Por Miguel de Loyola

Los intereses personales terminan por arruinarlo todo. Estamos en tiempos donde el predominio y la imposición de lo propio arrasa los intereses colectivos. Prima lo personal, lo que a mi me afecta, lo que a mi me duele. Mi bolsillo, mi trabajo, mi situación.

Por eso nadie quiere quedarse abajo del escenario, ahora todos  subimos a él en calidad de protagonistas, exigiendo atención de una audiencia que no oye, porque está en la misma situación: oyéndose día a día sí misma. Es un fenómeno social propio de la posmodernidad, cuando las religiones han  perdido su potestad sobre las almas, dejándolas en libertad de elegir su propia ética. Por cierto, se opta así por la egolatría, abandonando los viejos ideales impuestos por la filosofía idealista. Nada nuevo, si recordamos los preanuncios de ciertos filósofos: Nietzsche y Heidegger, pero un fenómeno cultural tremendamente determinante y lamentable en nuestro tiempo, porque no nos permite mirar más allá de nuestro propio ombligo.

En el ámbito de la política, todos se sienten idóneos y aptos para asumir cualquier cargo de importancia en un Ministerio; sólo basta saber decir unas palabras aduladoras y pertenecer a un conglomerado político entronizado o en vías de estarlo. En el ámbito de las artes, cualquiera se autoproclama artista y se acomoda de tal, con o sin el reconocimiento de sus pares; basta procurarse algún subsidio o beca del Estado, que por desgracia los hay para mantener vivo el círculo vicioso.  En materia de economía, son muchos los que tienen en sus manos la solución de nuestros problemas, tenemos verdaderos expertos en administración y manejo de los bienes ajenos. En materia de educación, ni hablar, todos son capitanes, aunque de apellido Araya; y así, suma y sigue. Estamos rodeados de expertos, de gente lo suficientemente preparada para asumir cualquier puesto público de importancia, tratándose de un buen sueldo. Se suma a ello el nepotismo y la plutocracia que asiste a las coaliciones políticas que toman el poder, para ubicar en puestos claves a muchos inútiles, potenciando la cultura del egocentrismo que nos ataca como verdadera pandemia.

La pregunta es cómo los pueblos y sus Estados van a controlar esta epidemia de egolatría que asola al mundo. Cómo se las van a arreglar los gobiernos de turno para detener esta fuerza exigente y demoledora. Algunos han encontrado en el populismo un aliado disolvente de egos, dando al pueblo circo, como en la antigua Roma, y manteniendo el poder para sí hasta el enriquecimiento desmesurado de la casta gobernante.

Es indudable que vivimos una crisis de ego, porque nadie encuentra digno  reconocer al otro como alguien mejor, o superior a nosotros, sea en materia de arte, o de gobierno: muy por el contrario, siempre esos otros son peores. Y en consecuencia, ya nadie aguanta al otro, ni en el bus, ni en la calle, ni en el metro, todos se sienten empoderados de un halo  omnipotente de virtudes y derechos que niegan la existencia del otro. Todos apelan a sus derechos ante cualquier roce, ignorando, por cierto,  que primero están los deberes de los ciudadanos. Si por casualidad cruzas una ciclo vía, los ciclistas se sienten con derecho de atropellarte porque estás invadiendo su espacio particular y propio. Lo mismo ocurre en las calles con los automóviles; esos robots ciegos que circulan por las avenidas ignorando a los transeúntes y espantándolos a bocinazos como a las gallinas en los campos. Igual ocurre cuando el peatón cruza una bocacalle sin mirar si viene un automóvil, convencido que una vez sobre su paso de cebra  está completamente en derecho y a salvo, olvidando que si lo llega a atropellar un automóvil, una moto o un ciclista,  aunque esgrima sus benditos derechos de potestad, nadie podrá devolverle en el futuro la pierna o el brazo.

Sócrates hablaba del cuidado de sí, que es una responsabilidad de cada individuo, por cierto, al margen de las leyes y los Estados. Pero nuestro egocentrismo no nos permite ese acto de humildad, muy por el contrario, nos lleva al convencimiento que son los demás, esos mismos odiados demás, los llamados a velar por nosotros, por nuestra salud, por nuestra educación, por nuestra jubilación, llámese Policía, Estado, Municipio, Vecindario, Comunidad…

 

Miguel de Loyola – Santiago de Chile – Diciembre del 2014.