Novela de Diego Muñoz Valenzuela

Ed. Zuramerica, 2022
FILSA, 12 de noviembre de 2022

Por Josefina Muñoz Valenzuela

Desde siempre las leyendas, los cuentos populares, la literatura, nos han ilusionado con todo aquello que vemos como imposible y que en estos otros espacios y lenguajes pueden ser una realidad posible. Elíxires de todo tipo, magias, pactos con seres superiores y maléficos, fuentes de agua, vampiros, etc., han sido parte de nuestros sueños y pesadillas. La inmortalidad, la riqueza inagotable, la invisibilidad… también son parte de estos anhelos.

“La muerte es un trámite”, transita por estos anhelos, hoy día con apoyo de la ciencia y de la ficción. El tema de la inmortalidad -que va más allá de la mera vida humana- está presente desde los inicios de la sociedad, antes de la escritura, cuando la muerte debe haber sido aún más incomprensible e inquietante de lo que continúa siéndolo cuando experimentamos la pérdida de un ser querido.

Esta novela amalgama géneros cercanos pero diferentes; mezcla la ciencia ficción, la novela policial, la novela de aventuras al estilo más furiosa y deleitosamente salgariano. Podría ser un espacio futurista, pero está fuertemente enlazada al pasado, un pasado reconocible en tanto marca la presencia de ancestros muertos, pero que reviven de manera especial en expresiones o palabras que los caracterizaron y que forman parte del habla de descendientes vivos cien años después.

Si bien Diego ha incursionado muchas veces por la ciencia ficción, mi interpretación para esta novela transita por ámbitos sociohistóricos más que los de la CF, sin que esto implique negar que tiene presencia. A lo largo de mi lectura fueron resonando tres palabras que no estaban en el original, pero que constituyeron una especie de marco interpretativo para mi lectura: comarca, lenguaje y linaje. Quizás, porque con Diego hemos compartido mundos familiares, lingüísticos, geográficos, que impregnan la vida sin que tengamos clara conciencia de ello.

¿Por qué estas palabras? Diego nació en Constitución, comarca del Maule; una palabra poco usada acá, pero que adquirió presencia a través de las sagas de Tolkien. En su sentido más profundo, desde mi interpretación, es la mejor palabra para nuestros pueblos de las provincias, lugar inicial de vida para una gran mayoría de la población, que siendo hermanos que comparten un espacio, tienen un lenguaje -quizás un dialecto específico- que, en algún sentido, los define también como ‘extranjeros’.

La zona central de Chile, el Maule entre ellas, se caracteriza por sus numerosos cordones montañosos que encierran pequeños valles aislados, en los cuales se asentaron poblamientos tempranos cuyas familias conservaron costumbres y formas de hacer traídas por los conquistadores, al igual que bellas piezas del romancero popular español a las que se fueron agregando vocablos ‘nuevos’ ya transformados acá y un lenguaje/dialecto impregnado hasta hoy de un gran número de palabras españolas, incluso del castellano antiguo. También, esa condición de encierro y aislamiento permitió la existencia de palabras características de un lugar y desconocidas en otras.

Por esta novela circulan profusamente cientos de palabras empleadas habitualmente por Lisboa, desconocidas para la mayoría y, desde luego, para su fiel ayudante, Marco Antonio Jeldres, hombre de escasa conversación, pero que, al igual que Sancho con don Quijote, irá mimetizándose con su patrón, amigo, hermano, y apropiándose de un lenguaje que mucho más que comunicación es un signo de pertenencia a seres y mundos que ya no están, pero que viven gracias a la inmortalidad de palabras usadas gozosamente y con propiedad por sus descendientes y sus cercanos. Esas palabras circulan hasta hoy por nuestras conversaciones habituales, también por las de nuestros descendientes, y así seguirán por muchos años.

Y luego, linaje, en su sentido de ascendencia y descendencia, porque saber quiénes somos implica conocer ese continuum que nos precedió y que continuará atravesando los tiempos como lo ha hecho desde los inicios de la sociedad humana. Entonces, no se trata solo de la inmortalidad de la vida personal, sino también de aquella que nace de las conversaciones en que se cuenta la vida de esos otros que son parte fundamental de nuestra historia. Esos tres temas se entrecruzan a lo largo de la novela, también como un signo de inmortalidad.

Jerónimo Lisboa ha venido trazando el plan de renacer en un cuerpo joven y cuenta para ello con todo lo que necesita: desde el deseo profundo, que por sí solo no alcanzaría a cumplirse, hasta la necesaria infraestructura económica, humana, científica, que permitirá que se haga realidad. Y así es. Muere y aparece su joven hijo, mantenido oculto hasta ese momento para alejarlo de cualquier peligro, y que tiene su mismo nombre, pero que sabemos que es un clon.

El encuentro entre este Jerónimo joven y el fiel Marco Antonio es memorable. En este conviven el afecto y la fidelidad con su patrón y su profunda fe religiosa que le hace ver esto como un pecado imperdonable, “un insulto a dios, una abominación, una herejía que violaba las leyes naturales”, coexistiendo con la genuina angustia y dolor de perder a Jerónimo para siempre. Ahí está, frente a este que es el otro el mismo, una realidad incomprensible para cualquiera, pero mucho más para Marco Antonio.

Golpea la puerta donde está hospitalizado su patrón y lo sorprende una voz tonante; entra Jeldres, tembloroso, asustado, angustiado y luego de unos minutos, en que se debate sin poder creer, Jerónimo le dice unas palabras al oído que comprueban que sí es el mismo, solo que en un cuerpo nuevo. ¿Y qué hace? Cae de rodillas, como ante su dios, llorando, mientras su patrón le acaricia la cabeza, de mechas desgreñadas, pero ambos sellan un dúo indestructible de afecto y lealtades mutuas.

Rápidamente le encarga todo lo que necesita que haga, algo que los lectores vemos como complejo de realizar conociendo características del personaje, pero pareciera que la mente de Jeldres ha tenido un crecimiento exponencial por el largo y estrecho contacto con Jerónimo, pero también porque ha ido construyendo un propio nuevo ser y descubriendo sus capacidades desde la mirada de ese otro en el cual confía ciegamente, tanto como en su propio dios.

Mientras el nuevo y joven Jerónimo Lisboa aprende a usar su nuevo cuerpo, Marco Antonio lleva a cabo sus instrucciones con total empoderamiento: recluta, da instrucciones, maneja con fluidez las relaciones con variados “pelafustanes” y “gaznápiros” como si fuera un psicólogo, hace sus pequeñas bromas, elucubra burlas sorprendentes, que evidencian que también se ha ido convirtiendo en otro. Y simultáneamente, acompaña y celebra los avances del nuevo Jerónimo, alrededor del cual son personajes importantes el doctor a cargo de la operación, la doctora, abogados, trámites diversos, preparación del entierro del viejo Jerónimo…

Y se inicia un grave problema: se ha filtrado la noticia de que es posible acceder a la fuente de la eterna juventud y las ventajas de aquello para los “malos”. Hay que buscar nuevos cómplices, pagar servicios, espiar a diestra y siniestra, asegurar lealtades, raptar a quien sea necesario, en una carrera contra el tiempo para impedir que el gran secreto sea descubierto por quienes no deben.

El Mandril, un personaje que le hace honor a su nombre, fiel sirviente de Lisboa, enfrenta una asombrosa propuesta que cambiará su vida. Comienzan a tejerse los hilos para la última gran aniquilación de los malos, a cargo de los buenos, Jerónimo Lisboa y los suyos (y la ‘suya’…). Se habla de las personas en la mira con iniciales, en la mejor tradición de las novelas antiguas y folletines de espionaje.

Las muertes se suceden como debe ser en una novela de aventuras: brota la sangra a destajo y los cadáveres se desparraman uno tras otro, pero el peligro ha sido conjurado… al menos por ahora. Habrá que pensar si no hará falta una nueva novela en que clones y humanos se mezclen hasta que nadie sepa quién es quién.