monica y fernandoPor José O. Paredes

Lo conocía de nombre, a Don Fernando Castillo Velasco, antes de conocerlo en cuerpo presente por lo que hizo como rector de la Universidad Católica, como alcalde de La Reina, e incluso por su arte arquitectónico que estuvo, en gran medida, al servicio de la comunidad, a escala humana, con parques y vegetación y con la amplitud suficiente para albergar a los habitantes de los departamentos que también los construyó a escala familiar.

De la mano de Mónica, su esposa, lo conocí en persona, en un mes del lejano 1986 (estábamos en plena oscuridad dictatorial); fue por una razón de arte, de vida, de pertenecer: un libro, histórico, de su hija Carmen – que sobrevivió, de milagro, al asesinato de Miguel Enríquez en la casa de calle Santa Fe de San Miguel. Mónica Echeverría era en ese tiempo directora del Centro Cultural Mapocho, organismo que desde que se formó, fue uno de los más importantes centros culturales que hacían cultura y resistencia a la dictadura. Cierto día caminando juntos bajo la llovizna de invierno de Santiago, la sentí un tanto triste a mi amiga. Le pregunté que qué le pasaba, y me contó.

Me mostró un libro, que llevaba como un tesoro en su cartera. Su tristeza era que los editores alternativos, a los que acudió para que publicasen el libro de su hija, que ya había sido publicado en Francia y  por Era de México, rechazaron hacerlo. Le dije que por qué no había hablado conmigo (yo era editor de Editorial Sinfronteras), me miró cándida – creo que pensó que mi editorial no estaba a la altura de las otras; yo no recibía financiamiento de nadie, por lo que debo haber tenido menos poder, qué se yo. Le dije con la amabilidad de siempre que me lo pasara para leerlo; si valía la pena lo publicaba de inmediato.

“Un día de Octubre en Santiago”, de Carmen Castillo Velasco, compatriota exiliada en Francia, valía la pena ser publicado en Chile. El contenido, la forma y el hecho histórico narrado por la autora, a esa altura de la dictadura, tenía un valor innegable para nosotros, los de adentro, los del exilio interior, los que resistíamos con todas las formas de lucha a la crueldad y el oscurantismo de los opresores.

Cuando le dije a mi querida Mónica que Sinfronteras iba a publicar el libro de su hija, me sonrió con esa risa hermosa que tiene y sus ojos se le deben haber iluminado. Y me autorizó para hacerlo; lo único que le pedí es que Don Fernando escribiera una especie de prólogo, como para salvaguardarme de cualquier cosa que pudiera hacer la dictadura en mi contra. Lo que escribió Don Fernando es tan iluminador, que aún hoy es vigente. Me conmueve enormemente el valor de sus palabras sabias; y me honra hasta la emoción haberlo publicado en ese triste, valeroso y tan consecuente libro de su amada hija.

De Miguel Enríquez y el MIR trata el libro, y la resistencia armada a la dictadura. Se entiende ahora – y así lo entendí ayer –  el temor de los editores que rechazaron publicarlo; el miedo es el gran negocio de los dictadores, y pocos escapan a ese destino tenebroso.

Y rompimos – en Sinfronteras – ese miedo por medio del arte, de resistir, de la palabra escrita y cantada, y el habla del silencio. El homenaje a Miguel Enríquez (el primero que se le hizo a toda voz y en público), en la presentación del libro, que se le hizo en la Feria del Libro del Parque Forestal aquel año resonó por todo ese espacio de libertad que era esa feria, y trascendió más allá de los muros impuestos por los que le hacían propaganda al supuesto “Apagón Cultural”, otra falacia más de los que buscaban en nosotros el silencio y en los demás el silencio cómplice.

Don Fernando habló ese atardecer en el Parque Forestal, y otras personalidades a las que no les recuerdo el nombre (si alguien que lea este artículo, que me lo haga saber por favor). La voz del padre era la que acogía el regreso de su hija pródiga al seno del hogar por medio de su ‘hijo’ – su libro –  con el que rompía la pena de extrañamiento en que la puso la dictadura en 1974; pocos meses después de ese octubre fatal para el MIR. Para su suerte, a Carmen, un valeroso vecino de calle Santa Fe la salvó de morir desangrada por causa de las balas que dispararon los que los emboscaron aquel día 5 de Octubre.

La última vez que lo vi fue en febrero de 2011, en una de mis vueltas a Chile; visité a Mónica ese día porque me invitó al te de las cinco de la tarde. Estando en los preámbulos don Fernando llegó al jardín donde estábamos, y con la gentileza de siempre me preguntó por mi quehacer; algo debo haberle contado de mi vida, de seguro. Después de ello les mostré una copia del libro de Carmen que el poeta Miguel Ángel Castillo me había regalado en ese viaje. Lo tomó en sus manos, y al hojearlo, en sus hojas amarilladas estaba el paso del tiempo, y de la historia, la de ellos y la mía. Hablamos del libro, de su edición con Mónica y Don Fernando; un viso de melancolía percibí en ambos, también pasó por mí esa sensación. Mónica le contó que yo tenía a mano mi último libro de poesía, Firmamento y olas, y como buen lector que era se interesó en él. Le regalé un ejemplar, lo hojeó con el mismo cariño y delicadeza con que lo había hecho con el libro de su hija Carmen Castillo Echeverría. Me honró, hasta este momento en que escribo estas líneas, diciéndome que lo leería.

Don Fernando Castillo Velasco ha muerto, pero no. Para bendición de los que lo conocimos porque queda en nosotros la sabiduría de su palabra y de su obra humanista, comunitaria, solidaria y artística. Otros que mejor lo conocieron, escribirán con conocimiento sobre su vida y su obra, yo sólo sobre lo poco que lo conocí, y a la vez fue más de algo. Estar a su lado me era estar al lado de la paz, de un ser humano que veía al otro, su humanidad, su candor y su bonhomía.

La muerte no es muerte ante un Hombre Justo.

 

A mi querida amiga Mónica Echeverría, con el amor y respeto de siempre; a la hermosa familia de Don Fernando.

 

Silver Spring, 19 de julio de 2013

 

Foto: Mónica Echeverría y Fernando Castillo Velasco. (Gentileza de José Paredes)