1 sangre en el ojoPor Pablo E. Chacón

La escritora chilena, radicada en Nueva York, y a días de llegar a Buenos Aires, conversó con Ñdigital sobre su última novela, “Sangre en el ojo”.

 

Casi como un monólogo entrecortado por el dolor, las idas y vueltas, internaciones y conversaciones con un hombre, su madre y un oftalmólogo, la escritora chilena Lina Meruane, autora de “Las infantas” (una colección de cuentos publicados por Eterna Cadencia) continúa su exploración sobre el mundo de la enfermedad, la relación médico-paciente y las diversas estrategias para huir del dolor antes de convertirse en peso y víctima para los otros.

¿Existe alguna coincidencia -que no sea de superficie- entre el título de la novela y el dicho “tener la sangre en el ojo”?

No hay coincidencia; como casi todo en un libro, el título es deliberado. Buscaba uno que cumpliera con dos premisas: uno, la literalidad y otro figurado. El titulo del trabajo anterior, que luego deseché, reunía ambas cualidades: “Mal de Ojos”. Sólo que ahí lo figurado era la idea de la maldición, y por eso tuvo que partir, mientras que aquí lo figurado es la idea de la rabia, del deseo de venganza, que pienso, define bien lo que hay en el fondo de mi protagonista. Esta mujer que oscila entre la ceguera permanente y la recuperación de la vista es un personaje movilizado por la ira, por el deseo iracundo de superar la crisis, y esa energía la lleva a valerse de todo el que se le ponga por delante. Esta mujer está dispuesta a todo, menos a ser la víctima de su cuerpo.

Contabas que respecto de Las infantas, esta novela es muy distinta de aquellos cuentos. ¿Podrías explicarme qué cosas cambiaron durante todos estos años, además de la cronología?

Han pasado catorce años desde que se publicó por primera vez “Las Infantas”, que es mi primer libro, y lo que sucede es que ya no me reconozco del todo en él. Lo digo porque cuando Eterna Cadencia me ofreció volver a publicarlo, lo releí, y lo leí con algo de asombro, no porque el libro sea asombroso sino porque no sabía de qué cabeza habían salido todos esos episodios. Pero también es cierto que una no es nunca la persona que escribe. Una está parada en un lugar y lo que sucede en los libros es otra cosa. Una está y no está en sus libros. Y además de esto, considero que cada uno de los libros que siguieron fueron escritos desde cabezas distintas, desde estrategias diferentes, como si cada uno se hubiera escrito movilizado más por la necesidad del texto que por ideas predeterminadas. Para ser justa con ese primer libro, lo que vi en la relectura es que había trazado, a su manera, en el estilo de entonces, que era más seco o más frío o más contenido, el recorrido de mis preocupaciones. La ceguera y su relación con la ira ya está en ese libro.

¿Cuánto hay de autobiográfico en “Sangre en el ojo”? ¿Tiene lo autobiográfico, sea éste el caso o no, importancia en el verosímil de cualquier narración?

Lo autobiográfico en un texto es una trampa. Trampa para el lector cuyo acto de entrega al relato lo lleva a convencerse de que todo lo que se le cuenta es verdadero. Trampa también para el autor, que a veces desconfía de su imaginación y del poder simbólico de la palabra, o delega el poder de su texto en el hecho verídico que lo sustenta, si ese es el caso. Te digo esto porque es lo que descubrí escribiendo esta novela. Yo, que siempre he estado más cómoda en la ficción, porque la ficción ofrece libertades que la memoria parece no permitirnos, me pregunté qué hacer, es decir, cómo narrar un episodio dramático que mi pasado me ofrecía. En un momento pensé que escribiría una memoria (tenía en mente “Esa visible oscuridad” de William Styron, y “A Bell Jar” de Sylvia Plath) pero abstenerme de la ficción me impedía hurgar en lo que estaba detrás del evento, y que de pronto era mucho más importante. En ese momento abandoné la mímesis y me permití ir hacia el otro lugar de la novela. Y aunque el texto trabaja con el recurso del detalle minucioso, a ratos milimétrico, sin duda ésta es una trampa que se le tiende al lector para llevarlo hacia una situación imposible que le obligue a preguntarse si es posible que todo lo demás, todo lo que leyó, pueda ser cierto.

Es muy notable la puntuación, el fraseo del texto. Los cortes suelen angustiar. Quiero decir: son los cortes en las frases los que producen un efecto de angustia más que la situación, de por sí angustiante. ¿Cómo trabajaste la escritura de la novela; cuánto tiempo te llevó escribirla; y corregirla?

La idea de fractura, es cierto, recorre todo el texto. Se fracturan las oraciones en momentos álgidos en lo que no se puede pensar lo que sigue. Se fractura también esta suerte de monólogo que es también la novela. En el tiempo de escritura, también hubo una interrupción, porque escribí el primer pedazo definitivo (después de varios intentos fallidos) mientras preparaba otra escritura, la de mi tesis doctoral; pero como no podía mantener dos escrituras tan intensas, y como se cumplía el plazo de la tesis, la novela quedó en suspenso. Entre ese primer momento y la publicación pasaron varios años, pero afortunadamente este año también se publicará el otro libro, el ensayo académico “Viajes virales” (Fondo de Cultura Económica), y si tengo suerte, también aparecerán un par de textos más cortos y rezagados.

Desde un punto de vista impresionista, Lina Meruane no «suena» chilena. Podría ser argentina, o mexicana. Pero no por una estandarización normativo-mercantil sino por un trabajo con la lengua que huye del realismo mágico y de toda la tradición lírica de tu país. ¿Esto es así? ¿Es deliberado?

Bueno, el habla de la protagonista, que usa el seudónimo literario de Lina Meruane, está atravesado de chilenismos sutiles que le pedí, tanto a los editores argentinos como a los españoles de Caballo de Troya que tuvieran el cuidado de mantener. Estoy políticamente comprometida contra la localización o la estandarización de los textos. Y no sólo eso. Este libro está poblado de personajes de otros lugares, desde el compañero que en la novela es gallego hasta la amiga castellana, desde la académica argentina que le habla de Borges sin mencionarlo, hasta el médico y toda su gente que hablan, por supuesto, en inglés. Lo que hay aquí es más bien un intento calculado de hacer convivir estos modos del español y de otras lenguas y sobre todo, de no abusar de la marca nacional a través del costumbrismo: esa sería la primera tentación y el recurso más fácil. Yo llevo muchos años fuera de Chile, y cuando estoy afuera se me suaviza mucho lo local, queda como en un suspenso y saltan mi acento, mis palabras locales, a la primera de cambio. Pero me interesa pensar que la identidad no reside, simplemente o acaso anecdóticamente, en el acento coloquial sino en la mirada.

El paso por el hospital, el trato con los médicos, la «deshumanización» de la medicina contemporánea… es un tema que te interesa? ¿Por qué te interesa? Es también notable el conocimiento que parecés tener de esa manera de tratar al paciente, que muchas veces es una víctima, pero que en mi opinión, como sea, tiene que hacerse responsable de su situación, incluso si la posibilidad de la muerte existe. ¿Qué pensás de eso?

He estado trabajando literariamente la figura del enfermo y la del médico hace mucho tiempo –esto está ya en la novela anterior, “Fruta Podrida”. Y de otro modo en mi investigación sobre el impacto del sida en la literatura, en “Viajes virales”. Es un tema que me importa a nivel personal pero sobre todo en el nivel político. Porque al margen de que hay médicos excepcionales, yo he tenido la suerte de conocer a muchos, y de poder huir de los otros, lo que hay detrás del médico es toda una institución poderosa. Y donde hay poder (y un saber que se propone incuestionable) normalmente hay maltrato e impunidad. Y hay un supuesto cultural que permite que los enfermos -prefiero llamarlos así- no se sientan autorizados a frenar esas formas de abuso. Nadie tendría por qué ser tan paciente con el médico, y menos permitir convertirse en su víctima, y sin embargo, esa relación está escrita culturalmente y lo que importa es reescribirla de otro modo. Pienso además que un enfermo no es responsable nunca de su enfermedad ni tampoco de su curación, esa idea también hay que volver a pensarla, críticamente. Quiero decir: por más que alguien fume no es culpable de su cáncer. La enfermedad está infectada por la culpa. Es importante resistirlo. Esto, por supuesto, lo sabía a la perfección Susan Sontag, a quien admiro sobremanera.

La protagonista de la novela no se victimiza nunca. Se da cuenta que sufren los que la rodean. Ella no lo dice. Se deduce de la lectura. Ella está perdida. O mejor: sabe -sin saber- que algo va a perder. La novela parece la anticipación de un duelo. ¿Cuál es tu opinión respecto de esa idea?

La posición de la víctima a mí personalmente me parece de muy baja intensidad, salvo que en ese personaje se revelen sus estrategias. Ese lugar sí me parece más poderoso, más propositivo, y es una posición que me interesa más. Yo no pienso a mi protagonista desde la pérdida sino desde el modo en que ella trama qué hacer para evitarla. Y contra el duelo, lo que veo yo, pero esta es por supuesto mi lectura, contra el duelo lo que se propone es un humor muy negro.

Escritores que te interesen, a los que volvés, los que tenés para leer. ¿Cuáles?

Aaaa, ¡me encantaría tener tiempo para volver con regularidad a ciertos escritores…! De vez en cuando los pongo en mis cursos para tener la excusa de regresar a ellos. Entre esos retornos felices de ahora último están Woolf, Camus y Beckett. Y entre los que me interesan más, ahora mismo, son algunos escritores palestinos, como Mahmoud Darwish. Y entre los nuevos, eso sí que esta complicadísimo, entonces, déjame escoger de los novisimos locales: Falco, Trías, Schweblin, Ronsino seguido de un muy largo etcétera.

Finalmente, una curiosidad antropológica. En «Sangre…» casi no hay uso de las nuevas tecnologías de la información. La enfermedad pone cuerpo a cuerpo con la muerte, no hay distancia electrónica que pueda sostenerse. Pero ¿no creés que el uso (o abuso) de las tecnologías de la información producen un cortocircuito, fetichizado por la idea de «conexión permanente» entre el sujeto -sea escritor o no, en este caso escritora- con la finitud?

Tecnologías hay. De las médicas, muchísimas, y de la comunicación, el teléfono, que permite que aparezcan voces distantes y cercanas en el texto -la voz es uno de los ejes constructivos de este libro. Yo pienso que la necesidad de la presencia del otro no es algo nuevo sino lo que nos constituye socialmente; y el individualismo genera esa ansiedad al que las tecnologías parecen atender, con mayor o menor éxito, pero no en mi texto porque para usar las tecnologías de la información hace falta, casi siempre, la vista. La presencia real de otro es central en estas páginas, porque en la soledad esta ceguera resultaría impracticable. Toda la energía de la novela está puesta en la necesidad brutal, casi devoradora del otro, la urgencia de un otro, del cuerpo del otro, en forma permanente y total.

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En: Ñ. Revista de Cultura