El escritor mexicano Jaime Muñoz Vargas visitó nuestro país en abril de este año y participó en lecturas y reuniones sobre literatura. Además, es el primer SOCIO HONORARIO EXTRANJERO DE LETRAS DE CHILE

ASOMBRO Y GRATITUD POR CHILE

Por Jaime Muñoz Vargas

Maribel, mi esposa, y yo aterrizamos en la capital chilena al mediodía del 19 de abril de 2024, y rápido debí cambiar dólares a pesos chilenos. Como su moneda tiene muchos ceros, el desconcierto inicial es inevitable.

Llegamos con un hambre de caníbales y luego de establecernos en el departamento salimos en busca de cualquier comida. La encontramos en una pollería casi contigua al edificio. El encargado de la tienda se asustó cuando le pedimos medio pollo para cada uno. Nos persuadió de que era suficiente un medio pollo para los dos. Y así fue: el medio pollo era en realidad medio guajolote y venía acompañado por un kilo de hermosas papas a la francesa que devoramos sin mucha elegancia. Luego de esa ingesta urgente, descansamos un poco, pues debíamos prepararnos para mi presentación en la biblioteca pública de Ñuñoa. Ñuñoa es una comuna de la Región de Santiago, y una comuna es algo así como una municipalidad, aunque la verdad todavía no entiendo bien la división administrativa chilena. Llegamos en punto de la hora luego de vivir cierta tensión sobre un taxi que tomó Vicuña Mackenna, luego la larga avenida Irarrázaval y parecía que no llegaba, pues era hora pico, viernes por la noche. Al fin aparecimos en la biblioteca y allí estaban ya Diego Muñoz y Gabriela Aguilera, nuestros anfitriones, además de varios amigos de la corporación Letras de Chile. El diálogo entablado fue muy cordial. Hablé de mi trabajo literario y de libros y autores mexicanos, todo en un ambiente de calidez extraordinaria. Al final, muy cansados ya, Maribel y yo compramos lo básico en un súper para preparar unos sándwiches que también nos supieron a milagro.

A la mañana siguiente, la del sábado 20 de abril, Diego pasó muy temprano por nosotros para viajar a Valparaíso, Viña del Mar y Concón, tres ciudades unidas en la costa del Pacífico chileno. En la carretera pudimos apreciar que la orografía de Chile casi no permite las planicies, y todo es cerros, subidas y bajadas.

Llegamos a Viña y paramos en la Quinta Vergara, espacio en cuyo museo tendría mi segunda presentación, esta sobre literatura negra y literatura a secas. Antes, nuestro anfitrión, Jorge Ramírez de Arellano, del Grupo Cultural Vórtice, nos condujo al anfiteatro (el famoso “Monstruo de la Quinta Vergara”) donde se celebra cada año el Festival Internacional de Viña del Mar. Luego, entramos al museo del Palacio Vergara y en uno de sus salones ofrecí mi exposición en diálogo con Diego. Nuevamente el público se mostró muy atento a mis palabras. Al final buscamos un lugar donde comer: lo encontramos en El Faro de los Compadres, un restaurante con vista al aneblado Pacífico. Diego y Maribel despacharon albacora, un pescado al parecer maravilloso, y yo no pude dejar pasar la oportunidad para acceder a uno de los platos favoritos de Neruda: caldillo de congrio (que es una especie de pez anguila, alargado), delicia de la gastronomía marítima de Chile. El regreso a Santiago fue igualmente placentero, pues la conversación con Diego es imposible que se derrumbe en la monotonía. ¿No será de interés saber que su padre homónimo, también escritor, fue compañero de escuela y amigo de Neruda y que el mismo Diego niño conoció y trató al Nobel chileno y a decenas de escritores más?

El domingo se dio nuestro primer día descansado en Santiago. Decidimos ir al estadio La Cisterna de Palestino para ver al equipo local contra la Universidad de Chile, mi querida “U”. No pudimos entrar, el estadio es muy muy muy pequeño y todos los boletos sólo habían sido vendidos por internet. Tampoco fue traumático, rondamos por el entorno del estadio (los grafitis tienen una actitud política muy combativa), compramos algún souvenir y vimos dos escenas en las que los temibles carabineros a caballo perseguían aficionados remisos a quedar fuera del estadio. Mejor fue tomar un taxi y alejarnos. Decidimos entonces ir al Palacio de la Moneda, para las fotos oficiales en el santuario laico del querido presidente Salvador Allende. Caminamos la Alameda, nombre que los chilenos dan a la avenida Libertador Bernardo O’Higgins. Comimos por allí, pizza esta vez, y terminamos con un cafecito y una vuelta a casa con algo de confusión, pues al ver el mapa uno sigue las calles sin saber que en Santiago, ciudad hermosa y cosmopolita, pueden cambiar de nombre de un crucero a otro.

El lunes despertamos otra vez temprano; a las 9 pasaría por nosotros Eduardo Contreras, escritor de novela negra que nos llevaría a la Universidad de Chile, donde yo conversaría con alumnos. Nos recibió la maestra Ximena Vergara, quien amablemente había preparado un amplio abanico de preguntas sobre mi trabajo literario. Dos horas de diálogo con estudiantes se fueron sin notarlo y sin duda fui feliz con el interrogatorio de los jóvenes. Al terminar, optamos por volver al departamento pues por la noche tendríamos una cena organizada para nosotros en el restaurante Las Lanzas, frente al parque de Ñuñoa, donde fuimos agasajados por Eduardo Contreras, Cecilia Arancibia, Josefina Muñoz, Max Valdés y Diego Muñoz y Paola Villa, entrañables amigos de la corporación Letras de Chile que días después, en un alarde de generosidad y casi al final del viaje, por cierto, me invistió como primer miembro honorario extranjero de la admirada institución.

Al día siguiente, martes 23, salimos tarde en busca de los recuerditos chilenos. Los hallamos en la Feria Artesanal Santa Lucía, y luego de las compras y tramitar una comida rápida subimos al cerro de Santa Lucía, una edificación portentosa desde la cual es posible admirar la extensión plena de Santiago. Pese a mi rodilla algo maltrecha, ascendí y junto con Maribel gozamos de las vistas disponibles desde aquel laberinto de escaleras y hermosos miradores. Aquí, como en todos los rumbos a los que recalamos, hice práctica de un oficio que estudié y me apasiona sin que haya sido mi profesión, aunque secretamente siempre quise abrazarla: la fotografía, arte que, más allá de la foto ocasional o de la inevitable y precaria autofoto, me permite jugar con el ritmo, la perspectiva y la composición en tercios y zonas áureas, y evitar a toda costa los horizontes caídos, los excesos de aire mal distribuido o los pies amputados por poquito.

Al día siguiente, el noveno de nuestro periplo, trabajamos en casa durante toda la mañana. Pese a la temporada del año, el sol seguía picando, así que salimos hasta que la tarde lo mitigó. Esta vez fuimos al Parque Metropolitano, un inmenso espacio (el cuarto bosque urbano más grande del mundo) que sirve como pulmón de la capital chilena. Allí, subimos por el teleférico a la cresta del Cerro San Cristóbal en cuya cumbre destaca la escultura monumental de la virgen de la Inmaculada Concepción. La vista desde ese punto es periférica, abarcadora de todo el valle santiaguino, urbe más poblada de edificios de lo que yo recordaba, pues había estado allá en 2011.

Al siguiente día fue menos agitado. Era el último en Santiago, y ante la inminencia del viaje decidimos tomar el día con calma. Trabajé todo el día en edición y ya muy tarde erramos para el rumbo del parque Bustamante, donde comimos en uno de los establecimientos ubicados en la avenida Ramón Carnicer. Por allí también compré libros. Apenas oscureció, volvimos a nuestro reducto en la calle Gral. Jofré para preparar maletas.

Agradecidos por la hospitalidad del país, partimos de Chile el viernes 26 de abril, nuestro décimo día de viaje. Tomamos el Cata Internacional, asientos 1 y 2 de la parte alta en un bus de dos pisos para tener una panorámica frontal de la cordillera andina. Poco a poco salimos de Santiago y poco a poco se nos fue revelando el inmenso universo de roca que nos esperaba durante seis o siete horas. El viaje es corto, pero se alarga en función de la sinuosidad del trayecto. Lo que más esperábamos era atravesar el Paso de los Caracoles, un zigzag de 29 curvas cerradas a una altura de más de tres mil metros sobre el nivel del mar. Como el trayecto es lento, pude hacer varias fotos a medida que ascendíamos aquel ir y volver en una de las incontables montañas de Los Andes en el lado todavía chileno. Hizo un día pleno de sol, y gracias a esto pudimos ver todas las tonalidades cordilleranas: ocres, grises, azulados, rojizos, verdosos, púrpuras, amatistas, una paleta apabullante de matices bajo el azul intenso del cielo. Llegamos a Mendoza cuando comenzaba a anochecer, y allí comenzó la segunda parte de nuestro viaje sudamericano de 2024.