Por Miguel González T.

¡A la reja!…, era el grito que a diario pronunciaba Isaías, el gendarme de la cárcel local.

Al grito siempre lo antecedía el nombre de algún interno, ya que este rito era justamente para llamar a alguno de los detenidos del penal, cuya presencia se exigía en la comandancia de guardia ya sea para recibir visitas, o para ser trasladado al juzgado a petición del juez.

Isaías estaba en la sala de guardia cuando los tres jóvenes, de entre 18 y 19 años de edad, ingresaron al penal en calidad de detenidos. Los vio caminar sin mayor preocupación y observó que obedecían con prontitud las instrucciones del custodio que los conducía a una de las galerías de la prisión. No vio el lugar donde estos fueron asignados en definitiva; pero quienes sí se dieron cuenta, fueron los reos rematados, aquellos que están cumpliendo largas condenas. Bastó a estos hombres envilecidos echarles una rápida mirada, para comenzar a urdir en sus mentes retorcidas la forma de engañarlos y quitarles sus pertenencias; pues éstos, si bien tenían aspecto de hippies, vestían buena ropa y el calzado era elegante. Uno de los muchachos sobresalía por usar con mucha soltura, una especie de gabardina muy liviana de color café claro.

El delincuente, que hacía de “guapo” en la galería, consiguió de alguna forma que los tres muchachos quedaran asignados a una de las celdas ubicada en la parte más lejana de la galería, allí donde no llegaba el haz de luz del foco de la garita del vigilante nocturno.

De madrugaba, cuando en el penal reinaba el silencio, un grupo de cinco delincuentes entró de sopetón a la celda de los “hippies”, la idea era golpearlos de sorpresa, quitarles sus ropas y si daba el tiempo, abusar de ellos. Pero, para sorpresa de éstos, los muchachos no dormían; estaban de lo más despiertos conversando acaloradamente, para decidir la forma en que debían abordar su detención.

Ahí se enteraron los delincuentes, que uno de los jóvenes era pariente de un policía…

– ¿Y uste´es brocas, por qué están aquí, qué maldá cometieron?, se apresuró a preguntar el más viejo de los reos.

– No hemos hecho nada malo, nos han detenido por usar el pelo largo, contestó uno de los muchachos – y agregó:

– Pero luego nos dejarán libres, mi tío es Prefecto en La Serena…

 Los delincuentes se miraron fugazmente entre ellos, y después de ofrecer algunos cigarrillos a los muchachos, se retiraron a sus propias celdas, que por alguna razón, se encontraban a esa hora sin cerrojo.

Mientras caminaban hacia sus celdas, se les escuchó decir:

– Será pa´otra´e, murmuró uno de los reos…

– El que apodaban  “el tuerto”, agregó: pa´má aelante…

– Otro, se aventuró a decir: ¡pa´cuando que ´en solos!

Al día siguiente, cuando el gendarme Isaías entró a su turno, se enteró de inmediato, a través del “correo de las brujas”, de que varios delincuentes estaban planeando el atraco a los jóvenes pijes-hippies, por esa razón, decidió observar a los muchachos, ver la forma en que se desenvolvían en el patio junto a los demás reclusos.

Isaías era un hombre joven de 39 años, que siempre se destacaba por cumplir fiel y lealmente su trabajo. Le gustaba aconsejar a las personas bajo su custodia. Algunos de sus compañeros decían que era militante comunista y lo consideraban un buen hombre, pues lo veían comprometido en la rehabilitación de los reos.

Era la hora del almuerzo y los que no recibían viandas del exterior debían comer la comida de la cárcel. Isaías pensó que a los muchachos les llegarían encomiendas, pero eso no sucedió.

Los divisó en la fila, cada uno llevaba un plato en una mano y en la otra una cuchara. En la “cola” había unos cincuenta reclusos, avanzaban lentamente hacia la gigantesca olla donde a cada rato un recluso a cargo de la distribución de la comida, revolvía su contenido con una enorme cuchara, y otro, hundía un cucharon para sacar el contenido que luego vertía en cada plato.

Cuando el último de los hippies, el de la gabardina de color café, iba llegando ante la gran olla, no se fijó donde caminaba e introdujo todo su pie y pierna izquierda en un profundo hoyo donde se tiraban los restos de comida y desperdicios. La algarabía de todos los reclusos presentes en el patio fue larga. Gritos y risotadas se confundieron con las maldiciones del joven pije, quien ruborizado y sin tener con que limpiarse, se fue a sentar junto al lado de sus amigos que comían en silencio un espeso plato de porotos.

Lo ocurrido sellaba definitivamente la suerte de los hippies en la cárcel, pensó Isaías. Nadie que se respetara dentro de esas murallas podía ser tan “gil” -concluyó-. Por eso, y a fin de salvaguardar la integridad de los jóvenes, Isaías, haciendo uso de autoridad, dispuso que de inmediato los “pijecitos” fueran trasladados a la galería de primerizos, a una celda donde la seguridad estaba garantizada, y ordenó además que se les entregara una frazada a cada uno.

Los jóvenes estaban nerviosos y asustados, no cabía duda que jamás habían estado en una situación semejante; esto hizo que Isaías, a riesgo de parecer muy paternalista, concurriera personalmente a sus domicilios para avisar a sus familiares. Pero fue más allá, estimando que éstos estaban detenidos injustamente conversó con el juez a cargo del caso, el que estaba caratulado: “Pelucones sorprendidos fumando un pito de marihuana”, e intercedió para que fueran liberados de inmediato.

En la segunda semana de enero, los jóvenes y sus padres concurrieron a la cárcel de Iquique, para agradecer personalmente a Isaías por sus gestiones desinteresadas. Al llegar a la prisión notaron que algo extraño ocurría. Los gendarmes fuertemente armados, no les permitieron acercarse. Desde lejos pudieron observar que los funcionarios corrían de un lugar a otro.

De pronto, por una puerta lateral, que estaba a un costado de la entrada principal de la cárcel, salió a toda velocidad un vehículo que en su interior, según pudieron ver, iban varios hombres, entre éstos una persona con uniforme de gendarme, visiblemente golpeaba. El vehículo enfiló raudo en dirección al regimiento Telecomunicaciones…

Como no fue posible conversar con el gendarme Isaías, los jóvenes y familiares repitieron su visita todos los días al penal, por casi una semana; pero siempre les decían que el gendarme, o estaba muy ocupado, o simplemente no estaba…

El día 17 de enero, a eso de las 14:00 horas, los tres jóvenes y sus padres se presentaron nuevamente en la cárcel. Esta vez se les permitió la entrada, se les dijo que Isaías fue detenido por agentes del Estado y que debían esperar…

De pronto, se escuchó que un gendarme gritó a todo pulmón hacia el patio de la prisión:    

-¡Isaías, a la reja!… pero nadie contestó…

El silencio era abrumador…, prolongado…, avisador…

Los jóvenes se retiraron del penal; salieron cabizbajos, sumidos en profundos pensamientos…acongojados.

A esa misma hora, en Pisagua, moría asesinado, víctima de atroces torturas, Isaías, el gendarme, el militante, el “buena onda”, el esposo y padre…

Isaías fue sepultado el 20 de enero, los jóvenes no pudieron estar presentes, nunca supieron…

 

*  Texto galardonado con el segundo lugar en el concurso literario “Escritores para Chile”, del año 2014.

El 17 de noviembre, en una emotiva y sencilla ceremonia de homenaje a los 100 años del nacimiento del insigne escritor Nicomedes Guzmán, a la que asistió su hijo, el ingeniero Pablo Vásquez, se realizó la premiación del concurso literario “Escritores para Chile” del Centro Cultural La Barraca; estuvieron presentes el Senador de La República Carlos Montes y los destacados escritores, académicos y poetas nacionales Pedro Lastra y Eledín Parraguez. En el acto se galardonó, entre otros, al escritor Miguel González Troncoso, quien obtuvo el segundo lugar con su obra “El gendarme” en el género cuento.