Un relato brevísimo lo hizo inmortal pero tapó el resto de su trabajo.

Por Guido Carelli Lynch

Era un hombre diminuto que escribía cuentos brevísimos. “Desde pequeño ya fui pequeño”, solía decir. Sin embargo, su legado es enorme. Hoy, cuando se cumplen diez años de la muerte de Augusto Monterroso, el género que cultivó –la microficción– trasciende las fronteras de los claustros académicos y las bibliotecas; todo el mundo se anima en Twitter, en las redes sociales o en la pared de un baño público.

Mientras Jorge Luis Borges y Adolfo Bioy Casares despuntaban el vicio de los microrrelatos en Cuentos breves y extraordinarios y Juan Ramón Jiménez ya había hecho lo propio en España; en México Juan José Arreola y Monterroso seducían lectores con pocas, poquísimas palabras. “Tito”, como sus amigos lo llamaban, fue todavía más lejos y escribió “El dinosaurio”, el cuento más corto de la historia de la literatura en español, que –dicen– evoca al PRI. “Terminó odiándolo porque opacaba el resto de su obra”, explica la argentina Ana María Shua, una de las exponentes más consolidadas en el mundo de la microficción latinoamericana.

Si de récords se trata, Monterroso posiblemente ostente también el prólogo más breve, que escribió para su Antología personal (1971). Tiene exactamente 51 palabras, una menos que el prefacio de Viaje del Parnaso, de un tal Miguel de Cervantes. No es la única similitud con el autor del Quijote. El mismo sabía que su sentido del humor y su percepción del lector eran bien cervantinos. “Era el campeón de los 50 metros llanos de la literatura, el rey del microrrelato”, dice Shua.

Nació en Honduras en 1921, pero a los 15 años se estableció con su familia en Guatemala. La violencia política de su país lo expulsó a México en 1944. “El exilio es uno de los grandes bienes que puede recibir un escritor”, diría en 1980.

En México publicó su docena de libros, entre antologías de cuentos, fábulas, entrevistas y ensayos, que le valieron, entre otros premios el Príncipe de Asturias y el Juan Rulfo. De su amigo, el autor de Pedro Páramo se consideraba “uno de sus más humildes admiradores”. A la lista de influencias añadía los nombres de Quevedo, Valle-Inclán, García Márquez y Borges.

“Era una persona absolutamente ametódica. No tenía método, cuando podía se sentaba a escribir. No tenía nada de disciplina ni de rutina”, recuerda por teléfono a Clarín su viuda, Bárbara Jacobs, otra cultora del microrrelato. Juntos publicaron la inolvidable Antología del cuento triste.

“Estaba tan entregado a la literatura. Vivía para eso. Todas sus amistades giraban alrededor del tema literario”, recuerda Luisa Valenzuela, prolífica autora de microficciones (y de las otras). En los últimos días, en la capital mexicana, colegas, compañeros y sobre todo lectores le rindieron tributo. Aunque Jacobs prefiere guardarse las intimidades para sus futuras memorias (algunas ya las contó en Vida con mi amigo, de 1994) cree que la poética de Monterroso está resumida en su breve ensayo El árbol: “Lo bueno es que el árbol (la vida que deja caer historias y cuentos a montones) no se agota nunca; no se agotaría aunque lo sacudiéramos todos al mismo tiempo, aunque al mismo tiempo lo sacudiéramos entre todos”, escribe Monterroso.

Breve, pero intenso, ése es su legado diez años después y siempre.

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En: Revista de Cultura Ñ