Por Antonio Muñoz Molina

El novelista es libre. Mentir es su manera de llegar a una cierta verdad. Al escritor de no ficción esa es la única libertad que no le está permitida.

Cómo se cuenta lo que sucede ahora mismo. No lo filtrado por el recuerdo, no lo alejado en los mundos seguros de la fantasía o del pasado histórico, ni lo que segregado por un yo narcisista que no se molesta en distinguir entre sus propias ocurrencias y los hechos reales, los duros hechos concretos que desde hace tanto tiempo no son la materia con la que se hace la literatura en España.

Cuando escribo literatura no me refiero en exclusiva, ni mucho menos, a la ficción. Literatura es contar el mundo con palabras. Tan literatura como una novela o como un poema es una crónica o una entrevista o el guión de una película o una obra de teatro en la que las palabras no sean irrelevantes. Literatura es contar las cosas como son, unas veces ejerciendo la libertad de inventar y otras ateniéndose en el máximo grado posible a la realidad de los hechos. La diferencia no está en el poderío estético del relato sino en un acuerdo claro, casi un contrato riguroso con el lector. A ese acuerdo estricto se refería Michael Scammell, el biógrafo extraordinario de Arthur Koestler, cuando escribió que un biógrafo es un novelista bajo juramento. Un autor de no ficción se atiene a los hechos en la misma medida en que un poeta, al componer un soneto, elige atenerse a las reglas del metro y de la rima.

El novelista es libre: él mismo determina la mezcla de ingredientes reales e inventados que dan lugar a su materia narrativa. Mentir es su manera de llegar a una cierta verdad. Al escritor de no ficción esa es la única libertad que no le está permitida. Y su trabajo, siendo menos libre, es igual de exigente que el del novelista, y requiere grados idénticos de impulso narrativo y sentido de la forma, del ritmo, de la caracterización del habla y de los personajes. Cualquiera que haya hecho una entrevista sabe hasta qué punto el habla ha de ser organizada en el momento de la redacción para que suene inteligible. Lo que se transcribe sin más de una grabación es en mayor o menor medida un desorden de repeticiones, de frases que no terminan, de vaguedades sintácticas. Para ser fiel al tono de voz y a las palabras del entrevistado hace falta un proceso de organización, selección y montaje. Como en un retrato naturalista, la calidad de la obra es inseparable de su fidelidad al original, igual que en las ciencias la belleza de una hipótesis o de una teoría está subordinada a su comprobación experimental.

Necesitamos relatos para que el flujo de la realidad se nos vuelva inteligible. Unos más y otros menos, todos necesitamos relatos de ficción y de no ficción, fábulas y crónicas, retratos de personas que existen o han existido o que son imaginarias, documentales e historias interpretadas por actores. Necesitamos mirar de cerca la realidad y necesitamos escapar temporalmente de ella, y encontrar en las ficciones donde satisfacemos esa huida de claves simbólicas que nos ayuden a entender lo que vemos al abrir los ojos, al apartarlos del libro, al salir de la sala de cine.

Necesitamos las ficciones iluminadoras del arte para adiestrarnos en desbaratar los simulacros que se nos presentan como testimonios de la realidad, las otras ficciones venenosas de la propaganda y de las ideologías. En Cervantes, por ejemplo, en Flaubert, en Buñuel, en Valle-Inclán, en Baroja, aprendemos a usar el potente corrosivo del sarcasmo contra las pompas de la retórica, contra las comodidades letárgicas de la tontería verbal. Orwell y Montaigne nos educan en la primacía de los hechos sobre las creencias y los prejuicios, en la necesidad de desconfiar de nuestras propias percepciones y de contrastarlas siempre con una realidad en flujo y cambio permanente que requiere una continua atención. Joyce y Proust, cada uno a su manera, nos fuerzan a ir más allá de la superficie de las cosas, a no dejar que la corrección o la vergüenza detengan la indagación, por sórdidos que sean los resultados. Cualquier buena crónica de las que se publican en las revistas de Estados Unidos y cada vez más de América Latina nos confronta con el deslumbramiento de lo real, con el vigor de las vidas y las voces comunes, de las historias excepcionales que están siempre sucediendo, que le suceden siempre a alguien.

Creo que necesitamos esos ejemplos más que nunca. Este trastorno de todo en el que estamos viviendo como un mal sueño que sigue durando y se hace cada vez más oscuro y más túnel nos ha llegado en una época en la que habíamos casi perdido la costumbre de mirar las cosas e intentar contarlas tal como son. Nos hemos quedado sin herramientas para construir relatos inteligibles, como les sucede a esas culturas primitivas en las que cayeron en desuso saberes imprescindibles para la supervivencia. En los periódicos la opinión ha usurpado el lugar de la información, y cuando la información existe suele concentrarse en los reinos cada vez más delirantes y espectrales de la política. En los países anglosajones el teatro sigue siendo el espacio donde se representan con un grado extremo de articulación los debates más urgentes de la vida pública: el terrorismo, la guerra de Afganistán o de Irak, la corrupción política. En el nuestro, y con unas cuantas nobles excepciones, el teatro tiende más al panfleto y a la arqueología, quizás porque la hegemonía de los directores de escena casi abolió el hábito de montar obras originales de autores contemporáneos.

En Estados Unidos hay ya docenas de excelentes novelas que tratan con plena desenvoltura de las consecuencias del 11 de septiembre, de las guerras, del escándalo de la codicia financiera que nos ha llevado al colapso. A nosotros la realidad cruda, la realidad inmediata, nos da escrúpulo. Estamos dispuestos a admirar el realismo narrativo a condición de que nos llegue traducido y suceda en América: si se escribe aquí los entendidos habituales lo descartarán como costumbrista y aprovecharán para hacer alguna referencia despectiva a Galdós: como si la atención a lo real no fuera compatible con la furia de la imaginación; como si Galdós no hubiera explorado las normas y los límites del arte de la novela siguiendo el ejemplo de los grandes maestros europeos, a los que leía con una voluntad de innovación y universalidad no inferior a la de cualquiera de los que escribimos ahora.

Salgo del cine una noche de sábado y en la calle casi a oscuras veo un hormigueo de sombras recortándose contra el escaparate de un supermercado que acaba de cerrar y en el que una por una van apagándose las luces. Los contenedores de la acera rebosan de paquetes de alimentos recién desechados: yogures, huevos, bandejas de carne, conservas, congelados, cartones de leche, embutidos, cestos de frutas, montones de verduras sin lustre. En la acera, en silencio, cada uno a lo suyo, ignorándose las unas a las otras, sin ayudarse ni interferirse, escarban en los contenedores, eligen, descartan, guardan en bolsas, amontonan en carritos, se marchan cada una en una dirección, con las cabezas bajas, personas de mediana edad, o ya mayores, ninguna con aspecto marginal, personas como yo que buscan en los desperdicios para remediar el hambre. Quién contará sus vidas.

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En: El País. Cultura