Los invitamos a leer relatos del escritor argentino y colaborador de Letras de Chile, Rolando Revagliatti (Buenos Aires, 1945). Autor de numerosas publicaciones en papel y en soporte digital, sus libros cuentan con ediciones electrónicas disponibles en http://www.revagliatti.com

Lineal

Parido es el niño el día de su santo.

Su tío materno, sólo él, lo duerme con facilidad.

Ya camina. En un hotel de Santiago del Estero se escabulle por los corredores.

Queda constancia fotográfica de su satisfacción montando burrito en Río Ceballos, sostenido por su papá.

Se entretiene rompiendo papeles, arrojando monedas y jugando con un cesto de mimbre y broches para la ropa. Sigue costándole conciliar el sueño.

Hace palotes un poco antes de cumplir cuatro años, guiado por una maestra jubilada. Lo operan de las amígdalas.

La mamá cuenta en una postal gigante, con motivo ciudadano, enviada a una cuñada, que su hijo extraña cuando el micro del jardín de infantes, los días feriados, no lo viene a buscar tempranito. El hijo, en cambio, disfruta mórbidamente quedándose en la cama, en especial, durante esas mañanas de calamitoso invierno.

Cursa el colegio primario salteándose primero inferior.

Sufre cuando su padre abandona el hogar y la madre llora y maldice. Lo operan de un sobrehueso en una sien.

Se alegra cuando el padre retorna. Persisten sus dificultades para descansar mientras duerme. Lee Robinson Crusoe.

Recibe como regalo de reyes su primera bicicleta. Lo sorprende y emociona. Estrábico, acude a un oftalmólogo, quien detecta astigmatismo. Usa lentes.

Estudia piano y flauta dulce. Pero, con intensidad, sólo prosigue el estudio del piano. Lee a Evaristo Carriego.

Inicia el colegio secundario. Él y su primita, en secreto, se imaginan casados y papis. Las pesadillas lo hostigan.

Compone un tema musical. Colecciona estampillas. Aprueba materias con notas mínimas. Se corrige su estrabismo, operándose.

Es desflorado sin contemplaciones por una amiga de su prima, mucho más práctica. Se reitera con la misma persona la experiencia genital. Vende su colección de estampillas. Lee el tomo uno de En busca del tiempo perdido.

Fallece la madre. Anda por las calles durante la noche en que es velada. Amengua su interés por el piano. No atina a ocuparse de los trámites de internación de su padre en un sanatorio.

Se aleja por completo de la música. Culmina con zozobra el colegio secundario. Intenta en vano concentrarse en la lectura del Quijote.

Zafa del servicio militar. Trabaja en una empresa inmobiliaria. Mantiene contactos aislados con algunas chicas.

Después de pasar un domingo de sol en el country donde su patrón había inaugurado una formidable casa de tejas azules, y percatarse de que cada miembro adulto de la familia del patrón dispone de su propio automóvil, queda perturbado. Segundo intento con el Quijote.

Escribe, a un amigo radicado en Austria, frases que a este llaman su atención en la relectura de la carta. “Redacción elegante en ese breve tramo”, califica su amigo en la posdata. Este es el tramo: “Oh, por cierto, dormirme no es muy sencillo para mí. Antes debo leer. Cansarme leyendo. Casi siempre. Ha ocurrido que me he quedado leyendo por horas, antes de deponer mi condición vigilante”.

Trabaja en el Banco de Galicia: con sus respuestas al interrogatorio al que es sometido en el examen ideológico previo a su ingreso, logra que no se sospechen sus simpatías por el socialismo. Fallece su padre. Conoce a Beatriz. Se enamora. Pero no es debidamente correspondido. Concluye con la lectura del último tomo de la novela de Proust.

Es operado por un cirujano odontólogo de abscesos en ambos lados de la base de la nariz. Se desmoraliza cuando se convence de su carencia de talento para ganar “dinero grande”. Fallece el tío materno que lo dormía con facilidad.

Consigue un segundo empleo atendiendo un kiosco. Se angustia asistiendo a la proyección de un film en el que una camarilla de oligarcas escarnece a un hombre humilde. Recuerda a otro infeliz con el que también se había identificado: en una festichola de copetudos, Luis Sandrini era dejado en calzoncillos.

Traspone los límites de Argentina: visita Asunción. Cuando supera, con inconvenientes, las quinientas páginas del Quijote en su tercer intento, y en franca rentrée con aquella Beatriz que parece ahora atraída por él, fallece, mientras es operado de peritonitis.

Gabriela

“…me acerco, casi en el cruce con Maipú, y digo que me gustaría saber si tengo alguna chance. Suspende la mirada mientras me oye. Se detiene toda. Transido parpadeo ante la aparición incuestionable de súbita trompita. Gira la cabeza hacia mí. Comienza a pesquisarme desde la barbilla. Sin entusiasmo expande las pestañas hacia una de mis orejas y hacia la otra. Saltea mi mirada, por lo que me impide contender. Escandalosamente me recorre los labios y un poco la nariz. Aunque ya dice cosas (sé de su voz pausada), no la oigo. A los ojos me mira. Y es ahora —no hay nada malo en su castellano— cuando la entiendo. Somos los que se miran mientras hablan. Me pregunta a mí (!) cómo me llamo. Musito mi gracia antes de atragantarme sin atenuantes. Y afirma llamarse Gabriela, un nombre en el que parece caber. Ella es esa mujer que se llama Gabriela. Le digo: «Sos esa mujer que se llama Gabriela». «¿Estabas esperándome desde que naciste?», inquiere. Y me ofreció su sonrisa. Imaginé que me mordería con parsimonia, anhelando reembolso y creces. Caminamos inventariando los estrenos que debiéramos ver juntos. Nos sentamos a los lados de una mesita circular y paqueta, de las que no me agradan, en una confitería de inmoderado señorío. No es mucho el tiempo del que dispone, me advierte. «Pero ya vendrán ratitos mejores.» A la noche yo podría ir a buscarla. Viene el mozo, cumplido y distante. «Café doble.» «Café.» Crepito cuando el mozo se va: «¿¡Y dónde tendría yo que irte a buscar, por todos los cielos!?» Agarra una servilletita: «Te lo anoto». Le alcanzo mi súper bolígrafo. Escribe números grandes y esbeltos. Que la espere en la puerta. «A las diez está bien.» Y anota veintidós. Tras recobrar mi súper bolígrafo, delineo un corazoncito rápido y sin bambolla como quien firma o muesca. Me guardo la servilleta y el ademán. Mi súper bolígrafo no sé, no lo guardo todavía. Gabriela me cuenta qué estudia, demora su café y me condena a desearla. Llama al mozo: «Yo invito». Y paga. En la mejilla y en la vereda me besa, y se va.”

Andaba yo bastante solitaria cuando el novelista a cargo del primer taller literario al que concurriera me desasnara sobre aspectos prácticos: esenciales recaudos y sensatos artilugios. Me introduje en ese ámbito con muchas ganas y lecturas, atraída por su notoriedad. Logré mantenerme en un intenso entrenamiento: descripción de un barrio, o de un episodio desde el punto de vista de un animal, variantes de final para historias ajenas, articulación de dos monólogos interiores, o como lo que acaban de leer, sencilla secuencia trasmitida por personaje de sexo opuesto al del autor. (Yo no era Gabriela, pero hubiera preferido serlo; querría llamarme Gabriela y ser esa Gabriela.) Tres de mis compañeros, varones, eran talentosos e informados. Sus puntualizaciones me regocijaban; no estaban en seducirme (lo que no me hubiera venido nada mal…) y evidenciaban favorable disposición para con mis comentarios sobre el quehacer de ellos. ¿Otros?: mina muy atacante que explotaba de malicia para con las demás mujeres del grupo; bufarrón vanamente capcioso, panegirista de Alejandro Magno; muchacho en carrera periodística (gacetillero) repleto de vicios profesionales; adolescente prometedora que nos perturbaba con sus sonetos intimistas. En fin. Tuve problemas de guita y proseguí en otro taller, más accesible, coordinado por un licenciado en letras. ¿La consigna para mí más estimulante?: escudriñar pinturas y trasvasar a palabras las sensaciones y ocurrencias:

“I) Dícese Pantocrátor y algunos nombres propios (Lucas, Vitulo, Marcus, Leo…) circundan el motivo central (materia de iluminadores): Un barbado santo con dos dedos extendidos. Exactamente tres bichos alados con ropas de hechura similar a la del barbado y a la de una otra figura también alada con cabeza varonil, desde los ángulos acompañan provistos de sendos libracos.

II) Humano y energético el escarabajo ocre, veteado, pleno, con el pulgar izquierdo retorcido, tanto como para que la perfecta uña nos sea visible. ¿Qué cosa son esos redondeles blancos esparcidos, sin relieve (¿humedad?) y esas letras griegas en el muro zodiacal desde cuyo centro una manopla con otros dos dedos (índice y del medio) extendidos proyectan un delgado rayo? Detalle de lapidación de un diácono protomártir.

III) Al temple sobre tabla este frontal gótico en el que dieciséis lenguas de fuego llenan de inclemente algarabía a los encargados de la inmisericorde cocción de los nueve cuerpecitos de niños harinosos que se toman de las manos”.

Está ya en librerías mi primer libro. Destaco que con el seudónimo Gabriela (único nombre de la hija que concebí con un bardo de paso por ese otro taller), obtuve un primer premio (precisamente la edición de la obra).

Grupo

Somos ocho. Estoy desde hace tres años. Y tenemos una sesión individual con alguno de los dos terapeutas. Ella es médica y él es psicólogo. Nos reunimos en el consultorio de Elsa los miércoles a las diecinueve. Tanto Elsa como Fernando son mesurados. Elsa, a veces, efectúa interpretaciones humorísticas, brillantes, pero sin perder la seriedad. Fernando interviene menos y, por lo general, hace el cierre.

Cuando empecé, mi fragilidad emocional me destrozaba. Por cualquier boludez me ponía colérico o destemplado. En mi casa no me aguantaban. Cuando mi hermana me encaró blandiendo la tarjeta de Fernando, no opuse resistencia. Mi hermana temía mi reacción. Me tomé cuatro días para darme impulso y llamé al número de Fernando y concerté una entrevista. Venía él como con mucho recorrido con adolescentes. Y con adolescentes jodidos: drogadictos, chorros… No como yo.

Rendía poco en el industrial, repetí segundo año. Nunca había agarrado a una chica del brazo, siquiera. Me mandé una…: me hice operar innecesariamente del dedo de un pie. Yo sostenía que ese dedo estaba “flojito”, “debilitado”, sin la consistencia de los otros. Así que los hijos de puta del sanatorio me rebanaron.

Al principio de tratarme, quería superar mi timidez. Y me masturbaba sin convicción. Ahora, en cambio, salgo con una mina que, si bien no me copa, me conforma, me… Procuro largarme más en la cama. Con la primera que cogí estuve rígido. Siempre. Todas las veces. Y con la actual, no soy un fenómeno. Para despabilarme, aporta Nico, el mayor del grupo; tiene cinco hijos. Es respetado por su franqueza y su tacto. Opina que lo que sea puede ser dicho. Es librero de volúmenes usados y de ocasión.

Clarisa es una chica triste. Bueno, no tan chica. Y, sin embargo, sí. Y el pescado sin vender. Sin pareja, es un garrote, no hace valer sus atractivos. Es eficiente en lo suyo: computación científica. Mantiene al padre, postrado, atendido por una empleada. Está con que su madre murió por su culpa, en un accidente tremendo en la ruta interbalnearia. Ella cursaba la primaria cuando sucedió. Volvían de vacaciones.

La contrafigura es Amalia. Amalia Noemí. Es un tiro al aire, estuvo internada en un neuropsiquiátrico de Venezuela. Convivió con varios tipos desde que se fugó de su casa. Y se las rebuscó. Con uno, yiró por la India. Con otro, incursionó en artesanías en Bruselas. Con amigas, recorrió miles de kilómetros en jeep. Cómo me gustaría que me diera bola. Aunque si me diera bola habría que declararlo, y no podríamos seguir juntos en el mismo grupo.

Que fue lo que pasó con Marta y Adolfo. En abril estaban los dos. Pero empezaron a verse por separado, ocultándolo, hasta que cuando resolvieron comunicarlo hacía ya semanas que se encamaban. Produjo revuelo en los demás; en Clarisa, indignación. En Josecito, otro compañero, un pobre de espíritu, gracia. Yo me sentía atontado. También me calentaba Marta. Y hubiera calzado conmigo más que con Adolfo. Por edad y temperamento. Adolfo le lleva quince años y Marta me lleva dos. Quedó Adolfo con nosotros. Es uno de esos obsesivos parsimoniosos que no sé qué pudo haberle visto Marta. Adolfo es traductor de alemán y da clases de gramática castellana a ejecutivos de una red de bancos.

Tenemos un homosexual proletario en el grupo: Facundo. Vende cosas. Sobre todo, en los trenes del Ferrocarril Sarmiento. A Adolfo le regaló bolígrafos; a Josecito, una guía de calles; a Mariana, una tijera de podar; y a mí me arregló con una perchita. Es bastante ocurrente, aunque por ahí se zarpa. ¡El sí que se esfuerza por costearse la terapia!

Mariana fue la última en incorporarse al plantel. A ella la paso cuando no se pone en estrella. Y ahora que me oigo me viene un bajón, pero un bajón, como si me licuara, como si los estuviera traicionando.

Informe

Pocos edificios concentrados en las manzanas que lindan con la plaza; el más alto llegará a quince pisos. Las casas tienden a la sencillez. Las más antiguas, con los jardines encerrados por muros de los que sobresalen enredaderas y estrellas federales. Las puertas, de hierro, pintadas de verde. De las que no están pintadas de verde… nadie atinaría a definir el color. Espaciosas estas casas, y cuidadas, con esmero incierto. Y casi todas las modernas, lo son por haber sido restauradas. Hay calles con apenas unos arbolitos, recién plantados. Otras ostentan muchos, y añosos. Los canteros de la plaza, maltratados; los bancos de madera, rotos; los juegos no, curiosamente. Sólo hay una avenida. Y calles anchas, bien señalizadas, de tránsito rápido. Las cortadas, cercanas a la iglesia. Sobre la avenida, las galerías principales. Dentro de la más vistosa, la confitería bailable mejor montada. No hay cines ni hoteles para parejas, pero sí el teatro de una cooperativa, con su edificio al lado de la comisaría. Las instituciones bancarias, en esquinas, pero no las farmacias. La plazoleta, con los puestos, escasos y alicaídos, de compra y venta de libros, embaldosada. Al barrio lo atraviesan varias líneas de colectivos (y con ninguna se llega al microcentro).

Y en la húmeda y tétrica bodega de la discreta finca de dos plantas de don Benito Manso, su único habitante permanente, podríamos hallar: tres pares de borceguíes, siete camperas camufladas, dos pantalones de combate camuflados, un mameluco completo camuflado, una boina con la leyenda “Comando”, un piloto tipo militar, tres carpas de campaña, con estacas, partes de armas automáticas (cañones, correderas, etcétera) de aparente fabricación casera, un par de guantes del Ejército Argentino, una pistola marca Browning número 11-67287 calibre 9 milímetros con grabado de Policía Federal Argentina, diecinueve cartuchos calibre 12.70 milímetros, cuatrocientos dieciocho cartuchos de bala calibre 22, una carabina calibre 22 marca Ruger número 124-03334, diez panes de trotyl de procedencia estadounidense, cinco detonadores con conductores eléctricos de procedencia extranjera, un casco blanco con inscripción “P. M.”, cuatro pistoleras, un carnet de periodista a nombre de Carlo Scaracifiglio, dos tiras de negativos fotográficos de película blanco y negro de 35 milímetros, una granada de mano MK2 con tren de fuego, tarjetas personales a nombre del general (RE) José Anuncio Céspedes Villar, con rótulos varios, embute trotyl, un carné del Departamento Contra Subversión de la Presidencia de la Nación, un cartón de Jefatura II con direcciones varias, doscientos metros de cordón detonante de cincuenta grains de procedencia Fabricaciones Militares (el mismo equivalente a 3,5 kilogramos de alto explosivo denominado pentrita), una carabina marca Winchester, calibre 22 a repetición sin cartuchos de bala, una pistola ametralladora Sterling-SNG calibre 9 milímetros, cuatro cargadores, porta cargadores y herramientas de la misma, un revólver 32 Smith Wesson NR 204.915, tres esposas U.S.A. Smith Wesson, un auricular con disco, calzador para toma telefónica, un sello “Presidencia Casa Militar”, una escopeta calibre 16 milímetros marca Eibar NR AM-82716 Sarrasqueta, una mira telescópica, distintos elementos de correaje porta cargadores y, aproximadamente, unas veinte a treinta prendas de uniformes militares de distinto uso.

Además, un escudo de Infantería de Marina, una calcomanía que dice “Argentina-Presidencia”, una credencial metálica dorada con texto “U. S. Social Security” NR 144-63-2461 a nombre de Antonio Velnis, un par de cachas de madera para revólver, una brújula del Ejército Argentino, una boleta de renta con anotación manuscrita que dice “embute armas lobito”, una caja vacía con cartuchos 9 milímetros, un calibre para la medición de diamantes, una capota militar de gala, un mini componente de audio, un equipo de audio con adaptador y micrófono, un equipo transmisor de VHF-FM, una antena magnética portátil, una fuente de alimentación, una antena látigo, cinco sables bayoneta, un Tahalí de origen U.S.A., un Tahalí marrón, una culata para carabina, una bomba de estruendo, once detonadores a mecha, un detonador eléctrico, una tarjeta comercial en cuyo centro se encuentra el logotipo de una mano y a su alrededor la inscripción “Manos Argentinas”, dos pelucas de hombre, un equipo de radio llamadas, un cargador de F.A.L., una cantonera de goma, cinco cartuchos calibre 357 de supervivencia, cuarenta vainas servidas calibre 357, un motor cohete de 70 milímetros, cinco jeringas y dos ampollas de clorato de apomorfina.

Pero, en esta surtidísima bodega de don Benito Manso, no encontraríamos por más que buscáramos y rebuscáramos, ni una sola botella, ni una sola, de un buen vinito de mesa.