Por Edmundo Moure

La palabra vacaciones, asociada desde temprano al agua sonora y misteriosa, era para nosotros algo quimérica en los años de infancia y juventud.

Con una prole de ocho hijos, la abuela que vivía con nosotros, un tío abuelo y el hermano enfermizo de mi madre, más uno que otro residente a tiempo completo, que nunca escaseaban en aquella casa de cuartos innumerables y de larga mesa provista como milagro cotidiano, salir de veraneo, en familia, era asunto tan improbable como embarcarse en un transatlántico rumbo a Europa.

Pero mis padres nos llevaron, por primera vez –éramos sólo cuatro-, a un breve regalo estival en la localidad de Puente Negro, cerca de San Fernando, quince kilómetros hacia la cordillera, villorrio emplazado entre los ríos Tinguiririca y Claro, más cerca de este último, donde había abundantes truchas –hablo de febrero de 1946- que hacían la delicia del gallego Cándido, asiduo pescador.

Nos alojamos en la Pensión Parra, propiedad de doña Fidelia. Era un enorme caserón de dos altos pisos, provisto de ancho corredor y balaustrada que daba al camino de tierra en ascenso por los contrafuertes cordilleranos, hasta llegar a las Termas del Flaco y a la Sierra de Bellavista. Las amplias habitaciones de la segunda planta carecían de baño. Sobre una vieja cómoda había un gran lavatorio de fierro enlozado y un jarro o jofaina del mismo material, artilugios que servían para un aseo de cintura arriba, quedando el resto, incluidas las partes pudendas, al arbitrio de los baños en el río, a donde llevábamos una barra de jabón “gringo”, para mantener la necesaria higiene de los cuerpos. Al fondo de la quinta arbolada, sobre la acequia de rumorosas aguas, se alzaba una caseta de madera, provista de asiento con orificio redondo, que permitía desahogar los apremios escatológicos… De un clavo en la pared pendían papeles cuadriculados de periódico, dispuestos para aquella necesidad más urgente que la lectura.

Al despuntar el alba, mi padre, junto a su hermano Manuel y al amigo Arnaldo, remontaban las márgenes del río Claro y gozaban del placer de la pesca con mosca, una de las más difíciles especialidades, tan bien descrita por Ernest Hemingway en su notable novela autobiográfica, Nick Adams, donde narra sus primeros pasos en el arte de la caña vibrante y el sedal presto, bajo enseñanza de su padre, estableciendo fina analogía poética entre el acto de atraer al pez, hacerle picar el anzuelo, y cogerlo, aún palpitante y escurridizo, para depositarlo en la canasta del morral, con los escarceos amatorios del adolescente que descubre los primores del sexo. 

Yo tenía apenas cinco años, así que aquella fantástica aventura sólo quedaba librada a la imaginación y a las promesas de un futuro remoto, “cuando seas grande”. La incitación palpitaba para mí entre el sonido del agua y el olor pegajoso y salobre de los aparejos de pesca y de esa canasta de la que emergían las truchas que íbamos a comer con deleite…

Recuerdo una tarde, en que padre Cándido había salido, solitario, a repetir la excursión de la mañana, quizá descontento por los escasos frutos obtenidos… Mi madre se veía muy inquieta por su tardanza, a medida que el sol trazaba su ruta de reposo, preocupación que se trocó en angustia después de la hora de cenar… Más aún, cuando al cabo del crepúsculo estalló súbita tormenta cordillerana, con truenos y relámpagos, y la lluvia se dejó caer con furioso repiqueteo contra aquella vieja casona y sobre el espeso polvo del camino.

Tío Manuel disimulaba su propio desasosiego, burlándose de la aprensión materna: “Ya va a llegar, cuñadita… Capaz que haya pasado a beber chicha en la cantina de los arrieros, o quizá esté charlando con la viuda de la botica”…

Cerca de la medianoche, furiosos ladridos del viejo can de la pensión alertaron a los adultos. Se escuchó el característico silbido que bien le mereció a papá el alcume gallego juvenil de O Grilo (El Grillo), allá en A Touza, porque, al decir de su amigo Maduro: “ía sempre polas congostras, asubiando” (iba siempre por los senderos, silbando).

Mi madre ahogó un grito de sorpresa. Cándido apareció en el umbral, calado hasta los huesos, con su alta silueta recortada bajo el dintel. En su cara se veían marcas de profundos arañazos que aún sangraban. Sus anchas manos exhibían similares heridas, pero una sonrisa de satisfacción le iluminaba el rostro, donde centelleaban los ojos azules. Me pareció temible aquella figura, con un sesgo de vitalidad salvaje que me hizo estremecer…. Al día siguiente, durante el almuerzo, narró en detalle lo ocurrido: Luego de llegar a un punto elevado del río, comenzó a pescar desde la orilla, para ir aventurándose cada vez más dentro del agua, buscando los bajos donde suelen pernoctar las truchas. Logró pescar una docena de ellas. El morral pesaba lo suyo, mientras seguía en la faena, sin percatarse que la corriente del río se intensificaba, hasta que el agua le llegó a la cintura. Con recelo, advirtió que el cauce iba encajonándose poco a poco entre unos farallones cubiertos de zarzamora. Oscurecía. No era posible retroceder. Pensó desembarazarse de aquella preciosa carga de plata húmeda y reluciente, pero resistió aquel impulso derrotista. Buscó afanosamente un lugar, una grieta en aquel muro natural por donde poder trepar… Tenía que escuchar la voz del agua y su compás memorioso, que señala vías, honduras y recodos salvadores… Repitió varios intentos infructuosos. El agua le acariciaba las axilas. Era preciso salir o la corriente le arrastraría hacia la confluencia del Claro con el Tinguiririca, donde el torrente se despeñaba con estruendo irreparable. Logró aferrarse a la zarzamora, a esa silveira que recordaba tan amable en los días de la infancia, con sus dulces amoriñas (moras) que recogiera para agasajar a su madre Elena… Sus manos poderosas y sus fuertes brazos posibilitaron el lento ascenso hacia la ribera… El denodado empeño por sobrevivir hizo insensibles las desgarraduras de espinas y piedras, pero los estragos en su cuerpo resultarían más elocuentes que sus palabras.

En febrero de 1948, mis padres arrendaron casa en el balneario de El Quisco. Veraneamos en ese lugar idílico, donde no había entonces más de veinte casas y la playa era una extensión dorada, casi desierta, que se ofrecía, exclusiva, a nuestros juegos… Hay fotografías, en blanco y negro, donde aparezco con mi hermano Toño, en trajes de baño de lana…  Entre los vívidos recuerdos de aquellas dos semanas, sobresalen dos; el primero, mi forzoso aprendizaje de torpe nadador, cuando mi primo hermano Julio me lanzó a una poza de tres metros de profundidad, gritándome, con brutal pragmatismo: “o nadas o te ahogas, huevón”… Nadé. No cabía otra cosa. El segundo recuerdo fue un violento acceso nocturno de asma, que mi madre procuró aliviar mediante espesa infusión de leche hervida con ajo; la tragué con irreprimible asco y obediencia casi beatífica… Al parecer fue un buen paliativo, aunque no he repetido su prescripción… Parecen hoy más eficaces los inhaladores, salvo aquellos de procedencia rusa, que no le sirvieron al Che en sus agudos sofocos selváticos, como bien lo expresa en el célebre Diario de Combate, a despecho de estalinistas de entonces… y de ahora.

Con el correr de los años, ir de vacaciones fue sinónimo de gratos días en Chacra El Olivo, para los que debíamos turnarnos, entre los seis varones. Fui quizá el huésped más asiduo, acogido por mis primos Sergio y Manolo, coetáneos y compinches de fechorías y aventuras en aquel lar remoto que surge a menudo en los recuerdos de mi conciencia, y, sobre todo, en mis sueños, lugar en que la esperanza suele encontrar, como lo hiciera mi padre, el camino de regreso por la infalible memoria del agua, que rescata los murmullos de la vieja lengua campesina de los antergos, como si discurriera por el Búbal de Santa María de Vilaquinte.

En el verano de 1974, veintiocho años después, arrendé una cabaña en la localidad de Shangri La, ubicada siete kilómetros al oriente de Puente Negro, rústico balneario en la ribera del río Claro, que regentaba un judío-ruso, Boris Krivoss, y que le había otorgado aquel pretencioso nombre de oriental y místico exotismo… Solo, yo remontaba el río en persecución de las truchas, agitando el anzuelo-mosca sobre la límpida piel del agua, sin la habilidad de mi padre, pero con algo de fortuna que me permitía volver con algunos ejemplares, para luego cocinarlos en el ennegrecido fogón. Solía caminar hasta el pueblo, para comprar vituallas. Una mañana advertí, bajo el corredor frontal de la Pensión Parra, la figura venerable de doña Fidelia, sentada en silla de mimbre. Me acerqué a saludarla. Estaba ciega, pero al parecer lúcida, a los noventa y cinco años de edad… Recordó a mi padre: “Era muy buenmozo don Cándido y tenía acento extranjero; venía mucho por aquí, a pescar en verano y a cazar en invierno… A veces se alojaba en mi pensión, pero prefería quedarse donde la Mireya, la viuda del boticario”…

En el eterno fluir, va develando sus secretos el camino del agua.  

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Marzo 2015

Foto: http://www.jggweb.com/correr-sobre-el-mar/