distribución de los bienes públicos. La educación en Chile no va a mejorar sin fortalecer primero que nada a los agentes culturales que la imparten. Vale decir, el énfasis debe estar puesto en los profesores, ya que los estudiantes en un sistema educativo son y serán siempre la resultante. Son las generaciones anteriores las que tienen el deber moral e histórico de enseñar a sus sucesores. Lo contrario, como ha estado ocurriendo en los últimos años en las aulas, cuando a los alumnos se les concede el derecho de evaluar a sus maestros desde su natural subjetividad juvenil, conlleva a explosiones como las que estamos viviendo,  donde los hijos quieren imponer e imponen su voluntad a sus propios padres.