Por Óscar D. Sarmiento
Profesor emérito, State University of New York

Jorge Montealegre (1954), quien hasta ahora había publicado poesía, ensayo y crónica testimonial, incursiona en Escombros en el microcuento. Este libro de la editorial independiente Sherezade incluye en su portada una fotografía de Abril Montealegre en la que se ven tres paredes –una tras la otra- todavía en pie de Chacabuco, la oficina salitrera donde, luego del golpe de estado de 1973, el autor estuvo detenido en calidad de prisionero político.  

El libro entrelaza la ficción a los acontecimientos históricos y la autobiografía. La lectura de sus seis secciones revela que la elección del título no remite solamente a los restos de Chacabuco sino a una diversidad de residuos o desechos entre los que se debaten los personajes de los textos. Al menos un microcuento, “Sitio de memoria”, hace referencia a las imponentes ruinas del Coliseo en Roma y a la obsesión turística que estas despiertan para contrastar tal obsesión con la perspectiva descartada del exiliado que se funda en una precariedad radical. Inclusive estas ruinas pueden leerse desde los escombros que, así, reintroducen el lugar del espectáculo al traumático sitio memorioso del margen latinoamericano.
 
Los protagonistas de Orfandades -la primera sección del libro- son, en su mayoría, niños que sufren las consecuencias de situaciones extremas que alteran diametralmente sus vidas. Deben, a su edad, responder a la guerra, a la pobreza, a la muerte de los padres. Sus respuestas van desde un desconcierto traumático a la intensidad de una afirmación religiosa con características místicas. “La piedad”, el último microcuento de esta sección, al enfatizar el cuestionamiento del protagonista adulto respecto de fáciles certidumbres religiosas, funciona como una alerta crítica. Lo cierto, sugiere el autor-editor, es que la tendencia a idealizar la propia perspectiva suele conllevar un olvido real de los otros; en este caso, “la mujer oscura” y el niño en sus brazos que, al salir de misa, remecen al protagonista. “Voces” y “Milagro”, los dos textos que se refieren directamente a escombros establecen un vínculo entre la experiencia de un sujeto memorioso que concluye “Aquí, soy un niño más sobre los escombros” (9) y los niños que sufren el impacto de la guerra y que “…creen que diosito está con ellos entre los escombros” (18). La hebra personal autobiográfica se vincula así a la histórica.

Los protagonistas de “Desarraigos» se ven marginados del resto. El personaje puede ser una representación simbólica del extraño en el mundo -tal como lo es Frankenstein-, una mujer humilde sometida a una situación socioeconómica de contrastes violentos, un mendigo que apenas sobrevive, un hombre que ha llegado a la vejez confrontando los embates de las enfermedades que lo asedian o las dificultades mentales asociadas a la pérdida de la memoria, un exiliado o retornado cuya mirada irreparablemente trastocada choca con la “normal”. En este caso la inclusión de “Frankenstein, la secuencia del ciego” -texto antes publicado como poema- indica también que hay obsesiones del autor que vuelven a convertirse en escritura.

Miradas provee al lector de una suerte de descanso respecto de los temas más áridos del libro. La sección se concentra en momentos de encuentros deseosos en que lo erótico juega un rol relevante que da paso al humor, pero algunos de los microcuentos describen situaciones de violencia de género como “A ciegas,” abuso de poder perpetrado por religiosos -lo que remite Escombros a episodios históricos en Chile-,  o conductas ominosas como en “Pasos nocturnos” donde el discurso del narrador masculino se desenvuelve de manera ambigua entre la comprensión emocional de su pareja y la adopción de un rol soterradamente siniestro. Nuevamente, como en Orfandades, es posible y necesario tomar distancia de un narrador protagonista poco fiable.

En Incomunicados el libro regresa a un tema duro: el de la tortura en campos de concentración como el de Chacabuco. La violencia física ejercida sobre los protagonistas es también descarnadamente sicológica y los torturadores imbrican en su práctica de manera experta ambos lados de esta violencia. Hay aquí una relación con los textos testimoniales de Montealegre que no se desdice de la decidora relevancia de situaciones paradojales presentes en su poesía. Así, “Roles” -otro poema esta vez publicado como microcuento- señala: “Lo único que le quedaba era el dolor, hasta que llegó el torturador bueno y se lo arrebató para siempre” (71). Aquí el dolor puede leerse como lo que confirma la experiencia del abuso y, por tanto, la autentifica. Las tres dedicatorias que acompañan a tres microcuentos sirven como homenajes y recursos de memoria. “Fuga”, por ejemplo, está dedicado a un destacado músico y militante socialista asesinado durante la llamada Caravana de la muerte: Jorge Peña Hen (1928-1973).

 El título de la sección Pasajeros remite literalmente a los usuarios de un medio de transporte como en el microcuento “Tren” así como también a la evidencia existencial de lo pasajero que conlleva deterioro de las capacidades físicas y mentales junto con la presencia invasiva de la muerte y los rituales alienantes que ésta conlleva en sociedad. Nuevamente –como ocurre en “Convivencia” de la sección Desarraigos, microcuento seleccionado para la contratapa del libro- el laberinto de una memoria deshilachada deja a los protagonistas expuestos al asombro y la angustia: en el limbo que habitan no es ya posible seguir un hilo conductor. No hay refugio contra la intemperie.

Los textos de Últimas miradas destacan la idea del final, de lo que se extingue; aquello que, por limitado, no puede proseguir. No se trata solamente del final del libro sino del fin de la existencia de los protagonistas. Esta sección, entonces, funciona como una suerte de despedida. El texto dedicado a Oscar Montealegre destaca por ser una celebración memoriosa –una crónica- de los talentos e intereses del hermano del autor. Este homenaje, que insiste en la hebra elegíaca del libro, revierte la mirada disociada y descarnada de los otros textos sobre la muerte al resaltar el contacto humano cotidiano. Todavía es posible celebrar la vida de un protagonista como una expresión de las interacciones que la dignifican.

Un aspecto singular de Escombros es que el libro también incluye textos anteriormente publicados como poemas.  Este procedimiento señala que para el autor es perfectamente válido recomponer un texto genéricamente. Y si esto es así, nada impide que algunos de los textos publicados aquí como microcuentos pudieran presentarse, en contextos futuros, como poemas. La pregunta sobre si todo poema puede convertirse en microcuento y viceversa queda sugerida.

En los mejores momentos de Escombros los textos arriban a un desenlace orgánico que remece y cohesiona las líneas que los preceden. También hay textos brevísimos que, fundados en juegos de palabras o paradojas, iluminan certeramente las situaciones que representan validándolas. Este nuevo libro de Montealegre nos invita a ocupar una perspectiva incómoda que también puede ser sorprendente y aguda. Es esta complejidad –que incluye el cielo celeste entrevisto en la fotografía de Chacabuco de la portada- la que hace de su lectura una experiencia gozosa y productiva.

Escombros