Por Aníbal Ricci

Huyo de mis celadores y me largo a correr. Soy libre y vuelvo a estar solo. Cruzo calles y avenidas y no me importan los murmullos de la gente que me observa tras sus barrotes.

 

“First to fall over when the atmosphere is less than perfect” (Sting).

Una comisión médica debe determinar si soy interdicto.

Mi señora no comprende que estoy mejor…

“Es la última vez que consumo”, le digo envuelto en transpiración y con las palpitaciones retumbándome al oído.

Pensar que hace una hora estaba en una confortable habitación del Niágara y las preocupaciones parecían estar fuera de alcance.

Ahora estoy en una higiénica sala de la Clínica del Carmen donde todo es blanco, las sillas de metal y me están controlando las pulsaciones. Ciento cincuenta podría parecer elevado pero muchas veces he estado corriendo a ese ritmo.

Correr es una religión. Menos de siete kilómetros ni siquiera me hacen transpirar. A partir de esa distancia el cerebro se interna en análisis descabellados que transcurren a bajas revoluciones, como si la sangre llegara directamente a los músculos y las neuronas fueran relegadas por un rato.

Al principio cuesta aquietar la respiración y me molesta la gente que voy dejando atrás. La mayoría de las fachadas lucen vacías pero de vez en cuando se asoma alguien desde una reja como si no entendiera que las personas pueden desplazarse a voluntad fuera de sus casas. Siento murmullos refiriéndose a aquel idiota que corre. No sé que tanto les importa a los demás cuando una persona va disfrutando. Quizás no saben que en ese momento las endorfinas están apartando los pensamientos de tus emociones. Todo parece más simple cuando falta el oxígeno y la calma de tus reacciones está en completa armonía con el fluir de la ciudad. Sabes cuando un auto va a frenar y cuando habrá que esquivarlo. Cruzas las calles a velocidad crucero para no alterar tu corazón mientras el aire traspasa tus ropas y te das cuenta de que eres inmune al frío.

Se supone que nadie debiera estar solo. Mi mundo en ese momento tiene una cama y un citófono. Estoy absolutamente encocado mirando un vaso lleno de whisky. Los hielos se derritieron hace rato y ahora bebo directo de la botella. Estoy excitado con el porno y descuelgo el auricular para pedir un diario. Converso con una prostituta de treinta mil pesos si le pago el taxi. Las bolsitas con el polvo blanco son para ella, no la voy a obligar, pero a cada segundo que pasa los deseos van destruyendo cualquier pensamiento racional. Los instintos tienen un tiempo diferente a las zancadas sobre el asfalto. Quieren todo al instante y con el máximo de placer. Si bien todo transcurre a las mismas pulsaciones por minuto, el correr te da paz y hace imaginar que la chica de tus sueños quiere bailar contigo. Vas a menudo a su casa y compartes a veces una copa de vino que elude cuando intentas darle un beso. Atraviesas las esquinas con semáforos en rojo y todo sigue pareciendo posible. Su desnudez blanca lejos de ponerte ansioso, hace que tus ímpetus se mantengan contenidos. Quieres abrazarla durante horas. Sus ojos se darán perfecta cuenta de la atmósfera que nos rodea e impedirá que los sonidos invadan nuestro aire. Su rostro es eternidad e infinitud. No ha existido una mujer más hermosa en aquel tiempo y espacio. Buscas ese cuerpo anhelado que te haga sentir que perteneces a este universo y las rayas sobre el vidrio consumen tu ansiedad. Deseas tenerla ahora delante de tus ojos inmediatos. Acariciar sus medias caladas y oler su sexo. Te la imaginas coqueta envolviéndote con su pelo oscuro mientras no cejas hasta liberar sus senos. Sólo quieres que te seduzca y que la droga te encierre en ese deseo atávico, tratando de prolongar lo más posible ese instante fugaz.

No puedes esperar más y aspiras un poco de felicidad. Respiras a través de tus pulmones mentolados y deseas que todas las cosas ocurran al unísono. Ansías el amor y la pasión al mismo tiempo pero esos sentimientos están demasiado lejos y en cambio tienes el impulso de acariciar una piel tersa que se repliegue ante tus caricias. Levantas la mirada y no tienes un cuerpo a mano. Por ridículo que parezca abres la puerta que parece una escotilla y desapareces en la oscuridad. Andas en calzoncillos en busca de la luz que proviene de otras escotillas. Sientes un deseo imperioso hasta que encuentras una puerta sin cerrojo. Me interno en una calidez con melodía sensual. Hace calor y quedo paralizado ante dos cuerpos ajenos que me sorprenden a otro ritmo. Soy un espectador privilegiado de movimientos que me transportan a otra dimensión. Percibo universos que encajan a la perfección y generan una fuerza ilimitada. Una oscuridad profunda que llena una vasta y lóbrega excavación. Ataca la hulla furiosamente, encarnizándose contra el filón inagotable. Veo el comienzo, de otro tiempo y lugar, transformándose en energía pura. Araña sin cesar en las entrañas de la tierra. Asisto a la creación que mi memoria comienza a fijar con hilos indelebles, mientras el subir y bajar de aquella marea viviente no se interrumpe jamás. Una mujer goza debajo del cuerpo del hombre que no se da cuenta de sus arremetidas en la roca. Tampoco se percata de que lo estoy observando hasta que la mujer lanza un alarido en mi dirección.

Estoy extraviado al no poder ecualizar las emociones en mi mente. Los pulsos de mi pecho son acelerados pero las imágenes recién adquiridas poseen una belleza que requiere frenar mis latidos. Recibo un golpe en pleno rostro y la sangre no arde. Apenas entiendo la furia de mi agresor que tampoco duele. Es la misma sensación de cuando me chocaron (un puño) que destroza inclemente el chasis (mi cara). Repito la escena una y otra vez hasta que despierto en la recepción del motel.

Me siento enjaulado ante la mirada de tres personas. Dos me sujetan a una silla y piden que me calme. Estoy vestido con una polera que no es mía y percibo el frío en mis pies desnudos. Me piden un número de teléfono para llamar a casa pero apenas puedo recordar donde vivo. Me levanto y forcejeo, sin embargo apenas puedo caminar en línea recta. Me desplomo una vez más dentro de la galería y la luz del casco ondea el aire enrarecido. Alcanzo a distinguir la techumbre antes de golpear mi cabeza contra una viga. Siento la sangre en mis manos por el roce contra el pedernal. Ahora arde mezclada con el quebradizo mineral. Desde el suelo, hundido en el lodo, me pareció oír un rumor sordo y lejano. Recuerdo la furia con que horas antes replicaba al sermón de mi mujer. “Estoy cansado de explicarte que estoy mejor… Si te fui infiel es porque no te interesa lo que hago: la literatura para mí es un trabajo y si no te gusta, entonces no puedo estar contigo… Escribir es mi conexión con el mundo y la única manera que conozco de extraer mi verdad.” Caen gruesas gotas de agua y desde las rendijas ocultas proviene el gas grisú que podría haber advertido el loro al interior de su jaula. Ya es tarde. No hay ningún ave en este túnel que se está transformando en mi propia jaula. Por última vez hubiera deseado estar en esa otra jaula de hierro que nos llevaría a la superficie. No puedo pensar y prefiero que de una vez por todas explote la mina.

Sus labios inundan de placer mi cerebro. Expresan el cariño de todo su mundo que envuelve mis pensamientos. La droga no puede conquistarme y rescato la vitalidad para internarme de nuevo en su cuerpo. No quiero obligarla a ser otra persona y escojo la ternura para demostrarle que soy un buen cristiano. Se muestra desconcertada y me susurra que no necesito condón debido a que estoy liberado del pasado de otras vidas. Me confiesa que ha cometido muchos errores y que ha aprendido a disfrutarlos. Tiene dos hijos maravillosos que le permiten superar su vergüenza, me dice cuando arremete de nuevo la inercia de los cuerpos y la veta se desmorona ante cada embestida de la piqueta.

La mujer de la recepción comenta que la tengo mustia y arrugada, y los dos hombres le explican (como si fuera invisible) que la droga extravía la voluntad y no permite al cuerpo experimentar los deseos. Siente lástima al verme en ese estado y añade que los drogadictos representan una especie de alerta para la sociedad. Sortean los peligros de la vida de manera inconciente y en cualquier instante una sobredosis sirve de advertencia para que otros escapen.

Huyo de mis celadores y me largo a correr. Soy libre y vuelvo a estar solo. Cruzo calles y avenidas y no me importan los murmullos de la gente que me observa tras sus barrotes. Ya no me siento idiota. A cada zancada voy resucitando y adquiriendo conciencia del viento en mi rostro.

Explico mi historia ante un puñado de siquiatras y en sus caras presiento mi locura.