Por Juan Mihovilovich

No, no me había curado: el amor
es una enfermedad en un mundo
donde lo único natural es el odio.

José Emilio Pacheco, pág. 50

El escritor José Emilio Pacheco construye en esta nouvelle un universo único, pulcro, serio y lúdico a la vez, desde la voz inquieta de un niño que asiste asustado al alumbramiento de su juventud, al tiempo que deletrea con premura los hechos significativos de la ciudad de México, que traspasa rápidamente los umbrales de la modernidad. Una modernidad despiadada, translúcida en sus ofrecimientos materiales, con sus devaneos del “milagro americano” posguerra, que permea la vida de sus pares y de quienes confluyen en sus fronteras, inmigrantes de paso o permanentes, hacia un mundo nuevo, diferente, de insuperable materialismo: las puertas del cielo o del infierno se abren con dentelladas agudas que invitan a ser saciados o absorbidos en la metáfora de lo teóricamente verdadero.

Desde esa óptica primigenia, Carlitos, el antihéroe infantil, se yergue con sus pesares y observaciones a costa de una realidad que intenta descifrar, no sólo por su interacción con sus compañeros de colegio: Rosales, (el pobre) el Jim, (su homólogo) Harry Atherton, (el rico ante quien Carlitos será un mendigo). En fin, el profesor Obregón, Héctor, su hermano mayor desquiciado y obsesionado por el sexo y que llegaría a dirigir una empresa de cuatro mil mexicanos, en tanto Carlitos mira el pasado con un dejo de antojadiza incertidumbre.

Y entremedio, el amor platónico de su incipiente adolescencia por Mariana, la madre de 28 años de Jim, y a quien Carlitos, en un acto de valentía y pavor escénico le declara su pasión incontrarrestable, su idolatría, su sueño profundo, el que ni siquiera alcanzará a desvestirlo por completo, abochornado de su pasajera desnudez de cuerpo y alma. Pero el personaje se resiste ante lo evidente: su paso por la infancia y mocedad estará marcada para siempre por el peso irremediable de un amor edipiano: Mariana le tomará una de sus manos con una compasión maternal invocándole un futuro donde su presencia física será apenas un recuerdo difuso.

Carlitos ve su realidad a retazos, entremezclada con un entorno que lo acosa y subyuga, como si desde el sueño que lo arrebata, la imagen de Esteban, un cineasta joven y enamorado de una de sus hermanas, surge aturdido a golpes por Héctor, con el rostro ensangrentado y su mirada deshecha, para más tarde desaparecer de su espacio. Y Carlitos verá después sus escasas películas como una sombra irreal, mimetizado en la figura fantasmal de Esteban, ese precario director de cine que a duras penas conformó unas escenas tan ilusorias como su propia vida.

Sin embargo, la existencia no es ni puede ser lineal. Carlitos, con unos años más, saliendo de un club de tenis luego que su padre pasara de la modesta fábrica de jabón a ser el mandamás de los detergentes insertados por el sueño americano, se encontrará, de golpe y porrazo con Rosales arriba de un bus: Rosales, el niño pobre que vende “Candys” en una cajita de cartón quisiera huir de él, de su miseria y su pasado, pero la realidad es más potente. En un café le narra la muerte atroz de Mariana y Carlitos siente que el mundo ha caído sobre sus espaldas con una sentencia condenatoria: ella, la mujer amada, desde su visión adolescente, se extravía para siempre en su memoria y, paradójicamente, regresa con la fuerza inusitada de un dolor incontrarrestable.

El período que el narrador despliega es, en seguida, una metáfora de las batallas que libró en el desierto de su propio desarrollo personal y el de su entorno. Su retrato se desgasta sin remedio mientras desentierra su estadía desde el ámbito vivido en la “Roma azteca” y su despertar en un bus imaginario que ahora le cuesta descifrar.

Quizás todo fuera irreal, su pasaje por un colegio multifacético, con gobiernos de papel o autoritarios, con seres corruptos que deambularon por sus pasillos con una espada invisible que cercenaba, sin saberlo, sus sueños y utopías, las suyas, las familiares y las de una sociedad mexicana descrita con certeras pinceladas de un pintor supuestamente distraído y, no obstante, lúcido.

Se queda, entonces, la apariencia confusa de quien vivió y conjetura que, si Mariana viviera hasta el final de esta estupenda nouvelle, tendría la friolera de ochenta y tantos años: un cruel espasmo en el devenir de los astros.

Y al instante llorará desconsolado preguntándose si de veras aquella Mariana y él mismo, de veras existieron.

Autor: José Emilio Pacheco
Novela, 60 páginas. LOM Ediciones, 2001

Las batallas en el desierto
Las batallas en el desierto