Amor InesperadoCUANDO SE MIRA COMO SE MIRA HACIA LO IMPOSIBLE

 

Recientemente el mercado editorial se ha visto enriquecido por el libro, Amor Desesperado, del nouvelle auctor Álvaro Rojas. El nuevo paisaje contenido en una treintena de poemas no es el desmoronamiento y el desinterés, proselitismo polípoético de las profesiones académicas actuales, sino el envés y el revés de aquello en desuso: el amor y sus derroteros.

 

I

 

El mito del escritor adolescente es más bien cosa de poco tiempo, apenas un siglo. Fue la respuesta más tajante del romanticismo frente al clasicismo. Antes del romanticismo los escritores aspiraban únicamente a desarrollar lo mejor que sabían de su literatura, acataban primero las enseñanzas de un viejo maestro y con la edad terminaban ellos mismos por convertirse en viejos maestros. La vida rodaba así digamos que con cierta armonía, dentro de los límites imprevistos que tienen las vidas de los escritores.

 

De entonces a acá las cosas han cambiado de forma radical. En el siglo precedente y el actual los maestros son los jóvenes y los viejos hacen lo imposible para que se les considere jóvenes. Resulta cómico. -Hay veces en que lo cómico es pariente pobre de lo patético.

 

A los viejos se les ve mirar con recelo las actividades de los jóvenes, tal vez con una envidia secreta. Los jóvenes, en tanto, no parecen tener tiempo para mirar a nadie, demasiados ocupados en su propio camino. Hay, como nunca, una confusión grande. Como a muchos la confusión les parece divertida es de suponer que la confusión seguirá existiendo, de manera que las figuras de hoy podrán vivir conforme a una palabra de moda: eclecticismo. Los románticos, frente al rigor neoclasicista, acuñaron el diletantismo. Los modernos prefieren el eclecticismo de saberes. Alguien no avezado, sin embargo, podría llamarse a engaño con este término, porque la mezcla de saberes no alcanza más allá que a unos pobres pasatiempos. Ecléctico es hoy el que para escribir copia un poco de todo -hasta sentimientos-, luego toca en un conjunto, al tiempo que se dedica al diseño o trabaja de garzón en un bar. Se vive mucho de noche, en salas de baile y de alterne y los escritores se ven más en estos lugares de juerga y de jolgorio que en las bibliotecas. Prefieren mirar una vitrina de ropajes que repasar lo hilvanado en letras.

 

Al ecléctico le da un poco igual. En este aspecto, el ecléctico de ahora es un bohemio. La gente cree que la bohemia ha desaparecido, pero no es cierto del todo. La bohemia ha cambiado los modos y las costumbres, pero los tipos son los mismos, gente que vive de sueños y que persigue un reconocimiento que nunca termina de llegar. Los tugurios de ayer, hoy son los lugares de moda. Antes los bohemios lampaban y resultaba difícil acceder a donde se consiguiera. Iban a las redacciones y a los teatros, pero siempre hacían de ¡marginales!

 

Ahora hay gente influyente, directores de banco y de fundaciones, ministros y editores de diarios que están pendientes del escritor, y parece que ya no hay bohemia, pero los resultados son igual de deprimentes que cuando la había. Se les ve a los escritores moverse con interés y maniobrar, de aquí para allá, detrás de un lanzamiento de libro o de un crítico literario. Antes el fin era un bistec con papas fritas y una copa de vino. Ahora un viaje a una feria internacional de libros invitado por el ministerio. Han cambiado los usos, pero el fin es el mismo: unos cuantos pesos.

 

El mito del escritor adolescente antes del romanticismo y de la bohemia no se conocía. Pero cuando en el siglo XIX se generalizaron las guerras napoleónicas y los primeros síntomas de la tuberculosis comenzaron a despuntar en los cafés románticos de Europa, empezó a frecuentar los salones literarios un tipo joven clorótico, pálido y de lánguidas greñas. No eran todavía los escritores adolescentes, pero faltaba poco. Les estaban preparando el camino.

 

Se conoce que los artistas empezaron entonces a considerar seriamente la posibilidad de morir jóvenes. Parece incluso que se entregaran ellos mismos en manos de la guerra o de las enfermedades que traía consigo la recién estrenada bohemia y la vida desordenada. Esto, como es natural, les producía cierta agitación espiritual y les lanzaba a vivir la vida con un marcado tinte de fatalidad.

 

Como nunca hasta ese momento, los jóvenes se abandonaron al destino para alcanzar la gloria. O el frente, o las tabernas con sus batallas de amor mercenario. Antes que nada, el grito era ¡la poesía y la belleza!, que pronunciaban a veces ya agónicos, marcados con su estigma de muerte. La vida valía poco. Por primera vez los escritores levantaban la antorcha de su juventud, con una llama que ardía aceleradamente. Ante que ningún otro, Byron. Es el que fijó el tipo.

 

Noble, con talento, inteligente y aventurero. Vivió en literatura toda su corta vida y murió, contra el cielo de la Acrópolis, como un tenor de ópera. Se ha dicho a menudo que la posteridad olvidará todos sus versos, ¿pero cómo no recordar siempre su vida? El ejemplo de Byron corrió como la pólvora por toda Europa. Stendhal se lo encontró en Italia y lo trató con fervor y respeto. Se había enterrado al mito de Werther, libresco al fin, para dar paso a la acción y a la vida. En las más alejadas provincias, un poeta joven emulaba la vida del lord.

 

En todos los salones elegantes, de Cádiz a San Petersburgo, una dama suspiraba al oír sólo su nombre. Fue el primero, luego vendrían los Chopin o los Schubert.

 

Según las diferentes manifestaciones la literatura, el mito del escritor es uno u otro. En música se podría considerar un artista adolescente a Mozart, pero en los tiempos de Mozart un artista con talento y casi niño, sólo era un virtuoso, alguien con pocos años. Lo mismo puede decirse de Giorgione o de Rafael.

 

En aquellos tiempos, en los que lo principal era tener la edad del Tiziano o de Leonardo, los jóvenes prodigios asombraban, pero no tenían privilegio ni tampoco ventajas por ser jóvenes, sino por tener talento.

 

El romanticismo vino a cambiar las cosas. Uno de los primeros síntomas lo tenemos en el encuentro entre Beethoven y Goethe, en el balneario de Marienbad. Goethe, que todavía no era viejo, aunque iba camino de serlo, representaba el modelo de artista del antiguo régimen que cuidaba las formas y la etiqueta y que era, sobre todo, muy respetuoso con sus señores naturales, a sueldo de los cuales trabajaba.

 

Beethoven, por el contrario, estaba más en el tiempo de artista independiente y desdeñoso de las formalidades. Parece probado que la independencia en arte siempre reviste al artista de carácter y le da ángulos que le hacen destacar y le favorecen. Goethe consideraba superior muchas cosas, instituciones y personas. Beethoven, como declara una conmovedora carta, no reconocía otra superioridad que la bondad. La anécdota es conocida. Paseaban juntos Goethe y Beethoven por la frondosa avenida de tilos del balneario. Frente a ellos, de lejos, ven que viene a su encuentro la comitiva de nobles, entre los que se encontraba el redgrave de Weimar. Goethe, nervioso ya, miró la manera de forzar a Beethoven, cuyo carácter conocía de sobra, para que se apartara y cediera el paso a la comitiva. Indecisión y suspenso hasta el último segundo, en que, ya de bruces ambos grupos, la escena se resolvió. Goethe, efectivamente, se apartó a un lado, se inclinó e hizo una profunda reverencia. Beethoven, por el contrario, sin darse por enterado de lo que ocurría, avanzó con la cabeza levantada y las manos atrás. Como una cuña fue hacia la comitiva que tuvo que hacerse a un lado, para que Beethoven, en medio de un gran silencio pudo atravesarla por la mitad. Goethe jamás se lo perdonaría.

 

Aquí vemos que la libertad del escritor le proporciona orgullo y cierta dignidad. Antes, en los tiempos de Mozart, era impensable algo así, de modo que vemos cómo cualquier arzobispo tiránico podía disponer sobre alguien superior a él en todo.

 

En el siglo XIX esta rebeldía fue la bandera de los jóvenes. Los escritores pudieron ser rebeldes e independientes, porque para vivir ya no tenían que componer elegías ni hacer de saltimbanquis en los pasillos de palacio.

 

Dando clases a las hijas de buena familia encontraban más ventajas.

 

Los literatos vieron la manera de ser audaces desde el momento que constataron que con los beneficios de un libro de versos podían hacerse construir una mansión a orillas del Támesis.

 

Por primera vez en la historia la literatura estaba en manos de los jóvenes, y se llegó a pensar, incluso, que sólo los jóvenes podían llevar a cabo los ideales de la belleza. Los escritores se mostraban, también por primera vez públicamente, tal como eran.

 

II

El reto hipnótico del amor

 

Una de las diferencias esenciales entre hablar del amor actual o hacerlo del amor en épocas anteriores es que en la actualidad no es sentimiento aquel el elemento esencial y prácticamente único. El discurso amoroso desde mediados del siglo XX se ha visto fuertemente caracterizado por una continua y progresiva intelectualización en sí mismo. El amor se ha convertido en el tema de la literatura, la musa se ha convertido en una idea en evolución, una especie de work in progress. Los sistemas de producción de la obra literaria son uno de los lugares autorreferenciales de las discusiones teóricas recientes, y por supuesto, la exposición en sí misma –como sentimiento trascendental, como experiencia performativa, como evento mediático y como otras muchas cosas diferentes y a veces opuestas- ocupa el epicentro de gran parte de la teoría y la práctica literaria contemporánea.

 

Si en la historia de la literatura ha habido diferentes figuras que han sido protagonistas cíclicos y consecutivos hoy en día el juglar es Álvaro Rojas.

 

Luego, lo que el mercado editorial ofrece a los escritores, a los lectores no es ninguna maravilla. ¿O sí? El mercado trata de exigir al escritor y a lector que cree su propio mercado. ¿Besar el látigo? ¿Eres un bistec que he adquirido y te relleno con mi propia cebolla, tal como escribió Anne Sexton? O por el contrario, independencia: la posibilidad de sostenerse amorosamente) a sí mismos. En todo caso el juglar en el siglo xxi no se ocupa sólo de crear su poema. También se ve empujado a crear un mercado para su encanto. Para los que consideran que el escritor ha de ser el catalizador del cambio social la pretensión de una actividad crítica se convierte en una travesura infantil pues entraña la previa aceptación del orden económico y social objeto de su crítica, además de servicias y corruptelas inaceptables.

 

Leyendo periódicos atrasados uno se hace una idea de que hace tiempo el cambio social y cultural va en otra dirección. Las desdichas salen de caza. Se ha extendido la peste de la indolencia a través del amor individual, de la propiedad privada del amor y el marco es el del eclipse de la posmodernidad ideológica.

  

Jorge Ñúñez, periodista, licenciado en Literatura, miembro de la Sociedad de Escritores de Chile