Por Edmundo Moure

 El domingo 9 de febrero de 2014, proferí una conferencia en el Teatro del Lago, sito en la localidad de Frutillar, Región de Los Ríos, Chile, Último Reino. Construido sobre las azules aguas del lago Llanquihue, el segundo de Sudamérica en tamaño, después del Titicaca, el recinto es un auténtico palacio de la cultura, digno de la más empingorotada de las ciudades del mundo…

El tema: “Chiloé y Galicia, Confines Mágicos”, quizá nada novedoso para quienes conocen mi libro homónimo, publicado en Galicia, en sendas ediciones de 1997 y 2009, pero sí atractivo para el numeroso público asistente que -aparte de mi hermano Mario- no conocía estos contenidos, y recibió, con interés y expectación, estas palabras acerca de las analogías entre ambos imaginarios populares, el chilote y el gallego.

Por lo tanto, la charla fluyó, sobre la base de un monólogo coloquial, sin lectura programada, como si conversáramos alrededor del fogón chilote o de la lareira gallega. Hablé de dos amores femeninos, que no son mujeres, Chiloé, la Nueva Galicia, y la Galicia Atlántica, desde donde viniera nuestro progenitor lucense, Cándido Francisco, hijo de A Touza, Santa María de Vilaquinte, Chantada, Lugo. Di a conocer parte de las numerosas semejanzas entre ambos confines, partiendo por las latitudes comparadas, norte y sur, que muestran coincidencias entre ambos hemisferios. Clima, topografía y paisajes similares; apellidos gallegos que abundan en Chiloé, sobresaliendo los Andrade, Bahamonde, Álvarez y Gómez, entre otros; entes legendarios y míticos, como el Trauco chilote (trasgo o trasno gallego), reinventado en el archipiélago mágico por la simbiosis de la crónica oral de aquellos primeros encomenderos galaicos, asentados en la Isla Grande a partir de 1601, y la rica tradición imaginaria de chonos y huilliches, primeras etnias que habitaron las comarcas isleñas de la Nueva Galicia y que hoy perviven en muchas tradiciones asimiladas por los mestizos y en las hermosas toponimias, vencedoras del castellano para nominar el mundo isleño.

Las particularidades del imaginario comienzan, quizá, con las analogías de la “cultura de los muertos”, entre la Santa Compaña Gallega, procesión de ánimas penitentes por los caminos aldeanos y el interminable periplo de espectros que buscan consuelo a bordo del Caleuche, el buque fantasma de Chiloé. Las fiestas comunitarias o ceifas gallegas, donde los paisanos se unen para compartir y colaborar en distintas faenas, equivalentes a la célebre “minga” chilota, que incluye una versión inconcebible en Galicia: la tiradura o traslado de casas enteras, de un lugar a otro, tanto por tierra como a través del mar. Esta última versión, donde se ve una casa cuya planta baja está sumergida bajo una ilusoria línea de flotación, mientras el piso superior semeja un navío surcando el mar de los canales, bajo los compases de valses chilotes que los pasajeros –moradores de la casa- interpretan, apoyados de acordeones y guitarras, en compañía de vecinos que comparten el jolgorio e incentivan los repetidos brindis con espirituosa chicha de manzana o con vino blanco,

Y es que en Chiloé, Macondo no es una invención literaria, sino una realidad cotidiana que asombra al viajero desprevenido, tal vez habituado a las obviedades de la vida urbana. Y así lo recuerdo, en un relato que escribiera veinte años atrás:

Hace años, conversaba con una lugareña de la isla de Quinchao, dueña del  restaurante en el atracadero de la balsa que viene de Dalcahue, en la Isla Grande de Chiloé, cruzando los dos kilómetros del estrecho que separa ambas ínsulas australes… El negocio y la casa están unidos y asentados en gruesos maderos del palafito. Al subir la marea, las aguas acarician la parte baja de las habitaciones.

-Cuando es inviemo y baja la espesa niebla ‑ me dice doña Isolina, abro la ventana de mi dormitorio y me divierto escuchando  conversaciones de los vecinos de Dalcahue…

-Perdone ‑ le respondo, pero eso es imposible; las casas de Dalcahue distan más de dos kilómetros de la suya; a esa distancia sólo podría escucharse el ruido del viento o el eco de gritos destemplados …

La mujer sonríe ante mi escepticismo cosmopolita.

-Señor ‑ me dice, usted no conoce Chiloé; aquí los sonidos atraviesan intactos la distancia, gracias a los brujos que graban en el aire las conversaciones de los vivos y, a veces, nos traen el mensaje de los muertos.

García Márquez, al ser interrogado por periodistas acerca de su fértil imaginación, prodigada en Cien Años de Soledad, respondió que no había inventado casi nada, que las anécdotas y sucesos principales de su novela eran parte de lo vivido en su infancia, en la minúscula aldea de Aracataca, experiencia de una realidad americana que en las comarcas rurales es una suerte de magia al alcance de la mano: los aparentes prodigios corresponden a un mundo maravilloso que no hemos develado en su plenitud.

Recuerdo que, en mayo de 1983, luego de mi primer viaje a Galicia, leí un artículo del gran narrador colombiano titulado “Viendo llover en Galicia”, donde contaba que Úrsula, la matriarca de Cien Años de Soledad, había sido inspirada por su abuela matema, de origen gallego, oriunda de Lalín, en la provincia de Pontevedra, quien abrió con sus historias el cauce de esa imaginería fantástica que iba a prodigar mucho más tarde en su obra.

Para mi abuela -escribía García Márquez- la realidad y la fantasía constituían un mundo indisoluble, y sus muertos, fueran antepasados remotos o contemporáneos suyos, habitaban un espacio con el que podía uno comunicarse en ocasiones especiales.

En Chiloé palpita aún ese realismo mágico que muchos autores buscan para dar vida a sus ficciones. Fenómenos climáticos que desconocemos otorgan al observador señales que pueden interpretarse como extraños sucesos. Una niebla espesa sobre el mar, a determinadas temperatura y densidad, transmitirá los sonidos con gran nitidez, dará a la voz humana tonalidades que no percibimos a diario; un amanecer sobre el mar de los canales, cuando se prepara la tormenta, infundirá a seres y cosas especiales contornos. Así, veremos que las aves marinas ostentan caras humanas, oiremos cantos de sirenas que vienen de lo profundo, escucharemos en el graznido de los pájaros nombres de individuos conocidos (nuestro propio nombre, si la muerte nos ronda con sus prematuras alas nocturnales).

Antonio Bórquez Solar, poeta chilote, denominó al puñado de islas que conforman Chiloé “archipiélago sonoro”, porque allí las cosas están dotadas de cierta musicalidad, de una especie de natural eufonía que fascina y sugiere a la vez… ”El viento se desliza siseando entre los árboles; el mar sacude sus olas en las playas en un constante rumor que se extiende hacia la tierra, escuchándose muy adentro; la lluvia es como un alocado tamborcillo infatigable y pertinaz… En fin, el hombre para no ser menos, sincroniza muchos de sus actos y ritos del trabajo con sencillas melodías y canciones que tararea en la diaria faena”. Si observamos con atención, el lenguaje de los chilotes es melodioso y cantarino…

-Como en Galicia, afirma don Demófilo Pedreira Rumbo, un viejo gallego que encontró en Chiloé su segunda patria; como en las aldeas donde la lengua gallega venció el uniformismo avasallador de militaristas y burócratas obtusos, porque sus hablantes practicaban a diario la música de las viejas verbas, con ese acento pleno de eufonías que no se encuentra en las grandes ciudades…

-Porque como usted sabrá – me dice, estas tierras fueron bautizadas hace más de cuatro siglos (1567), por Martin Ruíz de Gamboa, como “Nueva Galicia”, en homenaje a su suegro, Rodrígo de Quiroga, a la sazón Gobernador del Reino de Chile, que era gallego, y su capital fue llamada Santiago de Castro, la más austral de las villas bajo advocación del Apóstol…

-Bah – le retruco, fue costumbre de los descubridores y conquistadores ibéricos otorgar los nombres de sus lugares de origen a las comarcas americanas; y así, Nueva España por México, Nueva Granada por Colombia, Santiago del Nuevo Extremo por la Nueva Extremadura de don Pedro de Valdivia …

-Aquí es distinto – replica el gallego; los paisajes, el clima, la gente, sus costumbres, su lenguaje, sus creencias anímicas, todo ello recrea vivamente a la rumorosa Galicia. Es cosa de ver, hombre, cosa de ver …

Cierto, es cosa de ver. Y a mí me fueron abiertos los ojos de la imaginación y el encantamiento vital por medio de las historias que mi padre gallego nos narraba, de su aldea natal, y luego, por el hallazgo de estos confines, comarcas amadas para siempre por el alma de este humilde trovador peregrino, hijo de los confines.

¡Veamos!

 

Febrero 2014