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René Avilés Fabila (México)

Oriundo de Hamelín, soy flautista y alquilo mis servicios: puedo sacar las ratas de una ciudad o, si se prefiere, a los niños de un país sobrepoblado.

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El eclipse

Augusto Monterroso (Guatemala)

Cuando fray Bartolomé Arrazola se sintió perdido aceptó que ya nada podría salvarlo. La selva poderosa de Guatemala lo había apresado, implacable y definitiva. Ante su ignorancia topográfica se sentó con tranquilidad a esperar la muerte. Quiso morir allí, sin ninguna esperanza, aislado, con el pensamiento fijo en la España distante, particularmente en el convento de los Abrojos, donde Carlos Quinto condescendiera una vez a bajar de su eminencia para decirle que confiaba en el celo religioso de su labor redentora.

Al despertar se encontró rodeado por un grupo de indígenas de rostro impasible que se disponían a sacrificarlo ante un altar, un altar que a Bartolomé le pareció como el lecho en que descansaría, al fin, de sus temores, de su destino, de sí mismo.

Tres años en el país le habían conferido un mediano dominio de las lenguas nativas. Intentó algo. Dijo algunas palabras que fueron comprendidas.

Entonces floreció en él una idea que tuvo por digna de su talento y de su cultura universal y de su arduo conocimiento de Aristóteles. Recordó que para ese día se esperaba un eclipse total de sol. Y dispuso, en lo más íntimo, valerse de aquel conocimiento para engañar a sus opresores y salvar la vida.

-Si me matáis -les dijo- puedo hacer que el sol se oscurezca en su altura.

Los indígenas lo miraron fijamente y Bartolomé sorprendió la incredulidad en sus ojos. Vio que se produjo un pequeño consejo, y esperó confiado, no sin cierto desdén.

Dos horas después el corazón de fray Bartolomé Arrazola chorreaba su sangre vehemente sobre la piedra de los sacrificios (brillante bajo la opaca luz de un sol eclipsado), mientras uno de los indígenas recitaba sin ninguna inflexión de voz, sin prisa, una por una, las infinitas fechas en que se producirían eclipses solares y lunares, que los astrónomos de la comunidad maya habían previsto y anotado en sus códices sin la valiosa ayuda de Aristóteles.

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En: Brevísima Relación. Antología del microcuento hispanoamericano. Santiago: Mosquito, 1990).

 

La guardadora de secretos

Norma Aleandro (Argentina)

Llenaba de secretos sus enormes orejas por el puro placer de recontarlos de noche y jurarse, solemnemente, con peligro de muerte, el solo pensamiento de difundirlos.Esta costumbre incentivaba en otros la costumbre antigua de contar secretos peligrosos que dejaban sin aliento al mismo diablo. Prometía olvidarlos, no sólo oírlos; pero no es verdad eso primero que acabó de decir. No podía olvidar, porque en el recuerdo de tenerlos para no decirlos consistía su secreto juego.

Un día de lluvia dejó de tender su cama a la mañana, para oír un misterioso asunto de unos amores a bordo de un crucero que navegaba con viento de través y sin sextante, y que acabó naufragando por ojo en la bajada del río Orinoco. Y de resultas de este acontecimiento, como vinieron unos a traspasar una herencia de cafetales y monedas de oro a manos no legalmente apropiadas.

Otro día de junio del año del Señor, teniendo ya dispuesta el agua de la tina, no llegó a bañarse, por atender el relato de una vieja leprosa y perfumada que narraba, silbando las vocales, como una delincuente de robos y muertes de arma blanca, con nombre falso, había jurado falsamente, sobre una falsa Biblia, un verdadero puesto de mando en el gobierno.

Y así fue abandonando lo que llamaba tonterías, como peinarse, sacarse el camisón, abrir los postigos, cocinarse y barrer el suelo, salir y ver el sol, por oír los secretos que tan celosamente sabía guardar, pero que no olvidaba.

Llegó a tener ochenta y nueve mil, y la mirada ciega de los santones, y de los simples, y de los guardadores de secretos.

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Norma Aleandro, Poemas y cuentos de Atenázor (Bs As: Edit. Sudamericana, 1985) En: Brevísima Relación. Antología del microcuento hispanoamericano. Santiago: Mosquito, 1990).

 

El niño que gritaba: ¡Ahí viene el lobo!

Guillermo Cabrera Infante (Cuba)

Un niño gritaba siempre “¡Ahí viene el lobo! ¡Ahí viene el lobo!” a su familia. Como vivían en la ciudad no debían temer al lobo, que no habita en climas tropicales. Asombrado por el a todas luces infundado temor al lobo, pregunté a un fugitivo retardado que apenas podía correr con sus muletas tullidas por el reuma. Sin dejar de mirar atrás y correr adelante, el inválido me explicó que el niño no gritaba ahí viene el lobo sino ahí viene Lobo, que era el dueño de casa de inquilinato, quintopatio o conventillo donde vivían todos sin (poder o sin querer) pagar la renta. Los que huían no huían del lobo, sino del cobro –o más bien, huían del pago.

Moraleja: El niño, de haber estado mejor educado, bien podría haber gritado ¡“Ahí viene el Sr. Lobo”! y se habría ahorrado uno todas esas preguntas y respuestas y la fábula de paso.

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Guillermo Cabrera Infante, Ejercicios de esti(l)o, (Barcelona: Seix Barral, 1976). En: Brevísima Relación. Antología del microcuento hispanoamericano. Santiago: Mosquito, 1990).

 

Río de los sueños

Gustavo Sainz (México)

Yo, por ejemplo, misántropo, hosco, jorobado, pudrible, inocuo exhibicionista, inmodesto, siempre desabrido o descortés o gris o tímido según lo torpe de la metáfora, a veces erotómano, y por si fuera poco, mexicano, duermo poco y mal desde hace muchos meses, en posiciones fetales, bajo gruesas cobijas, sábanas blancas o listadas, una manta eléctrica o al aire libre, según el clima, pero eso sí, ferozmente abrazado a mi esposa, a flote sobre el río de los sueños.

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En Edmundo Valadés, El libro de la imaginación (México: FCE, 1976. En: Brevísima Relación. Antología del microcuento hispanoamericano. Santiago: Mosquito, 1990).

 

Los descubridores

Humberto Mata (Venezuela)

Cierta vez- de eso hace ahora mucho tiempo- fuimos visitados por gruesos hombres que desembarcaron en viejísimos barcos. Para aquella ocasión todo el pueblo se congregó en las inmediaciones de la playa. Los grandes hombres traían abrigos y uno de ellos, el más grande de todos, comía y bebía mientras los demás dirigían las pequeñas embarcaciones que los traerían a la playa. Una vez en tierra –ya todo el pueblo había llegado-, los grandes hombres quedaron perplejos y no supieron qué hacer durante varios minutos. Luego, cuando el que comía finalizó la presa, un hombre flaco, con grandes cachos en la cabeza, habló de esta manera a sus compañeros: Volvamos. Acto seguido todos los hombres subieron a sus embarcaciones y desaparecieron para siempre.

Desde entonces se celebra en nuestro pueblo –todos los años en una fecha determinada- el desembarco de los grandes hombres. Estas celebraciones tienen como objeto dar reconocimiento a los descubridores.

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Humberto Mata, Imágenes y conductos (Caracas:Monte Avila, 1970. En: Brevísima Relación. Antología del microcuento hispanoamericano. Santiago: Mosquito, 1990).

 

La trama

Jorge Luis Borges (Argentina)

Para que su horror sea perfecto, César, acosado al pie de una estatua por los impacientes puñales de sus amigos, descubre entre las caras y los aceros la de Marco Junio Bruto, su protegido, acaso su hijo, y ya no se defiende y exclama: ¡Tú también, hijo mío! Shakespeare y Quevedo recogen el patético grito.

Al destino le agradan las repeticiones, las variantes, las simetrías; diecinueve siglos después, en el sur de la provincia de Buenos Aires, un gaucho es agredido por otros gauchos y, al caer, reconoce a un ahijado suyo y le dice con mansa reconvención y lenta sorpresa (estas palabras hay que oírlas, no leerlas): ¡Pero, che! Lo matan y no sabe que muere para que se repita una escena.

Jorge Luis Borges, El hacedor (1960). En: Brevísima Relación. Antología del microcuento hispanoamericano. Santiago: Mosquito, 1990).

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La carta

José Luis González

San Juan, Puerto Rico

8 de marzo de 1947

Querida vieja:

Como yo le desia antes de venirme, aquí las cosas me van vién. Desde que llegué enseguida incontré trabajo. Me pagan 8 pesos la semana y con eso vivo como don Pepe el administradol de la central allá.

La ropa aqella que quedé de mandale, no la he podido compral pues quiero buscarla en una de las tiendas mejores. Dígale a Petra que cuando valla por casa le boy a llevar un regalito al nene de ella.

Boy a ver si me saco un retrato un día de estos para mandálselo a uste.

El otro día vi a Felo el hijo de la comai María. El esta trabajando pero gana menos que yo.

Bueno recueldese de escrivirme y contarme todo lo que pasa por alla.

Su ijo que la quiere y le pide la bendisión.

Juan

Después de firmar, dobló cuidadosamente el papel ajado y lleno de borrones y se lo guardó en el bolsillo de la camisa. Caminó hasta la estación de correos más próxima, y al llegar se echó la gorra raída sobre la frente y se acuclilló en el umbral de una de las puertas. Dobló la mano izquierda, fingiéndose manco, y extendió la derecha con la palma hacia arriba.

Cuando reunió los cuatro centavos necesarios, compró el sobre y los sellos y despachó la carta.

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José Luis González, La galería (México: Biblioteca Era, 1982. En: Brevísima Relación. Antología del microcuento hispanoamericano. Santiago: Mosquito, 1990).

 

La habitación azul

Diego Muñoz Valenzuela (Chile)

Despierto en una habitación azul pastel, tapizada de cuadros de vivos colores. El cubrecamas es carmesí. Por una ventana entra el aire fresco del campo. Los objetos se ven levemente alargados, como en un cuadro del Greco o de Modigliani. Me incorporo y miro el piso de tablas resquebrajadas, donde se mezclan tonos de café y verde. Asomo la cabeza por la ventana y veo que es noche: inmensas estrellas como soles cuelgan del cielo. Me encuentro con el espejo. Unos ojos azules fulgurantes me contemplan bajo una cabellera roja y revuelta. El aire se revuelve en derredor, forma corrientes de color. Entonces comprendo quién soy. Tomo la navaja y corto mi oreja. La sangre brilla como mil soles furibundos y caigo entre lirios, girasoles y campos de trigo infinitos.

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En: Breviario mínimo. Santiago de Chile: Liberalia Ediciones y Simplemente Editores, 2011.

 

No ha lugar

Lilian Elphick (Chile)

No era el chas chas de la escoba ni los tacones apurados de la mujer chillona. Era un sonido suave, encantador. Salí del cubil y me asomé con precaución. Ahí estaba el hombre soplando su palo con agujeros. Cerré los ojos. Soñé con avena, trigo; quise estar nuevamente en el campo. Todos los que estaban conmigo lo siguieron. Yo no me atreví. Siempre fui un cobarde. Después, supe que los llevó al río y que murieron ahogados. Días más tarde, la mujer lloraba. No barría, sólo rogaba que el hombre le devolviera a sus hijos.

Le hago compañía. Ella me agradece con trocitos de queso.

A veces, miramos juntos la puesta de sol en este pueblo de fantasmas.

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En Diálogo de tigres. Santiago de Chile: Mosquito Comunicaciones, 2011.

 

Golpe

Pía Barros (Chile)

Mamá, dijo el niño, ¿qué es un golpe? Algo que duele muchísimo y deja amoratado el lugar donde te dio. El niño fue hasta la puerta de casa. Todo el país que le cupo en la mirada tenía un tinte violáceo.

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En Miedos Transitorios. Santiago de Chile: Ergo Sum, 1985.

 

Gabriela Aguilera (Chile)

Téngase presente

Seré un montículo de cenizas y desearé quedarme detenida en tus labios, cautiva en tu lengua, prisionera en tu garganta. Querré ser condenada a permanecer en ti, cuando despojada de cuerpo, se levante la brisa y me haga volar hasta tu boca, obligándote a engullirme.

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En Fragmentos de espejos. Santiago de Chile: Asterión Ediciones, 2011.

 

Brújula

Pedro Guillermo Jara (Valdivia, Chile)

Por enésima vez tomo la brújula, me señala el Norte y no me puedo convencer que mi aldea se ubique justamente en el Sur, invariablemente en el Sur.

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En Kasaka. Valdivia, Chile, 2011.