Novela, Beda Estrada
Editorial Forja, 267 páginas
Por Antonio Rojas Gómez
Cuatro historias, todas con los mismos protagonistas, incluye este libro insólito de Beda Estrada. Me parece que “insólito” es el adjetivo más adecuado que puedo emplear. Porque si bien es sabido que hay un gran número de escritores que están incursionando en la novela negra, de crímenes y enredos policiales, no se me habría ocurrido nunca pensar que uno de ellos estuviese recluido en un claustro monacal y vistiese el hábito de monje benedictino. Tal es Beda Estrada. Pero si el autor del libro resulta insólito, mucho más lo es la protagonista, porque el cerebro encargado de desentrañar las argucias planteadas es el de sor Helena, una monja joven, que acaba de tomar los hábitos.
Las aventuras que encontramos en las páginas del libro no guardan relación con la vida monacal. Nadie atenta contra ningún monje ni contra una religiosa. En el primero de los cuatro relatos – “Al final del partido”- la víctima es un futbolista, integrante de la selección chilena, que muere asesinado en el camarín del estadio mientras se duchaba después de un entrenamiento. Una historia similar es la que contó Juan Cristóbal Guarello en su novela “Un muerto en el camarín”. Claro que Guarello es periodista deportivo, no es monje benedictino. En cualquier caso, resulta muy ingeniosa la manera de que se vale el autor para acercar a sor Helena al mundo del fútbol: el entrenador de la selección es un católico fervoroso, que regala al convento una máquina de trotar para que las monjas hagan ejercicio. El obsequio entusiasma a las hermanas mayorcitas, abundantes en kilos y grasa de más. A sor Helena, joven y delgada, no la entusiasma para nada, pero solidaria, como debe ser, acude a los camarines del estadio para conocer el funcionamiento de las máquinas trotadoras y ver en qué falla la del convento. Y bueno, consigue descubrirlo y descubrir, además, quién y cómo ultimó al ídolo de la selección, Ian Pérez, y a un segundo futbolista, capitán del seleccionado nacional, por añadidura.
En el segundo relato –“Muerte en “Le coeur du the”-, cambiamos el escenario por completo. Se aproxima la Navidad y sor Helena va a dejar una caja de dulces hechos por las monjas a un negocio de té. Va en uno de los dos autos del convento: un Isetta 300, el “huevo móvil” de los años sesenta, rojo, con dos franjas amarillas que lo atravesaban por el medio. Cuando llega a entregarlos, se encuentra con que “una mujer mayor de canoso cabello estaba sentada detrás de su escritorio, sus brazos colgaban inertes a ambos lados del asiento, la mirada se posaba fijamente en el techo, su cuello ostentaba una cinta escarlata y su boca se abría dejando ver que algo brotaba dentro de ella”. (Pág. 120)
Ahora el desenlace es al estilo de Poirot, en las novelas de Agatha Christie, con todos los personajes reunidos en una habitación y el héroe explicando el caso y acusando al autor. Aquí el héroe es la heroína, sor Helena.
En la tercera historia –“Allí hay gato encerrado”- sor Helena es raptada por un par de hermanos gemelos, hombre y mujer, malhechores, quienes esperan conseguir que la monja, con sus capacidades deductivas, encuentre el testamento de su tía, que ha fallecido hace algunos años. Aquí la historia se traslada de Santiago al pueblo de Cunaco, a una casa antigua y señorial, y también interviene un campamento de gitanos instalados en los alrededores. Hay una variación porque no se trata de un homicidio, sino de sacar a luz una fechoría de los gemelos y poner de relieve ciertos valores positivos, encarnados aquí por los gitanos.
En la cuarta aventura –“Mors osculi, la muerte del beso”- volvemos al crimen, esta vez en ambiente universitario. Y sor Helena, que se movió con tanta soltura en el mundo de los deportes, de los negocios y de la gitanería, no iba a tener dificultades para desentrañar el homicidio de un académico. Es preciso aclarar, sí, que la monja no anda sola metida en los ambientes de crímenes y sospechosos y no se le abren las puertas por la gracia de Dios; la acompaña un amigo detective, de nombre Héctor, que fue asistente del padre de sor Helena, cuando este era un alto jefe del Servicio de Investigaciones, que hoy es PDI.
Beda Estrada, el autor, es un hombre que maneja el oficio de la escritura. Su prosa es ligera, clara, expresiva. No abusa de la adjetivación ni de las descripciones prolongadas. Utiliza bien los diálogos. Tiene capacidad imaginativa y sabe armar una historia. Sabe, además, cómo contarla con amenidad. Su libro resulta muy entretenido y abre a los ojos del lector el quehacer de la vida conventual más allá de sus connotaciones religiosas.
Cualquier parecido con la realidad sólo coincidencia.