Por José O. Paredes

¿Cuando tuvo diecisiete años, o ahora que se murió a los cincuenta y seis años?

Mucha muerte para esperar la hora de partir. Se estuvo muriendo, el pobre A. E., o NN, todos estos decenios; desde sus 17 hasta sus 56. Leo la noticia en El Mostrador, y lo creo. No me digo ‘no lo puedo creer’. Lo sabíamos: se moría a pasos lentos, a pena lenta, a angustia lentísima. ¿Cómo sobrevivió tanto?, nos habremos preguntado. Sí; cómo. A punta de sobrevivir en el infierno que le dieron a los 17 años. Era un niño, ¿no?      

¿Por qué le temió la fuerza armada de Chile que lo enterró en el infierno desde el día de su muerte hasta el fin de su calvario? Tal vez hoy que se me murió al leer la noticia, triste, – como toda mala noticia de este tipo – empieza a vivir. ¿Quién sabe?

17 años canta Lluis Llach a la muerte que le dio el dictador Franco en 1975 a dos jóvenes vascos, empalados. Y a nosotros nos mataban a AE en la Isla Dawson, con 17 años nomás. Desde ese día… desde esos días crueles, de asesinos, mataron su niñez, pero sobrevivió al frío de esa muerte a punta de poesía. Su poesía le fue como el pan del poema de Roque Dalton, de Otto René Castillo; lo alimentó por todos estos años que anduvo de sobreviviente.

 No sé qué le habrán hecho en Dawson pero ya tenerlo allí apenas niño fue suficiente para matarlo, no una vez sino tantas veces como las tantas que se levantó de su ‘locura’. Por cierto ya no fue el mismo desde esa experiencia mortífera por más que debe haber tratado de huir de ella. ¿Quién no se vuelve loco después de eso? No amigos/compañeros: no hay que tirar ninguna piedra; solo entender, ponerse triste: no hay nada que juzgar. Los sobrevivientes no dejan de serlo nunca, como tampoco los deja de acompañar la culpa: es una de las tantas secuelas que deja la tortura en los que empiezan a vivir una segunda muerte al andar de nuevo por el mundo. Nunca más libres.

¿Pero no estaba loco?; preguntará algún inocente. Quién no lo está en el país; en un país que deja que esto le pase a una persona de solo 17 años. Dentro de su mal estaba lúcido como para entender que no era de este mundo.

Hoy 29 de julio de 2011 leo la noticia. Ayer se habrá muerto me digo, y me muerdo un dedo, me muerdo los labios y me sorprende la noticia doblemente. Justamente ayer, o el día anterior revisé unas fotografías y lo vi a nuestro AE. Son fotografías de hace dos o tres años, no recuerdo bien. Pero ahí está, muerto en vida y vivo en la imagen dentro de la celda donde lo visitamos con los poetas Gonzalo Contreras y Roberto Molina en el hospital u hospicio de Playa Ancha.

Lo fuimos a visitar a instancias mías porque quería verlo en persona, y por una cosa de cariño, y porque de hacía tiempo no lo veía y porque estaba en su Purgatorio. AE era/es el Purgatorio y el Infierno, su ejemplo vivo. Y la culpa no era de AE, como muchos habrán pensado. Tenía diecisiete años cuando le dieron su primera muerte; desde ese acto vil no dejó de morir el niño y por esas cosas de la vida, (tal vez la cuestión de los instintos de vida desde su muerte temprana, ‘tan temprana’ como lo escribió MH en su elegía a la muerte de su amigo Ramón Sijé), AE nació a la vida a través de los poemas que escribió mientras lo mataban los militares chilenos en el Campo de Concentración Isla Dawson.

En la clínica donde lo estaban limpiando era el único ‘loco’ cuerdo.

Estaba listo para salir de nuevo al mundo, aunque tenía para rato. El veneno que tenía en su cuerpo – y en su mente –  no se iba todavía. Sabía el por qué, como también que no tenía salida. Su ‘vida’ entre los vivos era cuestión de tiempo; tarde o temprano habría punto final. Éste le empezó en Dawson y le continuó en el país durante y después de la dictadura.

A pesar de su larga ‘temporada en el infierno’ – infierno real, no poético – hizo que este le sea llevadero y se abocó a caminar por el lado de la vida, como pudo. Pero ya estaba cojo, con un ala herida como Alsino, o como el Ícaro que no llegó a ser por los demonios que lo fueron enfermando desde su situación de prisionero de guerra primero, y de ex-prisionero después. AE fue víctima de una guerra que existió en la imaginación de los bárbaros y que, sin embargo, la llevaron a cabo con toda la crueldad posible. Seguro que sabía que la Isla Dawson era una gota en medio del Estrecho de Magallanes o golfo de Penas, porque todo Chile era un gran campo de concentración del extremo sur al extremo norte. Prisión que duró largos años, casi dos decenios, y que nos sigue castigando con sus coletazos, después incluso, hasta hoy día, en la democracia de pata coja que tenemos en el país.

Participó como miles de nosotros en la lucha en contra de la dictadura, con las herramientas que teníamos a mano: el arte, en todas sus formas de lucha. Recordemos – como ejemplo, dentro de tantos que podemos dar – el Colectivo de escritores Jóvenes (CEJ), organización que funcionó al alero de la Sociedad de Escritores de Chile, donde fue miembro activo; si no me equivoco, desde sus inicios por ahí en el otoño o invierno de 1982. El CEJ hizo un trabajo de base y estuvo participando en las movilizaciones y protestas que se hicieron en esos años, como tantos de nosotros en Santiago y de otras ciudades del país. AE hizo su parte en el Colectivo – fuera de todo elitismo, reitero, en la base, no desde la elite – en la lucha desigual que teníamos los que nos quedamos en Chile para hacer lo que teníamos que hacer: dar la pelea y luchar por la vida en contra de tanta muerte que nos caía encima.

¿Alguien recuerda cuántas veces nos mataron?

Recordarán al menos el poema/canción de la poeta argentina María Elena Walsh: Tantas veces me mataron/ tantas veces me morí/ sin embargo estoy aquí/ resucitando/.

A pesar de su enfermedad, que no era de vida, siguió hasta ahora entre nosotros.

Descansa en paz, querido poeta; la paz que te dieron tus amigos, los que te amaron; la que no te dieron, o más bien la que te robaron los que te hicieron prisionero de guerra – con todas sus consecuencias – cuando apenas tenías 17 años. En ese instante de asesinos comenzó tu muerte, el calvario que terminó hace unas horas cuando diste tu último suspiro, que también es el nuestro, compañero: ‘Compañero del alma, muerto tan temprano’.

No quisiera terminar con el viejo cliché… para decirte en un segundo ‘descansa en paz, querido Tote’… Igual lo haré: En tu muerte temprana también he muerto, ha muerto una parte de mí, de ese tiempo que a pesar que nos lo robaron lo rescatamos desde las cenizas haciéndonos Ave Fénix, con nuestras propias uñas y hojas de poesía, de cuentos; con nuestros trípticos y revistas precarias; palabras y cantos; en los sindicatos, en la SECH, en las iglesias; en las barricadas y las balaceras todos esos años con que nos cargaron con estado de sitio y toque de queda la derecha política y militar.

Los que han olvidado, recuerden que desde ese tiempo de locos salimos con vida, porque luchamos a manos limpias y a pecho descubierto, con todas las formas de lucha para acabar con la dictadura y sus acólitos de la derecha política y económica chilena… Aunque una gran parte de nuestra juventud fue cortada de raíz, renacimos como el árbol de la esperanza/ del abismo del poeta Gonzalo Millán – de su libro Seudónimos de la muerte publicado en Santiago a la vuelta de su exilio, en 1984 – nos sosteníamos al borde de la vida, firmes, y más libres que nunca.

No nos morimos en ese entonces.

Tampoco se murió Aristóteles España en ese entonces, pero se estaba muriendo. Más que nosotros, los que lo sobrevivimos ayer y en este momento. Está bien recordar los que estuvimos a su lado en los ochenta. No se quedó con los brazos cruzados en ese tiempo de la peste. No lo derrotaron, sin embargo. Tal vez su juventud lo ayudó, quién sabe; o la sabiduría de viejo que habrá adquirido en esa situación límite. Horrendamente al límite. Hizo lo que teníamos que hacer y se metió de lleno a luchar con la fuerza de un sobreviviente del campo de concentración de Isla Dawson. Seguro que el paso del tiempo le iría minando la resistencia, el existir, el sentido de estar entre los vivos siendo uno que tuvo la muerte caminando a su lado como si fuera su sombra. No dejó de serlo nunca, para mala suerte de todos nosotros.

Tiempos de muerte vivíamos, seguimos viviendo: muchos, demasiados asesinos andan aún sueltos por las calles del país y sin ningún remordimiento; también los ideólogos que nos vendieron al mejor postor e hicieron las leyes que nos gobiernan: dejaron todo amarrado, bien amarrado, para que no haya vuelta a la libertad que tuvimos antes del golpe de estado.

Tu muerte me llenó de tristeza, Aristóteles España.

Una lágrima, un sollozo a solas… Tan lejos estoy para decirte adiós en la misa de tu responso antes de que te lleven a tu Punta Arenas rodeado de los amigos sinceros que te cuidaron como si fueras su hermano. Lo eres.