Rolando Rojo Redolés

 

El día 29 de septiembre, asistí, como jurado del Concurso de Cuentos Escolares 2011, a la Casona de Las Condes, sede de la Universidad Andrés Bello, donde  realizó la premiación del certamen. No es  a esto a lo que quiero referirme, sino a la impresión que tuve al visitar esos parajes y contrastarlos con los míos.

Soy oriundo del barrio Yungay. Vivo, específicamente, en la esquina de Andes con Cautín. Hace setenta años (mi edad) que conozco ese sector de Santiago, y nada, en ese lapso generoso,  ha cambiado. Las mismas calles de mi infancia,  las mismas casas, los mismos árboles, los mismos vecinos, el mismo  pavimento, las mismas baldosas sueltas de las veredas, los mismos faroles de luz opaca, los mismos hoyos, baches y “eventos”.

Al internarme,  por primera vez, en  esos altos condominios, quise compararlos con mi viejo e histórico barrio santiaguino, (no olvidemos que fue aquí donde Valdivia fundó la ciudad; que durante años fue el centro comercial, social y político de la urbe y del país; que los símbolos de la institucionalidad se levantan en estas calles centenarias. No olvidemos, tampoco, que este barrio fue declarado patrimonio nacional) vano e ingenuo esfuerzo. En ninguna parte vi calles parchadas, veredas rotas, árboles apolillados a punto de caer. No vi escombros ni montones de basuras en las esquinas. No vi perros vagos ni caca de perros vagos sembradas en las veredas. No vi mendigos ni borrachitos durmiendo en las plazas. No vi hospederías, moteles ni pensiones. No vi grupos de evangélicos cantando los salmos en las esquinas ni Testigos de Jehová tocando timbres de casas enjardinadas. No vi adobes a punto de desmoronarse. No vi ratones, lauchas ni pericotes saltando en sitios eriazos. No vi ferias libres ni ferianos voceando sus mercaderías. No vi antenas de celulares ni cárceles de alta seguridad.  No vi negocios ni  botilllerías en cada cuadra. No vi escombros de incendios, esperando, por años, que sobre ellos, levanten un horroroso cajón de departamentos. No vi postas, policlínicos ni consultorios de salud, atestados de pacientes, esperando, pacientemente, por una consulta. No vi, en fin, nada de lo que durante décadas vengo viendo en mi barrio. Quise pensar que estaba en otro país. Y tal vez, lo estaba. Un país donde  la gente vive como debe vivir toda la gente: entre flores, jardines, limpieza, higiene. Donde los municipios sí funcionan, donde los servicios de aseo y ornato sí funcionan, donde la policía. sí funciona, donde la salud, la educación y la vivienda, sí funcionan.

Tal vez, estaba en otro país. Un país donde a la hinchada de un club popular no se le permite el ingreso, no sólo a un  estadio donde se  juega un partido, sino a todo un sector donde la gente vive como debería vivir toda la gente.