Por Diego Muñoz Valenzuela
Querido Poli:
Nuestra historia es antigua, se entrecruza desde los inicios, por la amistad entre nuestros padres, vinculados por la literatura y las esperanzas de construir un mundo mejor. Mis primeras noticias de tu existencia provienen de comienzos de los 60, cuando de la mano de Inés y Diego -mis padres- concurrí por primera vez a la casa de Luis Enrique y Lola -los tuyos- en Cartagena. Para mí una fiesta, porque era una casa muy extravagante, repleta de tesoros artísticos provenientes de lugares exóticos y lejanos. Además, muy poblada de animales. En particular recuerdo la epifanía que me provocó la visión de una gran jaula habitada por toda clase de aves maravillosas: faisanes imitando el arcoíris, moñudas gallinas blancas con elegantes polainas, orgullosos gallos de la pasión cantando con pecho inflado, tímidas perdices inflamadas de inquietud. Fue una imagen que quedó hondamente grabada en mi conciencia. Me pasaba horas contemplando ese pequeño paraíso donde convivían, más o menos sanamente, especies tan bellas y diferentes. Y esa imagen puebla obsesivamente los deseos que quisiera cumplir en los años que vienen.
Muchas veces fui a la casa de Cartagena para acompañar a mis padres y ver a esos tíos entrañables. Y tú, Poli, siempre estabas de viaje. En esos años nunca nos encontramos. Los veinte años de distancia hacían lo suyo. No era el momento todavía. Después tantas cosas, el gobierno de la Unidad Popular, el golpe militar, el exilio para los tuyos. Un paréntesis largo, hasta los 80, cuando volviste del exilio, a los pocos meses regresaron tus padres, y me correspondió darle la bienvenida a Luis Enrique.
Se ha dicho que “escribir es el trabajo más solitario del mundo”. El oficio de la escritura literaria se ejerce en el silencio y en la soledad, por más que uno esté conectado con su mundo y con su tiempo. Sin embargo, no es correcto concluir que compañía y escritura colisionen entre sí de manera excluyente. Hay que saber alternarlas y equilibrarlas en la vida de un escritor. Nos gusta la compañía de los amigos. Y sobre todo nos gustan la fiesta, las bromas, la conversación viva, idealmente las discusiones como ejercitación del pensamiento autónomo. Sobre todo, si esto se ornamenta –a modo de escenografía- mediante una mesa bien provista de bebestibles.
Hay que saber parar y mantener el equilibrio. Ese arte lo dominabas bien, Poli, respetar el tiempo para la lectura y el tiempo para la escritura. Lo demuestra tu extensa y valiosa obra. “Noto cómo una mano inflexible me va sacando de la vida cuando no escribo”, palabras de Franz Kafka. “La necesidad imperiosa de escribir para contestar una pregunta que ni siquiera sabes cuál es”. Esas son palabras tuyas. “Contar una historia para decir otra cosa, aquello que está en el subterráneo invisible”. Son ideas tuyas que comparto a plenitud. Enseñanzas de un maestro que nunca pretendió serlo.
Cuando volviste a Chile en 1984 se produjo el encuentro y la amistad que nunca se interrumpieron. Hicimos muchas cosas -encuentros, lecturas, congresos, revistas, mesas redondas- con tremendos amigos como Fernando Jerez, Ramón Díaz Eterovic, Carlos Olivárez, Hugo Galleguillos, por mencionar sólo algunos. El propósito: poner a la literatura en el centro. Una amistad forjada en el hacer y en el vivir para compartir la alegría. Esa fue una de las lecciones que aprendí de ti: a disfrutar de la amistad, el humor, la fiesta. Y esos años finales de dictadura que enfrentamos juntos fueron durísimos, intensos, a veces brutales, pero siempre alegres.
Para seguir viviendo había que rendir honor a la risa, a la alegría pura, al placer de compartir. La gravedad o seriedad extrema estaban proscritas. Por eso quiero recordar tres historias que te va a gustar escuchar de nuevo, esta vez de mi boca.
Una de ellas se refiere al profesor Lipschutz, gran científico letón emigrado a Chile, primer Premio Nacional de Ciencias, una eminencia de fuste y aguerrido militante comunista. En el inventario de los libros que portaba el Ché en Bolivia estaba uno de sus ensayos. Alejandro Lipschutz era la materialización misma del sabio genial que deslinda en la locura: gran melena hirsuta y larguísima barba terminada en punta, cejas abundantes, terno gris, corbata bien anudada, y el inconfundible acento letón que jamás perdió. Siempre acompañado de su esposa Margarita; nunca se separaban. Tú me contaste esta historia, Poli, ahora la comparto con ustedes.
A una de las celebraciones que se realizaban en Michoacán, en casa de Pablo Neruda y Delia del Carril, concurrieron el profesor Lipschutz –haciendo una excepción dentro de su riguroso programa de actividades científicas– y su esposa Margarita. La fiesta escurrió por los caminos habituales: libaciones generosas, conversaciones agitadas, historias graciosas, debates espontáneos. Así fue pasando el tiempo y llegó el momento en que la eminencia consideró que era momento apropiado para retirarse, de modo que pasaron al dormitorio de los dueños de casa que hacía las veces de guardarropía. Como los invitados eran muchos, hubo que hurgar entre las ropas diseminadas, entre las cuales apareció una pareja desnuda haciendo el amor. Y en vez de gritar de horror, el profesor Lipschutz y Margarita exclamaron con vehemencia, marcando muchos las R: “SOBRRRE NUESTROS PRRROPIOS ABRRRRIGOS! Los amantes huyeron y nuestra pareja de letones se esfumó con sus polutas ropas en la mano.
La segunda historia se refiere a Rubén Azócar, gran escritor chileno, severo maestro de literatura y gramática, bella y perfecta imagen de un cacique mapuche con rasgos trazados a golpes de azuela, amigo de Pablo Neruda. Con esa férrea actitud, cabello tieso y cejas hirsutas, presidía en los 60 la mesa del Directorio de la Sociedad de Escritores, como si fuera un mascarón de proa en medio de la tormenta, absteniéndose de naufragar e imponiendo su efigie adusta de maestro. Así lo recuerdo a través de los años, desde mi visión de niño.
Compartimos, querido Poli, el amor por este ser venerable que era Rubén Azócar. Tú tuviste la fortuna de compartir el directorio de la SECH en su mandato y nos contaste esta historia, con la que moríamos de ataques de convulsa risa. Eras el más joven miembro, casi un niño entre las respetables y vetustas autoridades -auténticos mariscales de la literatura- a quienes sin remilgos Azócar arengaba con nítidas y extensas explicaciones de corte pedagógico, con ojos llameantes y voz atronadora, para dar paso a la temida pregunta «¿Me comprende?». Después de una furibunda pausa formativa agregaba «¿O no ha entendido nada de lo que le he dicho?».
Hay que decir en su beneficio, que Rubén Azócar, ese maestro de rasgos duros y aspecto hosco era el más dulce, el más generoso y el más tierno de los viejos y queribles bohemios. Desde ese momento, se instituyó entre nosotros una frase secreta -que ahora deja de serlo- “me comprende”. Que puede ser continuada por la lapidaria fórmula: “o no entiende lo que le digo”. De modo que podía ser utilizada en una conversación normal, adicionada a una idea más o menos obvio, aludiendo jocosamente a la falta de agudeza del otro: provocación, chiste o señal para los cofrades. También puede usarse en discursos, presentaciones de libros, hasta en ocasiones como ésta, ¿me comprende?
La tercera involucra a Luis Enrique, a quien sabemos ya amante de los animales. Luis Enrique tenía en México un bello loro regalón, que era muy hermoso, me han referido. Vivía en los hombros de Luis Enrique, ese era su hábitat natural. Había aprendido una sola frase que repetía en ocasiones con curioso acierto. ¡ÁNDELE LICENCIADO!, pronunciada así, tal cual, con marcado acento mexicano. No había exhibido ningún otro talento nuestro loro, ni aprendido siquiera una tercera palabra.
Hasta que ocurrió el milagro, Poli. Fuiste a visitar a sus padres una tarde y en medio de las interminables conversaciones, comenzaste a tamborilear en la mesa con los dedos un ritmo tropical. El loro puso atención, abandonó el hombro, descendió por el brazo de Luis Enrique e inició una compleja danza al ritmo de tus dedos, haciendo las delicias del improvisado público. Al final, como era de esperar, el ave exclamó triunfal, ¡ÁNDELE LICENCIADO!
Como es natural, el improvisado número, se convirtió en repertorio habitual. Sin embargo, el loro no bajaba si alguien diferente a ti, Poli, trataba de imitar el tamborileo. Y, más aún, cuando Luis Enrique intentaba tamborilear, el loro descendía para picotearlo con ferocidad, como para dejar claro que esto era entre él y tú, y que ni siquiera su amo podría pretender infringir esa regla inmanente.
Una frase breve y certera para describir la vida de Poli Délano: un buen escritor y una buena persona. Un gran amigo, un guía ilustrado, un maestro generoso sin pretensiones didácticas, un brazo poderoso presto a brindar apoyo cuando se requiere. La humanidad omnipresente en su obra narrativa no es un artilugio intelectual, sino que el resultado de una sólida estructura personal, una opción construida desde la convicción profunda del valor del otro, la importancia de los demás por sobre la propia existencia.
Cito para ti los versos finales de la Corona del Archipiélago que Neruda escribió para Rubén Azócar: “tengo el as, tengo el dos, tengo el tres, pero faltas hermano, falta el rey con la risa y la rosa en la mano”.
12 de agosto, 2017
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