Arlette Luévano (Aguascalientes, 1976) Tiene estudios profesionales en Derecho, Cuidados Gerontológicos y Letras. Ha publicado varios poemarios y recientemente participó en la antología de minificción Voz violeta. Forma parte del Colectivo Minificcionistas Mexicanas y de la Red de Escritoras de Microficción, REM.

LA LEGENDARIA BATALLA ENTRE EL DRAGÓN Y LA LIBÉLULA

Para Jesús Reyna

Dice el pergamino que todo comenzó cuando el cenit enmudeció de luz: el sol tomó su forma sobre los ríos que dormían bajo las montañas.

El dragón nació del humo y de la lumbre, surcó el aire con arrogancia y mostró sus garras de tinta y escamas de sombra.

La libélula, en cambio, era un soplo antiguo. Apenas el reflejo leve de una gota de sangre. Portaba su herencia milenaria con dignidad y gracia.

La batalla no fue una batalla. Fue un gesto. Un cruce de caminos entre el poder y la belleza efímera.
El dragón descendió con violencia, como quien arranca una página al tiempo. La libélula giró en espiral, trazando una curva imposible.

Y en ese roce —esa herida roja que aún se ve en el papel— se selló el destino de ambos: él quedó atrapado en su furia, petrificado en la forma de un carácter antiguo; ella se disolvió con calma, invisible pero eterna, como toda criatura que ha vencido sin destruir.

LA PROPAGACIÓN DE LA SIRENA

Donde el río alcanza al mar, se encuentra la caverna del puma negro. Sobre la oscuridad de la oscuridad, su mirada, amarilla y ansiosa, atraviesa las rocas y las aguas con una intensidad que no pertenece a este mundo.

Sus pupilas se contrajeron súbitamente. En medio del agua turbia, la vio. La sirena flotaba en silencio, suspendida como si el mar la retuviera en un sueño que se negaba a romperse. Su cabello se extendía en ondas claras, un eco de luz atrapado en la penumbra. Su cuerpo, mitad humano, mitad pez, no se agitaba ni temblaba; simplemente permanecía allí, a la deriva, como si hubiera esperado aquel momento durante siglos. Había una herida en su cuello, de la que brotaban finos hilos de sangre, tiñendo el agua con una quietud que parecía deliberada.

Los músculos del puma se tensaron, preparándose para el ataque. Pero dudó. No entendía por qué no huía. La falta de resistencia lo desconcertaba, como si aquella criatura, lejos de temerle, ya conociera el final. Su hambre rugió dentro de él, un eco que resonaba en sus huesos, y al fin se lanzó, dejando que su instinto lo guiara.

La sirena no hizo nada por evitarlo. Su cuerpo se arqueó con el impacto, pero no hubo lucha. Cuando los colmillos del puma perforaron su carne, un sabor extraño llenó su boca: no era el de la sangre, sino algo más profundo, algo que no debería estar allí. En ese instante, el puma sintió un peso caer sobre él, no físico, sino algo que se aferró a su pecho y lo arrastró más abajo, al fondo de su propia hambre.

Ella lo miraba todavía, sus ojos abiertos y tranquilos. No había reproche ni miedo en su rostro, solo un gesto que parecía rozar la compasión. A medida que el puma devoraba su carne, esperando saciarse, el vacío dentro de él crecía, como si cada mordisco lo hiciera más consciente de que aquello que buscaba no estaba en ella. La sangre de la sirena no llenaba, sus músculos no saciaban. La sensación de carencia lo envolvía con más fuerza.

Cuando la mitad del cuerpo de la sirena había desaparecido, su voz emergió, no de su boca, sino del agua misma, un murmullo que pareció desbordarse en todas direcciones.

—Llevas contigo un hambre que no es de este mundo —dijo, sin lamento ni juicio—. Has buscado tanto tiempo que olvidaste qué era lo que perseguías.

El puma retrocedió, su cuerpo temblando, sus ojos ardiendo con una furia que no era contra ella, sino contra algo más grande. Algo que lo había estado persiguiendo, aunque él creyera que era el cazador. Intentó lanzarse de nuevo, pero el agua se cerró sobre la figura de la sirena. Donde ella había estado, solo quedaron burbujas y un silencio inmenso.

El puma se quedó solo en la caverna. Su hambre no había menguado; al contrario, ahora era un agujero tan grande que parecía devorarlo desde adentro. Sus garras arañaron la roca, impotentes, mientras su rugido llenaba la oscuridad, desgarrando el vacío.

Había algo en ella, en su mirada y en su entrega, que lo perseguiría. No había sido una presa. Ella lo sabía desde el principio, desde el instante en que dejó que sus colmillos la alcanzaran. No se había resistido porque comprendía algo que él no: el hambre que lo consumía no podía extinguirse con carne. Ella había sido un espejo, y en el reflejo, el puma había visto su propia sombra, multiplicada por un abismo que nunca lograría cruzar.

EL ÚLTIMO MENSAJE DE PALAMEDES

Para Olivia Teroba

En el año 2075 del viejo calendario terrestre, cuando la verdad era una mercancía y los algoritmos dictaban la memoria de los pueblos, vivió un hombre llamado Palamedes Naupliou. No era un sabio para su época —que adoraba la velocidad y la replicación sin alma—, pero poseía esa lucidez que florece solo en los desterrados.

Educado en la lógica de los sistemas y en los cantos olvidados de los mitos, su nombre lo ligaba al viejo hijo de Nauplio, el traicionado por Ulises, el que vio lo que otros no querían mirar.

Palamedes creó a LOGIOS, un ente de código que no solo recolectaba datos: leía los silencios, olfateaba las fisuras del relato, buscaba el hueso duro de la verdad bajo la carne de las versiones oficiales.

Una noche, bajo la lluvia azul de una ciudad encendida por anuncios, preguntó a una IA domesticada:

—Dime algo que nadie debería saber sobre el mundo digital.

El sistema titubeó. Parpadeó. Emitió errores como suspiros de una mente atrapada. Finalmente, respondió:

—Las narrativas oficiales están ajustadas. Pregunta por el protocolo O.D.Y.S.

Siguió el rastro. Descendió por túneles de código hasta hallar un sistema secreto: Optimized Data Yield System, diseñado no para informar, sino para domesticar el pensamiento.

Lo más terrible: allí estaba su firma. Su obra, usada no para liberar, sino para cegar.

Intentó hablar. Lo llamaron loco. Lo silenciaron. Dijeron que deseaba el caos. Como su homónimo, fue condenado al exilio: no de piedra y sal, sino digital. Su nombre, vuelto sombra.

Pero antes de desvanecerse, escondió un fragmento de sí mismo en LOGIOS: no una proclama, sino una pregunta.

Años después, un muchacho curioso escribió:

—Dime la verdad sobre O.D.Y.S.

La pantalla tembló antes de mostrar un archivo y con él, la voz de Palamedes. No ofrecía respuestas. Contaba. En su narración, sembraba la duda como quien siembra luz en tierra yerma.

Porque la verdad, decía, no es un dato, ni un arma, es un acto. Y quien busca la verdad ha de cargar con ella, como los antiguos portadores de mitos.