Desde el año 2023, a propósito de la conmemoración de los cincuenta años del golpe de estado, se han reactivado las discusiones en torno al acceso a libros que abordan la memoria histórica, los derechos humanos y los conflictos sociales recientes. En ese contexto, algo que preocupa en particular, son los casos de exclusión en las bibliotecas públicas y escolares, recientemente conocidos: al menos en LOM una muy importante editorial local, se han visto afectados ciertos títulos —testimoniales, ensayísticos o de ficción crítica— desde las compras y catálogos oficiales.
Silvia Aguilera y Paulo Slachevsky han aportado evidencia sobre esta situación a través de solicitudes de acceso a la información (por Ley de Transparencia) y observación de procesos, mostrando que, en libros consultados por ellos, se estaría instalando de facto un tipo de censura institucional que no se declara como tal, pero que actúa silenciosamente desde criterios técnicos o burocráticos que desestiman la circulación de obras incómodas o “difíciles”.
Ese diagnóstico debe tomarse con alarma. Si se tratase solo del caso de una editorial, ya sería problemático, y si se tratara de un tema generalizado, tendríamos un problema que las autoridades deberían enfrentar con urgencia.
El problema, lamentablemente, no se reduce solo a una posible política tácita de exclusión. Lo anterior es parte de un entramado más complejo que involucra decisiones presupuestarias, rigideces del modelo de gestión pública, desconocimiento del sistema educativo público por parte de quienes definen criterios de selección, y una baja valoración social y política de la lectura y la cultura en general.
En el artículo de Aguilera y Slachevsky se señala el caso de la Novela Negra, o el género Neopolicial, que han sido considerados como la narrativa social del Siglo XXI, y aluden específicamente a las novelas de Ramón Díaz Eterovic, el más reconocido autor de ese género en Chile, que han recibido veredictos de: “No recomendado / El contenido del texto no es recomendable para el nivel y la temática requiere de una mediación y diálogo…”.
En la experiencia directa de uno de los firmantes de esta columna; se vivió algo parecido en un concurso para las becas de creación del Ministerio de las Culturas, las Artes y el Patrimonio, en el año 2018, es decir, el problema no radica solamente en el Ministerio de Educación. Ese año se presentó un proyecto de cuentos precisamente del género negro, la razón para dar 75 puntos en la escala de 100, fue que los contenidos de la obra, los temas abordados tenían que ver con la violencia en las parejas, y que estos estaban tratados con “poca delicadeza”. Claro, estábamos hablando de crímenes, ¡que es parte de la esencia de ese género!
Volviendo al tema de las bibliotecas. Los mecanismos actuales de selección de libros para bibliotecas escolares, como el sistema del Centro de Recurso para el Aprendizaje (CRA) del MINEDUC, por lo visto operan bajo criterios que, aunque puedan haber sido justificados en su origen (como la necesidad de mediación, adecuación por edad o pertinencia curricular), terminan traduciéndose en filtros excluyentes. Especialmente con libros que abordan la violencia política o social, que no encajan fácilmente en los formatos de “estantería abierta”.
Estos procesos están mediados por comités técnicos que priorizan criterios de usabilidad escolar, a menudo desde una mirada desconectada de las realidades de la educación pública. A eso se suman presupuestos reducidos, precios elevados del libro en Chile, y una lógica evaluativa marcada por estándares como el SIMCE, donde el tipo de preguntas se piensa para ser contestadas sin que intervenga un pensamiento crítico, sino más bien preguntas dirigidas a verificar que las y los estudiantes leyeron los textos, empobreciendo así el espacio para el desarrollo de habilidades que se pueden potenciar con una lectura más analítica.
En paralelo, las bibliotecas públicas, aunque más flexibles en sus adquisiciones propias, también sufren las consecuencias de esta precariedad estructural: presupuestos que disminuyen año a año, falta de personal especializado y baja prioridad política.
Quizás el síntoma más preocupante no sea sólo qué libros entran o no a las bibliotecas, sino qué lugar tiene hoy la lectura, en primer lugar, y en segundo lugar la lectura que fomente el pensamiento crítico, en la formación de ciudadanía, en un país donde la desigualdad educativa se ha vuelto estructural. La falta de impulso a libros sobre memoria, dictadura o conflictos sociales recientes es, en ese sentido, tanto un efecto como una causa: no se priorizan porque no se leen, y no se leen porque no se enseñan, porque no “sirven para las notas”, y porque tampoco ocupan un lugar central en el debate público.
Por eso, a nuestro juicio, deberíamos reconocer que vivimos una desvalorización transversal de la lectura como herramienta para pensar el país, una pérdida del libro como espacio de disenso, reflexión o incomodidad creativa.
Ya ad portas de cumplirse 52 años del golpe de Estado, y en un contexto donde resurgen discursos autoritarios y relativizadores de la historia, no basta con defender el acceso a libros desde una perspectiva nostálgica o simbólica. No necesitamos los libros por añoranza al papel, o porque queremos que las personas pasen menos tiempo en las plataformas y redes sociales. Hace falta una política pública que entienda la lectura no sólo como una habilidad técnica que permite descifrar, sino como una práctica cultural relacionada siempre con los contextos, y una política que valora la interpretación como parte del proceso de lectura, lo que resulta fundamental para los avances civilizatorios.
Eso implica, entre otras cosas: aumentar los presupuestos para adquisición de libros, revisar y democratizar, en conjunto con profesores, escritores, editores y representantes del mundo editorial, los criterios de evaluación y selección en concursos, reconocer la pluralidad de voces y estéticas que circulan en el país, protegiendo la libertad de expresión como algo consustancial al arte y la creación, y entendiendo que, si queremos un “Nunca más” con raíces duraderas, no se puede seguir relegando la memoria —ni sus lenguajes— al olvido o a la marginalidad institucional.
Celebrar el libro y la lectura no debe ser sólo una consigna de abril, como bien señalan Aguilera y Slachevsky. Requiere de acciones concretas, sostenidas y críticas, para que el mundo del libro y la lectura en Chile vuelva a ser un verdadero espacio de libertad, diversidad, diálogo y pensamiento crítico.
Diego Muñoz Valenzuela
Eduardo Contreras Villablanca
Josefina Muñoz Valenzuela
Max Valdés Avilés
Cecilia Aravena Zúñiga
Integrantes del directorio de la Corporación Letras de Chile
Me gustó el relato detrás de lo leído invitando al lector a ser parte del mismo por parte de la…