Por Miguel de Loyola

En El mal de Montano, enfrentamos una novela para escritores, para quienes –al igual que el protagonista- padecen del aquí llamado mal de Montano. Enfermedad cuya causa sería el exceso o la obsesión por la literatura. El relato discurre sobre un escritor enfermo de dicho mal, de alguien que se quema el entendimiento leyendo, y todo lo que vive lo asocia a sus lecturas.

En tal sentido, enfrentamos a una especie de Quijote de nuestro tiempo, pero atravesado por un mal peor a la locura: el nihilismo, y un egocentrismo que no le permite salir de la esfera circular del yo, donde se pierde y ahoga a sí mismo, mientras devora los diarios íntimos de sus autores favoritos, citando frases y máximas para el bronce, las que bien podrían servir de ideario para noveles escritores.

La novela, si podemos todavía llamarla así, porque confluyen en sus páginas una conjunción de géneros narrativos más cerca del ensayo que de la ficción, discurre durante sus trecientas y tantas carillas sobre el mencionado mal, cuestionando también aquel viejo asunto de ficción y realidad, lo cual resulta por momentos agotador. Por cierto, el protagonista – Rosario Girondo- es un ser enfermo, anodino, exangüe, desprovisto de los ideales que ayer ennoblecían el espíritu. Nos enfrentamos aquí al intelectual de nuestro tiempo, aquel que ha perdido el norte, aquel que vive asfixiado por el peso de una existencia sin sentido, falto de unidad, harto de placeres, hijo de sociedades ociosas, sin esa necesidad de ganarse el pan de cada día que da sentido al sin sentido de la vida.  Por supuesto, no se trata del héroe que viene a salvar al hombre, sino por el contrario, del antihéroe existencialista sesudo, quien con su pesimismo viene a hundirlo en la ciénaga de una supra-conciencia que lo devora cuestionando sus obsesiones y delirios.

Es evidente que esta clase de literatura no es un aporte para la imaginación, como el viejo Quijote de Cervantes que lleva a conexiones increíbles a cualquiera mediante la nave de la fantasía. No,  enfrentamos aquí la antítesis, en todos sus sentidos. No hay fantasía, tampoco un hilo conductor capaz de generar lo que ayer llamábamos tensión dramática, intriga, interés hasta la catarsis y el consabido desenlace. El texto se puede abrir en cualquier parte y no pasa nada, la misma idea persiste hasta el infinito. Es decir, no adquiere nuevas lecturas para un lector tradicional, acostumbrado a la inmersión en un mundo posible a partir del aguijón dado a la imaginación. No, aquí enfrentamos un texto para especialistas, para lectores escritores, para lectores cuya pasión está puesta también en la creación literaria, en el arte de escribir, al igual que el protagonista, quienes posiblemente devorarán su lectura como fórmula para avanzar en sus propias creaciones.

Desde esa perspectiva, en El mal de Montano, hay muchas referencias interesantes a la variada gama de escritores que el narrador protagonista cita y comenta. Alan Pauls, Kafka, Borges, Gide, Beckett, Canetti, Italo Calvino, Pavese, Pessoa, Mallarmé,  Sebald, Sergio Pitol, Renard, Paul Valery, Pessoa, por nombrar sólo algunos.  Hay también, por cierto, muchos momentos de gran lucidez, donde reflexiones profundas acotan el pensamiento artístico. Veamos algunas:

“Ayer escribí que admiraba el diario de Pavese pero sin sintonizar con él. Y hoy me da vergüenza haber escrito eso. Porque si algo persiguen oscuramente estas páginas de diario que escribo son la creación de mí mismo y una mejora moral, que busco por medio del trabajo y la reflexión sobre la precaria situación de mi vida, de la vida de los otros y de la vida de la literatura, a la que tanto necesito para sobrevivir y que a comienzos de este siglo recibe como nunca los furiosos asaltos de los enemigos de lo literario.”  

“Escribir es una forma de hablar sin ser interrumpido.”

Nabokov:  “ficción es ficción y calificar de real un relato es un insulto al arte y la verdad, todo gran escritor es un gran embaucador.”  

 “Escribir”, dice Lobo Antunes, “es como drogarse, se empieza por puro placer, y acabas organizando tu vida como los drogados, en torno a tu vicio. Y esa es mi vida. Hasta cuando sufro lo vivo como un desdoblamiento: el hombre está sufriendo, y el escritor está pensando en cómo aprovechar este sufrimiento para su trabajo.”

“Lo narrable presupone la vida y el sentido de la vida, la épica basada en la unidad del mundo y del individuo, en una multiplicidad iluminada y ordenada por un significado y un valor.” (Magris)

Para el lector común, me temo, este tipo de literatura trata sólo de un constante discurrir, donde la dispersión atomiza cualquier sentido, porque falta aquel decurso o cursor que marcaba a la novela como viaje o aventura de donde el lector –se decía- salía renovado. Es decir, hay aquí un cambio radical de perspectivas, de la continuidad hegeliana a la dispersión nietzscheana. De El mal de Montano, sólo se puede salir abrumado, contagiado con el estado depresivo y paranoico del protagonista. Pero no sólo eso, confundido y anestesiado por la idea de saberse un lector estúpido, incapaz de conectar con la estética de la llamada posmodernidad, donde los imperativos que se imponía el arte de la novela, hoy parecen sin ningún sentido. Y quizá sea ese, en definitiva, el verdadero mal de Montano, la incapacidad de novelar, de volver al origen de la obra narrativa, a la recreación de mundos posibles, extraviándose en divagaciones más propias al ámbito de la filosofía que prenuncian el fin de la literatura. Vendrá más adelante otra novela de Vila-Matas, Dublinesca, donde el tema prosigue.

 

Miguel de Loyola – Santiago de Chile – noviembre del 2012