Por Edmundo Moure

Estamos un año más viejos -¡vaya novedad!- y sentimos el vértigo del tiempo cada vez con  mayor apremio, como si recorriésemos una larga montaña rusa y tras la próxima cuesta la velocidad se tornara incontrolable.

Ya no es necesario para nosotros detenernos en el necio resumen del año que se fue, como si pudiésemos conjurar lo malo y atesorar lo que nos parece positivo. En nuestro fuero interno sabemos lo que nos trajo el soplo aleve del desasosiego o la sencilla alegría de una satisfacción postrera, porque, como aquel personaje llamado Bras Cubas, ya todo nos suena a legado póstumo que pudiera ser incluso escrito por un difunto, como columbrara en sus geniales devaneos narrativos, Joaquim Machado de Assis.

En un ritual que venimos repitiendo hace veinte años, haremos lo posible por pasar el límite ilusorio de las cero horas mientras leemos una líneas de algún querido libro, como si con este acto ligásemos un año con otro en la cadena interminable de las palabras, como si contribuyésemos también, agregando un minúsculo eslabón a ese gran libro que los contiene a todos, en el sueño recurrente de Jorge Luis Borges y su biblioteca infinita.

Casi a tientas –o al azar, si prefieren- busqué entre los libros de la biblioteca a uno de mis maestros, porque el posible sosiego, aunque sea parte de nuestro inveterado escepticismo, sólo podría venir en voces probadas de estilo y sabiduría; jamás en la del gay trinar de esos vanguardistas a la violeta que confunden el arte con la publicidad estridente de los zafios.

Alguien se preguntará, al pasar de estas líneas, por qué hablo de “nosotros” y de “mí”, de manera alternativa. Es muy simple: somos al menos dos: yo y el que siempre va conmigo. Esto lo saben bien los viejos escribas que se entregaron, en la dualidad de cuerpo y alma, a la servidumbre amorosa de las palabras.

Cogí del andel el “Libro del Desasosiego”, de mi amado maestro Fernando Pessoa, a la vez poeta y tenedor de libros, ambos oficios ejercidos a lo largo de las tres cuadras que van desde el cuarto piso de su modesta morada de soltero hasta el segundo piso de la oficina de comercio del patrón Vasques. No requirió de mayores espacios el solitario vate de la Rúa dos Douradores para acuñar una obra que vino a hacerle justicia treinta o cuarenta años después de su muerte, ocurrida en 1935, como un suceso trivial que pasó inadvertido en la vieja Lisboa…

Abro al azar y leo… Son las 11:55 PM del día martes 31 de diciembre de 2013… Mi madre hubiera cumplido hoy cien años, un siglo de vida que no alcanzó, aunque el número secular se haya realizado en la suma de sus descendientes directos que le dijeron adiós la noche del 22 de julio de 2012… Leo lo que voy a transcribir a continuación, y cuando termines la lectura, caro lector cautivo, piensa que estás viviendo los primeros minutos del año 2014, con sus promesas, ilusiones y presagios. Te autorizo a regalarme tu abrazo, aunque yo esté lejos de ti. Voy a recibirlo en silencio y tu congratulación será el mejor saludo para nosotros:

“…La mayor acusación al romanticismo está todavía por hacerse: es la de que representa la verdad interior de la naturaleza humana. Sus exageraciones, sus ridículos, sus diversos poderes de conmover y seducir, residen en que él es la figuración exterior de lo que hay más adentro del alma, más concreto, visualizado, visible incluso, si el ser posible dependiera de cosa distinta que el Destino.

¡Cuántas veces yo mismo, que me río de semejantes seducciones de la distracción, me encuentro suponiendo que sería bueno ser célebre, que sería agradable ser mimado, que sería brillante ser triunfador! Pero no logro verme en esos papeles de alta cumbre sino es con una carcajada del otro yo que tengo siempre junto a mí como una calle de la Baixa. ¿Me veo célebre? Pero me veo célebre como tenedor de libros. ¿Me siento encumbrado a los tronos de ser conocido? Pero la cosa sucede en la oficina de la Rúa dos Douradores y los compañeros son un obstáculo. ¿Me oigo aplaudido por multitudes varias? El aplauso llega hasta el cuarto piso donde vivo y choca con el mobiliario tosco de mi cuarto barato, con la vulgaridad que me rodea y me humilla de la cocina al sueño. Ni siquiera tuve castillos en España, como los grandes españoles de todas las ilusiones. Los míos fueron de cartas de baraja, viejas, sucias, de una baraja incompleta con la que no se podría jugar nunca: ni siquiera llegaron a caer, fue preciso destruirlos, con un gesto de la mano, bajo el impulso creciente de la vieja criada, que quería recomponer, sobre toda la mesa, el mantel colocado en la mitad del otro extremo, porque la hora del té había sonado como una maldición del Destino. Pero hasta eso no pasa de una visión estética, pues no tengo la casa provinciana, o las viejas tías en cuya mesa tome yo, al fin de una velada familiar nocturna, un té que me sepa a descanso. Mi sueño fracasó hasta en las metáforas y figuraciones. Mi imperio no llegó a las astrosas cartas de la baraja. Mi victoria fracasó sin ni siquiera una tetera o un gato antiquísimo. Moriré como he vivido, entre el ajetreo de los alrededores, apreciado por mi esfuerzo entre las posdatas de lo perdido.

Que al menos lleve al inmenso posible del abismo total la gloria de mi desilusión como si fuera la de un gran sueño, el esplendor de no creer como un pendón de la derrota… Nadie sabe, porque nadie sabe nada, y las arenas sumergen por igual a los que tienen pendones y a los que no los tienen. Y las arenas lo cubren todo, mi vida, mi prosa, mi eternidad.

Llevo conmigo la conciencia de la derrota como un pendón de victoria.[1]

Ya ves, amigo, que uno puede sufrir también desvaríos románticos, aunque no sea apropiado reconocerlo hoy, cuando la realidad toda pareciera proyectarse con las lentes unidimensionales de la filosofía del mercado.

 Ahora siento tu abrazo, que correspondo, mientras contemplo los fuegos de artificio en una playa de Concón, al sur del mundo.

Boaventura e moitos agarimos, como pienso que diría el maestro Pessoa, mirando la última lluvia de diciembre desde la ventana de su cuarto en la Rúa dos Douradores.

 

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diciembre 31 2013; enero 1, 2014



[1] Fernando Pessoa; “Libro del Desasosiego”; Editorial Acantilado; Barcelona, 2003