Por Branny Cardoch Z.

Colgado de una soga que cruzaba el patio frente al garaje donde se amontonaban cientos de objetos a la venta, el mantel, de un pálido amarillo ocre algo desteñido, ondeaba suavemente al viento de esa fría mañana de diciembre, luciendo al centro una cruz bordada con hilos de oro, rodeada de flores entretejidas como una guirnalda.

El reverendo Archibald Higgins se detiene pensativo, ese mantel le serviría para colgarlo detrás del altar de la deteriorada iglesia de Jackson Heights, que el arzobispo de New York le había asignado, no estaba muy seguro si para probar su vocación o para castigarlo por alguna de sus rebeldías. No podía evitarlo, siempre estaba cuestionando algunos dogmas que le parecían incomprensibles y las discusiones terminaban mal para él, por lo tanto, desde hacía un tiempo, prefería escabullirse y no dar su opinión. Si pudiera regresar a los veinte años, lo pensaría dos veces ates de ingresar al Seminario y ese pensamiento lo descalificaba frente a sus superiores que no confiaban en él. Claro que había sido un castigo, no le cabía la menor duda, el arzobispo ya no sabía qué hacer para doblegarlo. Pero ya no le importaba dejar de luchar contra esas cosas incomprensibles en las que tenía la obligación de creer, a esas alturas de su vida estaba dispuesto a bajar la cabeza y someterse, tenía que hacer méritos para acogerse a una jubilación digna. A los setenta años le costaba hilvanar sus sermones, se perdía en medio de ellos, lo que aumentaba su rabia y su deseo de alejarse de todo. Añoraba tenderse al sol y olvidarse de hacer misa todos los días ¡Que fastidio repetir a diario las mismas letanías! Claro que eso no se lo confesaba a nadie, era su secreto.

Faltaban sólo veinte días para Navidad y las reparaciones en la iglesia aún no estaban terminadas. El estuco se mantenía húmedo y era imposible darle una mano de pintura. La lluvia del día anterior se había escurrido sobre los muros, formando un charco sobre las baldosas. Tendría que esperar hasta el verano para las terminaciones. Con los escasos recursos asignados por el arzobispado, era imposible apurar los trabajos y comprar flores y velas para hacer olvidar a los feligreses que su antigua iglesia se sostenía en pie gracias a la protección divina.

Hace un esfuerzo para no blasfemar contra sus superiores, está cansado de ser discriminado por sus ideas heréticas, como le han gritado muchas veces. Un viento frío lo arranca de sus pensamientos, obligándolo a sujetar su sombrero que amenaza con escapar.  El mantel ondea con fuerza como si quisiera llamar su atención.

Empuja la pequeña puerta de madera que  separa la calle del antejardín, esquiva a un par de mujeres que curiosean entre tantos objetos, se acerca al mantel, y cogiendo una punta la excelente calidad de la seda, gruesa y pesada – debe ser muy antiguo – piensa. En una esquina descubre un pequeño monograma “EP” entrelazada con una rama de laurel. Un leve carraspeo llama su atención, a su lado una mujer gorda de rostro cansado y ensortijados cabellos rubios le sonríe, él levanta su sombrero y con una leve inclinación de cabeza devuelve el saludo.

–          ¿Le gusta el mantel, padre?

–          Sí, lindo el bordado, pero ¿no es muy grande para una mesa corriente?

–          ¿Se imagina que alguien pudiera comer sobre ese mantel de tres metros? Sería un pecado, es un mantel de altar – ríe mirando el rostro desconcertado del sacerdote.

–          ¿Sí? No deja de ser una sorpresa. ¿Cuánto pide?

Ella murmura tímidamente una cantidad. El sacerdote lo piensa un instante. El precio está dentro de lo que puede gastar, pero de todas maneras regatea hasta lograr una rebaja.

–          Disculpe la pregunta ¿Dónde consiguió esta mantel? No son comunes ni su tamaño ni su bordado.

La mujer sonríe con tristeza mientras sus ojos se llenan de nostalgia.

-Es una larga historia – murmura suavemente –  mi marido estuvo en la guerra. Cuando entraron en Berlín descubrieron que los rusos se habían apoderado de todo – calla un instante como si recordar la emocionara – debe de haber sido horrible ¿no cree?

¿Horrible? Que palabra tan pequeña para una guerra. Aún le parece escuchar los gritos de esos hombres mutilados que él socorría. Capellán en Campaña, era su grado, pero en la práctica fue mucho más: enfermero, sicólogo, incluso arsenalero durante alguna operación de urgencia, luchando por contener las náuseas mientras oraba por el desgraciado que perdía un brazo o una pierna. Ni siquiera recordaba las veces que le había gritado a Dios por su crueldad mientras atravesaba los campos de batalla manejando una destartalada ambulancia para recoger algún hombre destrozado por la metralla, confiando que esa cruz roja pintada sobre el techo y en los costados del vehículo le sirviera de escudo contra las balas. Todo el día corriendo de un herido a otro, recibiendo las últimas palabras de un moribundo, dando un consuelo que estaba lejos de sentir, maldiciendo en voz baja y jurándose colgar la sotana apenas saliera del conflicto. ¡Usted es un cura rebelde! Le había gritado el obispo. Claro que sí. Era un rebelde, pero nunca dejó de ser un cura, su vocación había sido más fuerte que su rabia ¿cómo podría olvidar todo eso?  Habían pasado cuarenta años y aún padecía una terrible desolación ¿Qué podría decirle a esa mujer, que de la guerra, ella conocía sólo lo que su marido le había contado?

-Sí, señora, estoy de acuerdo con usted, la guerra siempre lo es, pero aún no me ha dicho como llegó este mantel a sus manos.

-Una noche en que mi marido estaba de franco, se juntó en un bar con algunos rusos y varios ingleses. Estoy segura que también había mujeres, usted sabe, de esas que abundan donde hay hombres desesperados y en las que prefiero no pensar.  Uno de los rusos quiso canjear el mantel que guardaba en su mochila por una botella de licor. Nadie tuvo interés. Mi marido pensó que a mí me gustaría ¿Se da cuenta de las tonterías que hacen los hombres?  Así llegó a mis manos y jamás lo usé.  Ahora que él ha muerto lo estoy vendiendo todo ¿Qué hago sola en esta ciudad? Voy a Miami a vivir con mi hijo. Lléveselo, padre, estoy segura de que en su iglesia se verá muy bien.

Nubes negras se arremolinaron sobre la ciudad arrastradas por un viento de tormenta que agitaba las copas de los árboles arrancando las pocas hojas que aún conservaban. Un relámpago iluminó el cielo durante unos segundos antes de que el trueno retumbara amenazante. El hombre cierra los ojos mientras su mente lo arrebata de regreso a ese campo de batalla que nunca ha podido desterrar de su memoria y de las tantas veces que se emborrachó junto a los soldados, cantando canciones obscenas y riendo como estúpidos para escapar de la pesadilla. La mujer levanta el cuello de su abrigo mientras controla un escalofrío.

-Parece que va a llover nuevamente – murmura preocupada – tendré que guardar todas las cosas.

 

El reverendo Archibald apura el paso apretando contra su pecho la bolsa de plástico en que lleva el mantel, quiere llegar a su iglesia antes que llueva. El viento lo empuja como si quisiera ayudarlo en su prisa. Al doblar la esquina se descarga el aguacero para luego convertirse en leves copos que el viento se encarga deponer suavemente sobre las desnudas ramas de los árboles, decorando las cornisas de las casas y obligando a los automóviles a disminuir la velocidad. La fuerte ventisca le impide ver el camino y a pesar de su apuro, camina más lentamente, como si transitara por un mundo irreal donde podría aparecer la Hada de las Nieves o algún duende mágico para concederle un deseo. Sonríe frente a su desatada fantasía, disculpándose a sí mismo  por esos resabios de cuentos infantiles que hacían volar su imaginación a los diez años.  Al llegar a la iglesia tropieza con una anciana que se apoya en la reja.

-Perdón, señora, no la había visto. ¿Le sucede algo?

Ella levanta sus ojos cansados y lo mira suplicante.

-Qué bueno que lo encuentro, reverendo – gime – me gustaría conversar con usted.

Cogiéndola de un brazo la hace subir las tres gradas hasta la puerta de la iglesia para luego acomodarla en una de las bancas frente al altar mayor, luego pasa a la sacristía para calentar un poco de agua y ofrecerle un café.

-Tome, señora, le hará bien; ahora dígame, ¿en qué puedo ayudarla?

-Nada especial, padre, lo que pasa es que soy muy sentimental, hoy estoy de cumpleaños y me siento abandonada por Dios – murmura mientras bebe pequeños sorbos de café – las mujeres somos así, nunca nos acostumbramos a la soledad, sobre todo cuando estamos viejas.

-No sólo usted, señora, en algún momento de nuestras vidas, todos nos sentimos abandonados por Dios.

-No diga eso, padre; Dios siempre está con usted.

La mira con una sonrisa en los labios. ¿Qué sabe ella de la soledad de los hombres? No siempre la religión otorga ese consuelo que se espera, sobre todo a los sacerdotes que han hecho de ese consuelo una profesión.  Sacude la cabeza para eliminar sus heréticos pensamientos y alzando la voz, llama al sacristán para que lo ayude a colgar el mantel.

Mientras ella se desprende de su abrigo y se arrellena paladeando el café, el sacristán instala la escalera tras el altar y subiendo a lo alto, clava una punta del mantel, luego desciendo y clava la otra punta. El mantel se descuelga suavemente y ondula un instante en toda su belleza.

-Es justo lo que hacía falta, padre – murmura el sacristán mientras contempla como resplandece la dorada cruz en medio de las guirnaldas de flores que la rodean.

-Sí, estoy de acuerdo contigo, hay veces que creo en los milagros.

La ahogada exclamación de la mujer los hace volver la cabeza, ella está de pie y avanza con las manos extendidas.

-Padre –grita-, ¿de dónde sacó ese mantel?

-Lo acabo de comprar, ¿por qué?

Con paso vacilante ella camina hacia el altar mientras las lágrimas corren por sus mejillas. Trata de acercarse al mantel que cuelga frente a sus ojos, pero opta por detenerse.

-Padre, por favor, fíjese si en una esquina tiene un monograma “EP” con una ramita de laurel.

-Sí, en esa esquina.

Ella tambalea, parece a punto de caer, se apoya en el respaldo de una banca y se desploma suavemente sobre el asiento.

-Ese mantel es mío – murmura con un hilo de voz.

Durante un instante el sacerdote no sabe qué hacer. Deja el martillo sobre el altar y sentándose junto a ella, la rodea con sus brazos.

-Calma, mi querida señora. ¿Cómo que es suyo?

Ahogando sus sollozos la mujer duda un instante, luego comienza a narrar su historia.

-Soy alemana, ese mantel lo bordé en Berlín para la iglesia donde se casó mi hermana en 1937; en ese tiempo no era difícil encontrar buenos materiales en el comercio y compramos lo mejor, como usted puede ver, aún parece nuevo ¿verdad?  después llegó la guerra: tenía dos hijos hermoso, rubios como trigo maduro que partieron cantando hacia el campo de batalla, aún me parece escuchar sus voces cristalinas cruzando los mares para llegar a mi corazón. Nunca supe dónde cayeron, ni siquiera tuve el consuelo de conocer sus tumbas, de ellos sólo conservo un par de medallas que no me sirven para nada. La vida quedó atrás para siempre, también los recuerdos ¿Acaso usted puede imaginar lo que fue eso? Las bombas cayeron sobre Berlín y los rusos entraron con la furia del conquistador, apoderándose de todo.

-Yo estuve ahí, señora, también entré en Berlín.

Ella lo mira sorprendida, el reproche en sus ojos lo hieren.

-Era el capellán, sólo trataba de ayudar.

-Sí, padre, no se lo reprocho, usted estaba cumpliendo con su deber, pero nosotros no sabíamos cómo enfrentar el derrumbe de nuestro mundo y sólo atinamos a escapar. Durante la fuga, mi marido fue apresado y nunca más supe de él. Estuve en un campo de refugiados antes de viajar a este país, todos los días revisaba las listas de personas perdidas pero él jamás apareció en ellas ¿Cuánto tiempo ha pasado? Toda una vida ¿verdad, padre? He envejecido pensando qué sucedió con él ¿Me habrá buscado? No tengo a nadie y ese mantel me ha regresado a mi juventud, cuando bordábamos pensando que teníamos toda la vida por delante.

Emocionado, el reverendo Archibald trata de consolarla.

-Los caminos de Dios son incomprensibles –murmura tratando de controlar la rabia que llena su corazón, ahogando una vez más la blasfemia que pugna por escapar de sus labios ¿Cómo consolar a esta mujer si ni siquiera él puede consolarse a sí mismo? –, si la hace feliz, puede llevárselo.

-No, padre ¿cómo se le ocurre? ¿qué haría yo con ese mantel? Ahí donde usted lo ha puesto cumple mejor con su destino, perdóneme, soy una tonta – sonríe como si quisiera borrar la tristeza de sus ojos –; ahora me tengo que ir.

El sacerdote la coge suavemente por un brazo y la lleva a una puerta lateral, en el patio trasero hay una camioneta protegida por un techo de zinc.

-Suba, señora, la voy a dejar.

 

El mantel colgado tras el altar llama la atención, todos los días acuden feligreses a contemplarlo y a preguntarse de dónde sacó ese mantel que viste la iglesia con tanta elegancia.  El arzobispo llama a su secretario para dilucidar si no es una falta de respeto colgar un mantel en una iglesia.

-Hay que vigilar a ese cura – advierte – se puede esperar cualquier cosa de él.

Más por curiosidad que por devoción, la iglesia se llena a diario. El 24 de Diciembre el sol se asoma tímidamente, escabulléndose entre las nubes como si temiera ser sorprendido repartiendo sus rayos sobre los montículos de nieve. Durante la mañana, los fieles llevan flores y velas para decorar el altar que lentamente se viste de fiesta.

Parado en el púlpito, el reverendo Archibald habla de amor. A pesar de todo, él cree en ese sentimiento que lo emociona ¿habría algo más importante que decir esa noche?  Habla del amor de Dios, también del amor de los hombres. Recuerda a la mujer que había bordado el mantel y no puede dejar de hablar de la guerra. Ella estaría sola. Su corazón  se encoge al recordarla ¿cuántas Navidades comió su pan en silencio, añorando ese hogar que le fue arrebatado? Iría a visitarla. También él estaba solo. Una lágrima escapa sin que pueda detenerla. El coro disipa sus recuerdos mientras el Aleluya estalla en las gargantas haciéndolo olvidar sus dudas y sintiéndose en comunión con ese Dios que cuestiona a diario. Se da vuelta hacia la concurrencia para dar el saludo final.

Guarda el cáliz y despojándose de los paramentos regresa para apagar las velas. El llanto de un hombre, quizás un poco mayor que él, de agobiadas espaldas, que yace de rodillas mientras con una mano coge el borde del mantel, lo detiene. Olvidándose de las velas encendidas se acerca a él.

-Hijo ¿puedo ayudarlo?

-No, padre, gracias, son penas imposibles de borrar.

-Tenga fe, Dios todo lo puede.

-Sí, padre, todo lo puede, pero a veces demora mucho tiempo. Escuché hablar de este mantel y vine para cerciorarme; dígame ¿de dónde lo sacó? Era de mi mujer.

Un escalofrío recorre el cuerpo del sacerdote que cae de rodillas. Es verdad, Dios se ha demorado mucho tiempo, pero lo importante es que no se olvidó. No había sido una casualidad que el ruso hubiese cedido el mantel a ese soldado a cambio de una botella de licor, ni que la iglesia necesitara ser vestida para disimular su deterioro, ni que él lo hubiese comprado, ni siquiera la nieve que lo hizo tropezar con ella. Todo estaba planificado por una fuerza superior que parece jugar al ajedrez con los seres humanos, destruyendo peones, botando torres, separando reyes. Tampoco había sido casual que a él lo hubiesen destinado a ese lugar para servir de enlace ¡Dios, qué cruel puedes ser algunas veces! ¿Por qué esperaste cuarenta años?

El viento de la noche penetra con fuerza por la entreabierta puerta de la iglesia apagando las velas que aún permanecían encendidas y agitando el mantel, que parecía bailar de alegría.

 

***

Branny Cardoch Z.

Ha publicado los siguientes libros:

 Piel de Fango – Novela –Editorial Forja 2006

La Sonrisa de Gioconda – Novela. Editorial Forja 2007

Todas íbamos a ser reinas – Novela. Editorial Forja 2009

La Colorina – Novela – Editorial Forja 2011

Fuga del Paraíso – Novela.

El matorral de crategus. – Novela. Forja 2014

Abismos – Novela.

El Turco – Novela.           

Para iniciar el camino – Cuentos

Cuentos Santacruzanos – Cuentos

Rosario, cuerpo dulce y otros cuentos

Antologías:

Escritores a la Saga del Cuento 1997

Cuentos Rurales 1998

Cuentos de Cine 2003

Con palabras un cuento 2004

Cuentos Eróticos 2004

Mi vida y mi trabajo 2005

Reconocimientos:

Mención Honrosa Concursos Cuentos Rurales 1998.

Primer Premio Concurso Municipal Gabriela Mistral 1999.

Mención Honrosa Concurso Vita Mayor 2003.

Finalista Concurso Cuentos Eróticos Revista Caras 2003

Segundo premio Concurso Ministerio del Trabajo 2005

Mención Honrosa Concurso Vita Mayor 2010