Publicamos la entrevista realizada al escritor Juan Mihovilovich por el destacado periodista Mario Rodríguez Órdenes, aparecida en el Diario Talca el 24 de julio de 2022

Juan, su infancia fue clave para fijar su condición de escritor. ¿Qué recuerdos tiene de ella?

Muchos y variados. Provengo de una familia de trabajo y esfuerzo. Mi padre obrero joven y luego carabinero. Mi madre lavandera durante gran tiempo. Vivimos en el barrio yugoslavo, cuatro hermanos, 3 hombres y una hermana. En ese espacio comenzó a los 11 años mi vocación literaria motivada por aquellos seres marginados socialmente que pululaban por las calles sin rumbo aparente y sin domicilios conocidos. Ese desarraigo motivó la creación de mis primeros cuentos alrededor de mis quince años. El mundo adyacente era un espacio de continua exploración y en grupos infantiles recorríamos el Rio de Las Minas que atravesaba la ciudad de cerro a mar o íbamos por la playa hasta exceder los límites de la urbe cazando gaviotas o pájaros con nuestras hondas. Luego esos inviernos con nevazones interminables y temperaturas de hasta 20 grados bajo cero templaban nuestro espíritu y podíamos deslizarnos en trineos desde las alturas hasta llegar jadeando a las orillas del Estrecho. Un espacio cerrado y nuestro. Un tiempo que creíamos eterno y que, sin embargo, yo sentía que se nos escabullía a cada momento y que la única forma de retenerlo era mediante la escritura. Entonces decidí ser escritor para siempre.

¿Qué espacios y silencios tienen que existir en el momento de la escritura?

Necesito, invariablemente, un sitio alejado de las personas. Debo enclaustrarme en un lugar donde el silencio reine. Requiero de esa quietud exterior que me permita hacer fluir las historias que bullen en mi cabeza y que me motivan al aislamiento total, o al menos, cercano a él. Puede ser mi cuarto de trabajo o irme a una zona cercana al mar. El mar me es imprescindible. No puedo estar alejado de él por mucho tiempo. Varias de mis novelas o de mis cuentos han nacido con el océano enfrente. Caminar a orillas del mar me nutre de ideas que más tarde desarrollo en la soledad más absoluta.

Comenta que su novela El contagio de la locura la pensó casi una década, pero la escribió en apenas tres semanas. ¿Corrige mucho?

Esa novela significó mi regreso formal a la literatura luego de un silencio de casi 12 años sin publicar. Por ello le tengo un cariño especial. Surgió en mi interior por el lapso que señala, pero su concreción material fue de apenas 3 semanas escribiendo sin pausas día y noche en la pequeña localidad de Curepto, donde ejercía como juez desde el año 1995. Y claro, terminada una obra como en este caso, el proceso de corrección dura meses. En casos más extremos los procesos de corrección han durado años, ya que vuelvo al texto luego de dejarlo reposar por largos períodos hasta que “siento” que debo terminarlo. La corrección es un trabajo de reescritura imprescindible en mi caso y dedico muchísimas jornadas a ello.

En una fotografía veo su estudio cargado de libros, ¿qué ha significado la lectura para usted?

Cuando leí mi primera novela a los 8 años, Genoveva de Brabante de Cristóbal Smith, percibí un mundo fantástico. La realidad era más amplia que lo que mis sentidos podían medir. De allí en adelante leía todo lo que llegaba a mis manos: revistas de aventuras, deportivas, novelas de cowboy en serie de Marcial Lafuente y en paralelo las policiales de Agatha Christie. Un amigo de la primaria que poseía centenares de revistas de todo tipo me las facilitaba los fines de semana. Esas lecturas consolidaron una necesidad vital que se reafirmó progresivamente. Para escribir necesitaba leer. No había opción y como descubría mundos delirantes supe que también podía recrearlos en mis propias obras. De la lectura a la escritura hay un puente muy corto que liga dos ámbitos de una misma realidad. Todo lector, lo supe después, es también un escritor que reescribe las obras ajenas. Eso hace que la literatura sea un inagotable espacio de creatividad dinámica permanente…hasta hoy.

¿Y cómo fueron los encuentros con escritores que han sido tan cercanos como Dostoievski, Kafka, Rulfo?

Encontrarme con esos maestros del lenguaje fue un descubrimiento de carácter perdurable. Me explico. Leer Crimen y castigo y La Metamorfosis a una edad adolescente fue un sacudón intelectual motivador. Dostoievski me mostró la naturaleza dual del ser humano, esa confrontación entre el mal y el bien anidada en el corazón. Kafka me evidenció un universo absolutamente personal, una idea de la existencia plagada de extraños laberintos donde el individuo es esclavo de fuerzas que difícilmente puede manejar. Y Rulfo, a través de sus obras capitales, Pedro Páramo y El llano en llamas me mostró ese submundo campesino donde los vivos habitan normalmente con los muertos, una cosmogonía que excedía su propio territorio mexicano para terminar adentrándose en los nuestros. Sin su lectura no podría haber construido más tarde mi primera novela ambientada en Yumbel: La última condena, que fue muy bien recibida por la crítica y que obtuviera dos importantes premios nacionales.

¿Cómo los leyó para hacerlos tan propios? 

En parte se respondió. Haberme compenetrado de sus mundos literarios como si fueran míos me hizo ver la realidad, en parte, como una extensión natural de mis lecturas. Los leí buscando el sentido de la existencia, primero y después, con el deleite propio de quien ha hecho de la literatura su razón de ser. En ese sentido sus lecturas se hicieron parte de mi propia naturaleza hasta que, con el devenir de los años, se fue consolidando mi particular estilo literario. Son escritores a los que rendí tributo largo tiempo y ahora releerlos me produce, no sólo la antigua emoción original, sino que un placer estético tan consustancial a los verdaderos clásicos.

En el momento tan complejo que vive Chile, ¿qué podría significar la lectura, la literatura?

La lectura nos transforma, nos hace, no sólo acceder a un espacio intelectual más vasto, sino que, sobre todo, a intentar ser mejores personas en la medida que leemos textos de interés universal que innoven nuestras ideas sobre los seres y las cosas. La literatura de valía es una manera de ver más allá de los transitorios efectos sociopolíticos. Si es profunda y nos interpela, si nos incomoda, si muestra una realidad que excede la mera exterioridad de los acontecimientos eleva nuestra capacidad crítica y modifica nuestras conductas acomodaticias. La literatura de contenidos nos obliga a reflexionar, a interesarnos por el ser humano que tenemos al lado y no verlo como un dato estadístico. En tiempos de crisis como los que vivimos y que, por desgracia, exceden nuestro ámbito territorial, la creación literaria seria es un faro que intenta dar luces en esta oscuridad planetaria.

En una entrevista señaló: «Se lee menos…La sociedad chilena ha alcanzado un nivel de banalización del lenguaje que resulta alarmante». ¿Cómo revertirlo y lograr que los niños y jóvenes se encanten con la literatura?

La educación, en sus distintos niveles, es esencial para modificar el actual estado de banalización y frivolidad con que se ha ido estructurando el lenguaje actual. Debiera incorporarse en las mallas curriculares básicas y medias a la lectura con una fuerza e intensidad mayor. Procurar que la tecnología sea un instrumento al “servicio de”, y no un fin en sí mismo que nos separa de quienes tenemos al lado. Alguien dijo que “el celular nos acercaba a quienes estaban lejos y alejaba a quienes teníamos cerca”. En esa frase está el drama de nuestro tiempo: olvidar al prójimo, relegarlo al sitio de lo utilitario creyendo que el mundo globalizado entra por un aparatito que creemos manejar, cuando la cruda realidad es que nos mantiene esclavizados, dependientes, y con una perdida increíble del conocimiento real. La información se transforma en un cúmulo de datos carentes de sustancia y el lenguaje ha terminado por reducirse a monosílabos y abreviaturas que han minimizado la capacidad de auténtico entendimiento. En esa perspectiva reeducar, volver al conocimiento antes que a la enumeración en serie puede acercarnos a nuestra verdadera identidad. Ser humano es una condición natural que nos ha hecho diferentes a las demás especies, entre otros factores, por la capacidad de comunicarnos a través de la palabra. Si el lenguaje se pierde se pierde también parte importante de esa condición humana.

EL OBISPO CAMUS

En 1988, escribió la biografía testimonial Camus Obispo, ¿qué significó para usted el encuentro con el obispo Carlos Camus?

Por razones personales yo provenía el año 84 desde Punta Arenas a radicarme en Linares. El obispo Tomás González me contactó con don Carlos Camus y comencé a trabajar como abogado de la iglesia. En mi ciudad natal habíamos conformado la Agrupación Cultural de Punta Arenas (la ACUP, el año 82 y 83, que reunió a profesionales, intelectuales y artistas en miras de discutir y reflexionar sobre la ausencia de libertades y la consecuente represión en la época dictatorial), así que yo tenía un antecedente que don Carlos valoró y que posibilitó mi inserción laboral y política en Linares. Al poco tiempo refundamos al partido Izquierda Cristiana bajo el apoyo implícito (y explícito en ocasiones) del obispo Camus. Mi acercamiento con él fue determinante para impulsar distintas iniciativas en pos de la futura democracia: documentos informativos, programas radiales acerca de nuestros derechos cívicos, folletos que denunciaban las constantes detenciones arbitrarias, los centros de tortura y, sobre todo, ayudar a la conformación de la Agrupación de Detenidos Desparecidos en la Región del Maule. Don Carlos fue, a no dudarlo, un artífice en esta lucha constante en pos del regreso de la democracia. Mi encuentro con él revitalizó mi opción de trabajar firmemente en los derechos humanos, lo que había comenzado embrionariamente en Punta Arenas. De ahí a escribir un ensayo biográfico sobre su persona fue una consecuencia obvia. Sentí que debía dar a conocer su pensamiento y obra al resto del país, máxime si hasta la propia iglesia se encontraba dividida y existían obispos que tendían a estar a favor o en contra de la dictadura.

¿Cómo lo recuerda en lo personal?

Lo recuerdo como un hombre valiente, de una inteligencia no habitual. Muy claro en sus conceptos sobre la opción por los pobres y haciendo de su apostolado un servicio infatigable para mejorar las condiciones de vida de la sociedad en su conjunto. Era una persona humilde, diría que, con una cierta y engañosa timidez, pero con una fortaleza interior poco común. Su liderazgo al interior de la iglesia se hizo sentir al ser Secretario de la Conferencia Episcopal y enfrentar con decisión a los personeros de la Dictadura y al propio Pinochet en más de una ocasión. Fue quien denunció públicamente las atrocidades del régimen e hizo un parangón con el supuesto desconocimiento que los alemanes dijeron tener de los horrores del nazismo, mientras en Chile se pretendían ignorar los campos de concentración y la existencia de detenidos desaparecidos al producirse el Golpe de Estado. Como dato anecdótico Pinochet compró la obra en una librería de Concepción, y la noticia de la época lo calificó como un “hecho ecuménico.”

¿Cómo cree que la dictadura militar quebró el alma de Chile?

De una manera atroz. La persecución política, la muerte y desaparición de personas, la ausencia total de libertades públicas, el fin de la democracia, la eliminación del Parlamento y la obsecuencia de un Poder Judicial que ignoró por años la violación sistemática de los derechos humanos hicieron de nuestro país una sociedad atemorizada. El miedo fue el motor de la historia por largos 17 años. Se consolidó allí, no sólo un régimen de terror, sino que se estructuró una forma de dominación institucional al erigirse una Constitución Política tendiente a mantener esa supremacía política por décadas. Es obvio que en tales condiciones “el alma de Chile” que Ud. señala se partió en dos: por un lado, el poder omnímodo de una Dictadura inmisericorde y, por otro, la ausencia definitiva de una vida democrática que el país había vivido largamente hasta el año 73.

Estando tan cerca de monseñor Camus, ¿tuvo miedo, sintió la cercanía de la muerte?

En general asumí mi trabajo en el Obispado y en el ámbito político consciente que era un deber ético y moral. Como abogado debía estar al lado de los oprimidos y traté de hacerlo lo mejor posible. El miedo era, paradójicamente, un acicate para continuar. Tarde o temprano la democracia debería ser recuperada. Pero claro, en ocasiones sentí el temor natural de poder ser detenido, como tantos otros. Y recuerdo un hecho personal. El año 86 investigábamos el paradero de eventuales detenidos desaparecidos en la localidad de Iloca. Yo me comunicaba telefónicamente con la asesora del hogar que cuidaba a mis dos hijos pequeños aun (me había separado el año 84 y me hice cargo de ellos por más de 8 años), quien me señala que durante todo el día personas de civil vigilaban la casa y que había recibido un llamado telefónico: le decían que me transmitiera que, si seguía con la estupidez de buscar detenidos desaparecidos, quienes desaparecerían serían mis hijos. Esa vez sentí temor por ellos y por mí, no había dimensionado que una amenaza de ese tipo que veía a menudo en quienes me tocaba defender ante los tribunales pudiera también ser para mi familia. A contar de ese hecho tomé mayores precauciones. Y claro, el temor a una detención estuvo siempre presente, pero era el temor que muchos enfrentaban.

En relación al atentado contra el general Pinochet, en 1986, monseñor Camus expresó el derecho que tenía el pueblo de levantarse en rebelión contra una tiranía. ¿Podría explicar los alcances de esa afirmación?

Don Carlos siempre abogó por una salida pacífica hacia la vida democrática. Sus denuncias constantes por la violación sistemática de derechos humanos hicieron que se aganase muchos enemigos de la Dictadura. Aquello no lo hizo desistir de su empeño. Y cuando respondió que el pueblo tenía el derecho a rebelarse contra una tiranía lo hizo con pleno conocimiento de causa. La sociedad chilena vivía en constante estado de interdicción. La dictadura era buena para unos pocos y un horror para la mayoría, en especial para quienes luchaban por consolidar el regreso pronto de una democracia pisoteada por la fuerza de las armas. En esa disyuntiva la rebelión era un derecho consagrado hasta en el preámbulo de la Carta de Naciones Unidas o en La Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano de EE.UU. del año 1793, entre otros instrumentos internacionales. Luego la afirmación de Monseñor Camus no era sino la opción natural que podía llegar a tener un pueblo sojuzgado por el terror político carente de las más mínimas libertades a que debe acceder todo ciudadano que se preciara de tal en un país libre.

¿Cómo se podría cerrar definitivamente el tema de las violaciones a los derechos humanos?

En España, sin ir más lejos, que vivió una guerra civil que dividió a Europa y que sirvió de laboratorio para dar curso a la Segunda Guerra Mundial, aun se discuten sus causas y efectos entre las actuales generaciones, unos partidarios de Franco y otros de quienes lucharon por el retorno democrático. Con esto no quiero decir que no sea posible cerrar definitivamente las heridas del pasado. Sólo que para que tal hecho ocurra debe ejercerse una justicia acorde con la magnitud del terror impuesto a sangre y fuego. Pero, además, debe existir una aceptación total por la sociedad chilena que las violaciones a los derechos humanos fue una práctica sistemática amparada por los distintos estamentos de la vida pública y privada. Si no hay un reconocimiento total sobre los hechos que originaron el quiebre de la vida democrática, un dialogo abierto que permita congeniar posiciones antagónicas y, especialmente, que se haga de la causa de los derechos humanos una forma de vida asociada a un estudio y asimilación desde la vida educacional básica hasta la universitaria, complementada por una readecuación de las fuerzas armadas y de orden tendientes a consolidar una legitima forma de vida democrática, la tentación de repetir la historia estará siempre presente.

¿Cómo ve Chile en el momento que se discute una eventual nueva Constitución?

Por desgracia observo a una sociedad dividida en dos polos opuestos. Que el futuro del país dependa de dos opciones antagónicas es un camino riesgoso. Es cierto: se llegó a este punto por la vía de las elecciones libres e informadas, pero la ausencia de un diálogo realmente democrático en el tiempo presente dificultará que el resultado del próximo plebiscito sea un lugar de encuentro antes que de divisiones irreconciliables. Hay un proceso asumido por la vía electoral y debe ser consumado. Pero a su vez, debería existir un acuerdo entre las distintas facciones políticas respecto a los peligros que implica un resultado adverso para unos u otros en cuanto a polarizar de manera irremediable a la sociedad chilena. La vía institucional, que tantas vidas y perseguidos políticos costó durante la dictadura, debiera ser un acicate para consolidar una nueva forma de coexistencia civilizada. Por desgracia los apetitos políticos, en muchos casos, ignoran el bien común en pos de intereses personales. Eso lo sabemos. Luego, la exigencia ciudadana ha de estar acorde con la magnitud de la exigencia histórica que el poder político debe asumir y, en consecuencia, deberá esté hacerse responsable de sus resultados.

¿Cómo ha sido vivir en este Chile neoliberal que nos agobia?

La sociedad del post modernismo ha sido entronizada por este neoliberalismo a ultranza que ha cooptado todas las expresiones públicas y privadas de la vida ciudadana. Tal es así que dejar que la vida social se rija únicamente por los vaivenes económicos de un mercado codicioso y manipulador de los gustos y apetencias de una sociedad eminentemente competitiva y egoísta ha derivado en ir consolidando seres humanos desprovistos de virtudes tan elementales como la solidaridad o el respeto por el semejante. Se ha insertado una manera de vivir centrada en la necesidad de tener antes que en la necesidad de ser. La vieja máxima de que “no es más rico el que más tiene, sino el que menos necesita”, se ha obviado por completo. El neoliberalismo ha modificado gran parte de las conductas ciudadanas, al punto de mirarnos como potenciales enemigos en tanto unos u otros son un obstáculo para consolidar nuestras aspiraciones de supremacía económica o de poder circunstancial. Las ansias de poseer bienes materiales a como dé lugar a descentrado la razón de ser de la vida humana, es decir, esa indispensable necesidad de buscar la felicidad en el bienestar de las mayorías y no en la supremacía económica o política de unos pocos. Revertir este paradigma es hoy otro de esos imperativos que los intelectuales y creadores del arte deben anticipar, como se ha hecho en distintas épocas de la historia de la humanidad, para intentar recobrar el sentido último de ser verdaderamente humanos.

¿Tiene confianza en las personas o teme que podamos convertirnos en Caínes unos de otros?

Es una pregunta difícil para quien ha ejercido la magistratura por casi tres décadas, además de haber estado antes en la vida profesional libre y luego en diferentes estamentos asociados a la vida pública. En una primera aproximación pareciera que los Caines son parte de nuestra naturaleza. Todo individuo tiene un lado A y un lado B. Las asociaciones entre nosotros tienden a centrarse en la búsqueda de los pares. Pero no es una operación matemática, sino mediatizada por la conformación de nuestras complejas personalidades. Como lo dije alguna vez, cualquiera puede el día de mañana ser el acusado en vez del acusador. Cualquiera puede estar sentado frente al poder que sanciona, independiente del cargo o función que se ostente. En esta ecuación las probabilidades parecieran no ser equilibradas. Y posiblemente no lo sean, dependiendo del lugar que socialmente se ocupe y de cómo se ejerza por terceros el poder real. Sin embargo, la lucha interior que cada uno sufre no siempre es controlable. Y para ello nos basta mirar lo que ocurre en el mundo moderno. La reciente guerra de Ucrania nos indica a priori que las locuras de los líderes políticos en aras de espurias justificaciones pueden y de hecho lo hacen, terminar con la vida de miles de inocentes que no saben ni entienden por qué sus existencias acaban antes de tiempo. En tal sentido el Caín predomina y ordenar la muerte de sus hermanos llega a ser un hecho baladí. Confiar en las personas hoy es un riesgo, pero dejar de creer en ellas es como dejar de creer en la esperanza de un mundo mejor. Y ello es algo a que me niego. Siento que todo negacionismo termina de modo irremediable con la búsqueda de querer ser mejores, así nos lleve la vida entera sin conseguirlo.

LA NARRATIVA

¿Es efectivo que mantuvo intercambio epistolar con Ernesto Sábato y que este le contestó?

Fue una de esos arrebatos emocionales ante un escritor que se admira y respeta. Le escribí y envié algunos de mis cuentos alrededor de los treinta y tantos años (ya no tan joven entonces) y me envió una corta carta afectuosa instándome a seguir hacia el camino de la literatura, más allá del éxito. Perdí esa nota y La carta a un joven escritor que también me enviara. Por ende, fue una comunicación epistolar breve, escueta, pero que me mantuvo con la idea de conocerlo alguna vez.

¿Qué le impidió ir a verle?

Simplemente la timidez de entonces. Quise ir a verlo a Santos Lugares, en la periferia bonaerense, pero nunca me atreví. Y lo lamento, porque su literatura caló hondo en mi ser.

Con certeza el inolvidable crítico Pacián Martínez escribió: «La obra de Juan Mihovilovich… ha estado presidida por ciertos temas recurrentes… La soledad, la muerte, la locura, la angustia existencial, no en el estricto desamparo material, sino más bien de su lugar precario en universos adversos y hostiles»… ¿Considera que un autor, en su obra, reitera las mismas obsesiones que alguna vez lo atraparon y no lo dejaron nunca más?

Mi querido amigo Pacián, a quien debo más de lo que él hubiera imaginado, siempre fue muy certero en sus juicios sobre mi obra. La siguió de cerca y por años. Su apoyo e impulso fueron vitales para continuar con mi pasión de una vida entera. Y sí, en gran medida esos alcances de Pacián son cercanos. Muchos de los grandes temas de la literatura profunda y auténtica son permanentes, exceden el mero hecho accidental y se van consolidando con los años. La búsqueda de uno mismo y el alcance que por extensión se tiene de los demás implica hurgar en las mismas obsesiones del pasado. Y por supuesto, el tratamiento de ellas se modifica, pero permanecen incólumes en tanto la naturaleza humana siga siendo, en esencia, la misma.

Entre el cuento y la novela, ¿que estrategias narrativas destaca en uno y en otro?

El cuento fue mi antecedente luego de la poesía infantil y adolescente. La novela nació con los años de trabajo. Con el cuento abrevio el mundo personal y el que me rodea. Con la novela, expando ese universo y lo diversifico. En uno y otro me siento cómodo, aunque en la novela siento una mayor libertad para dar curso más amplio a mi mundo interior. Quizás por ello me he centrado con más fuerza en ella durante el último período de mi creatividad. Y las estrategias varían según los temas. No hay recetas únicas.

Su oficio de juez, lejos de obstaculizar sus escritos, los ha alimentado. ¿Cómo ha sido ese proceso de enriquecer su prosa con la mirada de un juez?

Parto de la premisa que he sido escritor desde mucho antes de tener títulos o funciones públicas. En tal sentido la vida me va nutriendo de lo que la literatura me exige. La mirada de juez enriqueció mi literatura de manera vital. Aprendí –o lo intenté, al menos- en ver a mis semejantes con una mirada objetiva, a no ser prejuicioso con ellos, a no dejarme llevar por mis propias debilidades personales o mi forma de creer que entiendo al mundo. Todos nos paramos desde un sitio al que hemos llegado producto de nuestros cruces culturales, familiares u otros. Desde allí ejercemos nuestra mirada, desde la personalidad que hemos creído adquirir con el tiempo. En esa perspectiva he procurado aprender de quienes accedieron a la vía judicial por necesidad o carecer de otras alternativas de solución a sus conflictos. Y allí –o desde allí- trate de extraer aquellos elementos que pudieran servir a mi literatura, que el fin de cuentas no es sino la manera en que se empatiza con el dolor o el sufrimiento ajenos.

¿Qué ha significado para usted escribir columnas en diversos diarios regionales como El Centro de Talca, El Heraldo de Linares?

Fue una experiencia enriquecedora. La desarrolle por largos años a partir de La Prensa Austral en P. Arenas desde los años 80, en plena época dictatorial en que había que cuidar el alcance y sentido de las palabras o frases empleadas. Pero fue un trabajo que me exigía lecturas y observación permanente de la realidad que vivía. En el recuento, la valoro y me disciplinó semanalmente.

¿Se siente representativo de la generación de los 80′?

No. No creo que pueda enrielarme por propia iniciativa allí, aunque sé que me han situado en parte de esa generación, sin perjuicio de que tengo con algunos lazos de amistad y cercanía con varios de sus integrantes.

EPÍLOGO

Juan, acaba de publicar Teoría del espanto, ¿qué viene ahora en su narrativa?

Siempre escribo. Permanentemente, aunque no siempre lo concreto de inmediato en una obra. Teoría del espanto es una antología que la U. Católica del Maule ha publicado como parte de una narrativa breve, por lo que me han honrado con iniciar la colección con dicha obra. Estoy trabajando en un libro de cuentos, que lleva ya unos años. Y en una novela que he rescatado del olvido y pretendo terminarla en un período indeterminado.

¿Qué ha significado para usted la pandemia que nos asola?

Un mal planetario que, aparte de hacernos vivir encerrados en nuestros propios mundos y espacios con riesgos de infectarnos (tuve Covid severo en febrero de este año y consecuencialmente fibrosis pulmonar en etapa embrionaria), ha servido para escribir la nouvelle Tu nuevo Anticristo, publicada recién en paralelo con Teoría del espanto, novela en que resumo la postura esquizofrénica del personaje que asocia la pandemia con la mimetización en ella del Anticristo, entre otros aspectos que tocan los temas recurrentes de mi literatura.

¿En qué momento de la vida se encuentra? Entiendo que está viviendo en Longaví.

En una época de posjubilación anticipada. Me retiré del Poder judicial antes de cumplir el período legal de 75 años, haciéndolo a los 70. Y producto de la fibrosis pulmonar hemos debido emigrar a climas más secos como el de Linares, ciudad a la que me siento ligado por lo ya descrito. Y vivir en las cercanías, como es Longaví, me permite dedicarme de lleno a la literatura. Así que iniciando un período interesante de mi vida creativa. Espero.

Haber sido preseleccionado entre las 17 obras que optaron al Premio Herralde de novela, en el año 2005, ¿qué implicó para que su obra fuera conocida fuera de Chile?

Fue uno de esos momentos en que uno siente que la literatura sirve para algo vital, si bien un simple reconocimiento no es el fin que motiva la creación literaria y, naturalmente, es un halago que una obra tenga un alcance de esa envergadura.

¿Qué queda de ese niño que jugaba en el barrio Yugoeslavo de su natal Punta Arenas?

Creo que mucho de ese niño sigue perviviendo en una parte significativa de mi ser más íntimo. Sigo reuniéndome con mis viejos amigos de entonces, al menos con los que van quedando y solemos reírnos con los mismos chistes como si fueran siempre los primeros. Algo de mí está allí, en ese barrio que me vio crecer y ser adolescente, que me marcó para siempre. Y siento que mi novela Útero publicada el 2020 sintetiza ese tránsito que me ha tocado recorrer desde entonces hasta muy cerca de este presente, así se trate de una obra de ficción.