Septiembre 1973 – Septiembre 1974

Por Josefina Muñoz Valenzuela

Jaime Quezada Ruiz (1942), poeta, ensayista, crítico y generoso antologador de sus pares, pertenece a la llamada generación del 60. Estudió Derecho y Literatura en la Universidad de Concepción, fundó también el grupo Arúspice y la inolvidable revista de igual nombre. Poco después, al inicio de la década del 70, salió de Chile a Nicaragua, específicamente a Solentiname, un lugar mítico para la mayoría de nosotros, donde el gran poeta Ernesto Cardenal -marxista y también sacerdote, teólogo, revolucionario y rebelde por naturaleza, partidario de la Teología de la Liberación- había fundado en 1966 una comunidad unida por el arte y la contemplación. Ha presidido la Sociedad de Escritores de Chile (1989-1992) y la Fundación Premio Nobel Gabriela Mistral.

Este libro está dedicado a los hermanos Eladio y Adolfo Ulloa Pino, detenidos en Los Ángeles el 19 de septiembre de 1973 y desaparecidos, “amigos míos muy en mí”. Tiene la forma de una especie de Cuaderno o Diario de vida, que recoge pensamientos, sucesos cotidianos, noticias, anclado en el primer año del golpe de Estado civil militar.

En sus páginas encontraremos relatos, pensamientos, disquisiciones, preguntas y respuestas, estados de ánimo, que fácilmente podemos identificar como propias, en tanto pertenecemos a una generación que tuvo una mirada compartida, a pesar de sus legítimas diversidades. Hay también una comunidad valórica que se aplica a las variadas dimensiones de la vida, desde lo cotidiano, las creencias, la participación política, las amistades y, quizás lo más importante, una visión común de la vida y de la imprescindible solidaridad para ser una mejor sociedad.

Voy a destacar algunos párrafos y los invito a leer este libro que despertará sus propios recuerdos. La descripción del día 11 de septiembre puede ser muy similar a la que vivimos; sucedió lo que pensábamos que en este país no era posible: golpe de Estado civil militar. El recuerdo imborrable de los discursos de Salvador Allende en un momento tan crucial como es cuando se sabe que llegará la propia muerte. Y la pregunta que surgió en cada uno de nosotros: ¿qué hacer? Porque lo único claro era que nuestro mundo había cambiado para siempre y no volvería a ser el mismo nunca. Y, desde luego, aparecen las respuestas más disímiles; en este caso, “Me quedo en mi cuarto todo un día, todo un mes, todo un año: en mi claustro, en mi ermita, en mi catacumba”. (p. 12)

Y, desde luego, acude a su reservorio de fuerza, la literatura, porque permite comparar tiempos pasados y presentes. Cuando escucha la noticia de la muerte de Allende, “Caen mis lágrimas silenciosamente sobre el plato de porcelana china”. (p. 14)

El autor hace un recuerdo cariñoso del gran Ricardo A. Latcham, quien a propósito de una Conferencia de Artistas y Escritores Universitarios de América realizada en la Universidad de Concepción escribió hace diez años [1964]: ‘La Conferencia ha demostrado que la literatura joven está viva y que nuestros artistas noveles todavía se mueven con libertad en Chile. Esto llamó singularmente la atención tanto de los peruanos como de los argentinos. Los primeros apenas empiezan a acostumbrarse a un ambiente de libre examen, después de varios decenios de dictadura. Los segundos están asimilándose a un medio que vivía sometido a la censura, a la clausura de diarios y a la persecución de catedráticos y escritores. Por eso Chile ha sido ejemplo, y una lección para nuestros vecinos”. (…) El amado y erudito maestro no comprendería estas intervenidas universidades chilenas de hoy, con rectorías militares y con catedráticos en campos de concentración”. (p. 83)

La muerte de Neruda se describe así: “Cuando la noche cae sobre Chile (en esta larga noche de Chile), muere Pablo Neruda”. Termina el párrafo con “Su resplandeciente poesía no ha cantado en vano”. (p. 19) La conclusión de un niño: “Mi sobrino entra corriendo a mi habitación-escritorio y con su carita atemorizada de angustia me pregunta: ¿Tío, usted es poeta? Sí, Juan Claudio, soy poeta. ¡A los poetas los están matando! (…) ¡Mataron a Neruda! (p. 22)

El importante rol de México: “Los diarios destacan la visita del canciller mexicano Emilio Rabasa. Estuvo tres días en nuestro país. Se entrevistó con autoridades de Gobierno; solicitó la pronta tramitación salvoconductos para los muchos chilenos asilados en la Embajada de su país; pidió visitar, sin compañía de funcionarios de gobierno, a los prisioneros políticos de Isla Dawson trasladados ahora a un lugar desconocido de la zona central”. (p. 55)

“La señora Amalia, vecina de barrio, aún nada sabe de su hijo desaparecido hace ya más de dos meses. Está desesperada -y cómo que no-, y una afonía total la tiene a media habla. ‘Si apenas anda con una camisa (…) Así como lo encontraron, así se lo llevaron’”. (p.95)

“Ni las más mínima información tiene la señora Amalia de su hijo desaparecido. La puerta siempre en las narices desde meses”. (p.120)

“Los Registros Electorales, que eran la manera práctica y más efectiva y más activa de nuestra llamada Democracia, han sido oficialmente destruidos, quemados y reducidos a cenizas con el pretexto (pueril) de que estaban “adulterados y viciados”. Pasarán años para que se llame a nuevas inscripciones, se dijo. Que lo sepa el mundo: desde hoy, viernes 5 de julio 1974, los chilenos hemos dejado de ser ciudadanos, situación cívica consagrada en nuestras cartas constitucionales. ¡La Democracia chilena, entonces, convertida en polvo de cenizas”! (p.100)

“Respuesta del Jefe del Estado, general Augusto Pinochet, a la carta de los Obispos de Chile: ‘¡Buenas noches, los Pastores’”! (p. 119)

“Los días son como para no decir ni escribir palabra”. (p.137)

Se incluye carta del senador demócrata Edward Kennedy, presidente del Subcomité para Refugiados del Senado de los Estados Unidos a Augusto Pinochet; vale la pena leerla, así como la respuesta. Inolvidable.

Las generaciones que vivieron ese periodo recordamos nítidamente ese año y es valioso poder espejearnos en las diversas formas de ver o interpretar un mismo acontecimiento. Hay grandes coincidencias con las palabras y las experiencias anotadas por Jaime Quezada; las diferencias también nos aportan ángulos que quizás no habíamos visto y eso permite revisar los recuerdos y, desde luego, otras posibilidades de análisis o interpretación.

Finaliza “El libro de la ira” con el aniversario del primer año de dictadura: “Nadie (…) ha dejado de pensar siquiera un instante en aquel terrible día del 11 de Septiembre de 1973, cuando la barbarie y el odio y la fuerza bruta hicieron arder en llamas al país entero”. (p.147)

La memoria histórica es fundamental para la vida humana, pero, ciertamente, aprendemos más lentamente de lo deseable. No es estática ni una sola, en tanto debe ser construida con los aportes de múltiples voces. Mantenerla viva es una tarea humana permanente.

Obra: El año de la ira. Diario de un poeta chileno en Chile
Autor: Jaime Quezada Ruiz
Editorial: Bravo y Allende Editores, 158 pp., 2003

El año de la ira. Diario de un poeta chileno en Chile