Por Jorge Muñoz Gallardo
Antonio Vivaldi llegó a Valdivia una mañana de marzo escoltado por una lluvia torrencial y un viento que doblaba los árboles como si fueran frágiles varillas, manchones de cielo azul aparecían entre negros nubarrones, el agua golpeaba sobre los techos y las calles con un rumor de galope. A las nueve y media descendió del tren. A las diez y cuarto un taxi lo dejaba ante una casa de dos pisos con grandes ventanas, rodeada por un estrecho jardín donde corría ladrando un poodle blanco. Su equipaje estaba formado por tres maletas, dos bolsos, un maletín de cuero, el violín guardado cuidadosamente en un estuche de madera forrado en terciopelo granate. También viajaba con él una muchacha delgada, pálida, que miraba con grandes ojos tristes; se llamaba Ana, tenía veintidós años, era su secretaria privada.
La dueña de casa, una mujer alta, gorda, con el cabello blanco, ojos grises, que sonreía con sureña bondad, los condujo por un pasillo largo, angosto, que terminaba en una escalera por la cual Antonio Vivaldi, con la ayuda de Ana y la casera, subió las maletas, el violín y el resto del equipaje, hasta quedar instalado en una habitación alta, amplia, con muebles antiguos, también había un catre de bronce con una colcha de lana a cuadros amarillos y blancos; en una de las paredes colgaba un cupido de yeso con un vientre abultado y una dulce carita. Las cortinas, aunque estaban recién lavadas, eran viejas, descoloridas, entre ellas y el cristal mojado revoloteaban zumbando las moscas. Un calentador de hierro en cuyo interior ardían gruesos leños, llenaba de familiar tibieza el ambiente.
Enseguida, la dueña de casa acompañó a la muchacha a una habitación cercana a la escalera y la ayudó a acomodarse. Lo primero que hizo Vivaldi en cuanto estuvo solo en su habitación fue colocar el estuche con el violín sobre la cama, luego se dedicó a guardar sus cosas en un ropero de pino con espejos en ambas puertas. Era un hombre alto, flaco, de cabello rojo, nariz aguileña. Su apariencia taciturna contrastaba con su mirada maliciosa, penetrante.
Su español era bastante bueno y mientras hablábamos recordé que había viajado mucho por Europa, que había estado ausente durante tres años de su Venecia natal. Sin embargo me resultaba inexplicable que un hombre afectado por el asma hubiera aceptado trabajar en una ciudad fría, húmeda, lluviosa. Me contó que su talento musical se había manifestado precozmente, que las primeras lecciones las recibió de su padre, un peluquero que interpretaba el violín con apasionado entusiasmo. Durante la conversación, que se extendió por largos minutos y fue muy agradable, Ana no dijo una sola palabra, por lo que llegué a pensar que no comprendía el español. Más adelante supe, por el propio Vivaldi, que además del italiano hablaba francés y español, pero era demasiado introvertida.
Vivaldi poseía un talento extraordinario para la interpretación del violín y la creación de obras para variados instrumentos. Aunque el asma lo atormentaba intervenía con sereno entusiasmo en fiestas, en reuniones, donde siempre le pedían que interpretara alguna de sus obras. El vino chileno y las comidas del sur lo deleitaban. El caldillo de congrio se convirtió rápidamente en uno de sus platos favoritos. También empezaron a interesarle las valdivianas, pese a que la suave y dulce Ana siempre estaba tras él se las arreglaba para escapar de ella.
– Mi sombra me persigue menos que mi secretaria- me dijo en cierta ocasión, sonriendo con ironía. Estábamos en mi oficina discutiendo algunos problemas de la composición para violín, Ana entró después de pedir permiso con una voz apenas audible y le entregó una carpeta llena de partituras.
– No le hagas caso- le dije mirándola con ternura-. Antonio se está chilenizando.
Ana me hizo un gesto de aprobación, enseguida desapareció tras la puerta.
– Es una muchacha estupenda- dije acomodándome en la silla.
– Sí, dijo Vivaldi y lo mejor es que habla muy poco.
Luego continuó desarrollando sus ideas acerca del ritmo, la armonía, el diálogo entre dos violines (al que definió como el “contacto de dos cuerpos desnudos que se entrelazan en el sudoroso ritual del amor”) y el tratamiento de la masa orquestal. Yo era profesor de violín. En esa época ocupaba el cargo de subdirector de la Escuela de Artes Musicales. Confieso que nunca tuve conversaciones tan interesantes como las que mantuve con Vivaldi en mi oficina al calor de una taza de café.
No habían transcurrido aún tres meses desde la llegada de Vivaldi cuando en la escuela de artes musicales empezó a circular el rumor de que el asmático violinista tenía amores con Cristina, una morena bien torneada que usaba jeans ajustados, botas de cuero y llevaba siempre el pelo recogido en un moño con forma de cola de caballo. Cristina era una de las dos secretarias del director, el asunto se transformó en un pequeño escándalo porque este estaba enamorado de la muchacha y cuando se enteró de lo que sucedía la despidió. Cristina -que no estaba dentro de lo que podríamos llamar una naturaleza apagada, o tal vez dócil- intentó arrojarse a las aguas del río desde la baranda del puente Pedro de Valdivia. Eran alrededor de las dos de la madrugada. Un empleado bancario que pasaba por el lugar al volver de una fiesta logró persuadirla de que desistiera de su loco propósito.
Inspirado en el intento de suicidio de la secretaria, Vivaldi compuso una hermosa y patética sonata para violín y piano (la pieza musical alcanzó tanto arraigo en la población que llegó a competir con la popular tonada “Camino de luna”, de Luis Aguirre Pinto. Sin embargo, Vivaldi nunca dijo una palabra acerca de esta comparación, limitándose a sonreír cada vez que se la recordábamos. La parte del violín era endiabladamente difícil, a pesar de que muchas veces me enfrenté a la partitura con paciencia, con voluntad, no pude dominarla. Se le conoció con el nombre de “Cristina en el puente” y fue la causa de que la apasionada secretaria partiera de Valdivia sin que nadie conociera su nuevo destino.
Solamente Ana no soportaba oírla, cada vez que era interpretada se ponía en pie y desaparecía silenciosa y pálida como una sombra. A mediados de agosto llegó a la universidad una alemana joven, bella, melancólica, que venía a estudiar literatura hispanoamericana. Después de escuchar a Vivaldi en un concierto realizado en el Centro Cultural de la, ciudad decidió cambiar las letras por la música. El amor del violinista italiano con la hija del país de los nibelungos fue intenso pero corto. Hasta el asma dejó de molestarlo mientras la alemana -a quien todos llamaban Frau Lilí- se entregaba a sus brazos con incendiaria disciplina.
Pero todo acabó un viernes por la mañana durante una áspera discusión ocurrida en la habitación del maestro, en la cual Frau Lilí lo golpeó en el rostro con el arco del violín provocándole un corte que le cruzaba parte de la nariz y el pómulo izquierdo. Al marcharse, la alemana declaró que Vivaldi era un hombre débil, egoísta, que ella jamás llegó a tocar el cielo y cabalgar sobre las nubes como lo había soñado al escuchar su música. Nosotros pensamos, no sin fundamento, que Frau Lilí hablaba movida por el despecho y el enojo, puesto que por esos días Vivaldi ya empezaba a olvidarla.
La herida en el rostro del músico mejoró gracias a los cuidados de Ana, pero el incidente anduvo de boca en boca. Los rigores del clima y los episodios amorosos habían deteriorado su salud, los ataques de asma volvieron a perturbarlo. Ana preparaba infusiones, le administraba los medicamentos e iba a la universidad para informar de su estado. Los primeros días de octubre Vivaldi regresó a la escuela. Estaba pálido, un poco más delgado, pero sus ojos mantenían la vivacidad de siempre. Me contó que durante los días que estuvo en cama concibió una obra basada en las estaciones del año. Le comenté que en nuestra región los ciclos del clima son impredecibles, me contestó que era precisamente eso lo que más lo había impresionado, agregando que se trataba de cuatro conciertos que reproducían la esencia de las estaciones a las que él relacionaba con el espíritu femenino.
Lo invité a mi despacho a tomar una taza de café para que me hablara con mayor detalle de su creación. Oyéndolo me di cuenta de que la obra trascendería en el tiempo. Sus palabras terminaron con un agudo acceso de tos y ahogos que me obligaron a pedir ayuda para acomodarlo en un sillón; después de usar el inhalador, tomar unas pastillas, recuperó la calma y pudo sacar la voz; salió de mi oficina alrededor de las once y media de la mañana canturreando la primera parte de su nueva composición entre estornudos, toses, bufidos.
El sábado siguiente nos reunimos en casa de Gertrudis Valdés, una viuda adinerada, cuarentona, excéntrica, que acostumbraba a rodearse de intelectuales y artistas y poseía un viejo caserón frente al río. A eso de las tres de la madrugada estábamos todos con bastante alcohol en el cuerpo, menos la suave y dulce Ana que permanecía solitaria en un rincón cercano a un ventanal. El director de la Escuela de Artes Musicales- obeso, rosado, crespo – roncaba en posición fetal entre los mullidos cojines de un largo sillón. Su gordura me hacía pensar en un hipopótamo, especialmente si después dirigía la mirada hacia Vivaldi. Gertrudis llevaba puesto un vestido negro, ceñido, aproximándose a Vivaldi con una copa de vino tinto en la mano le habló al oído. Vivaldi sacó el violín del estuche granate con movimientos de prestidigitador y de pie junto a una vitrina llena de pequeñas estatuillas de hombres y mujeres desnudos empezó a tocar mientras Gertrudis se quitaba los zapatos y acomodándose en la alfombra apoyaba su aleonada cabeza en un almohadón de terciopelo rojo.
Cuando el asmático violinista terminó de tocar, entre aplausos y gritos de entusiasmo, Gertrudis estaba ebria y decidida a ser su amante. En cuanto Vivaldi se dejó caer en un sillón ella se levantó para ir a sentarse sobre sus rodillas enlazándole el cuello con los brazos. El amor de Gertrudis fue contradictorio, caprichoso, acabó una noche fría, lluviosa. Gertrudis estaba irritada, Vivaldi nervioso y cansado. Nosotros alegres, embriagados por el alcohol y el tabaco, observamos la escena entre hipos y bobaliconas sonrisas. El director de la escuela de música, con la camisa salpicada de vino tinto, roncaba en posición fetal sobre los almohadones de un sillón apartado sin que los alaridos de la airada mujer lograran despertarlo.
– ¡Ándate a la mierda! ¡No sirves para nada! – gritaba Gertrudis. – ¡Odio tu música. Acuéstate con el violín y con esa flaca tuberculosa que te sigue a todas partes como un perro faldero!
Vivaldi y Ana caminaron bajo la lluvia con las cabezas inclinadas, perseguidos por los feroces gritos de Gertrudis que continuaba insultándolos parada junto a una ventana abierta. Vivaldi intentaba proteger el estuche con el violín arqueando el torso y los brazos. Yo corría tras ellos con un paraguas que no era mío. Gertrudis seguía gritando, pero sus palabras confundidas con el viento y la lluvia ya no podían alcanzarlos.
El diez de noviembre Vivaldi presentó su renuncia, a la semana siguiente abandonaba la ciudad. En la Estación estuvimos los integrantes de su círculo más cercano (incluido el obeso y ceñudo director de la Escuela de Artes Musicales). Mientras el tren se alejaba sentí una mezcla de frustración, de nostalgia (especialmente por la dulce Ana y sus grandes ojos tristes). Al abandonar el recinto, caminando a paso lento por el andén, creí ver entre las sombras de la tarde a la robusta anciana que había hospedado al músico, estaba erguida, con la mirada fija en el tren que se perdía en la distancia. Transcurrieron dos años y mientras me hallaba en España, enviado por la universidad, me encontré con Cristina (la misma que había intentado suicidarse en el puente Pedro de Valdivia).
Sentados en un banco de una plaza de Madrid repasamos los últimos años de nuestras vidas. Entonces Cristina me contó que Vivaldi y Ana regresaron a Italia, que Ana había tenido un hijo, que Vivaldi ingresó al sacerdocio en su Venecia natal.
Cualquier parecido con la realidad sólo coincidencia.