Nació en Paraná, Entre Ríos, Argentina, y creció en la vecina ciudad de Santa Fe. Estudió Bioingeniería en la Universidad Nacional de Entre Ríos, y luego de graduarse se trasladó a Chile. Actualmente reside y ejerce su profesión de Bioingeniero en la ciudad de Concepción, en Chile, y en los momentos libres se dedica a su pasión: La lectura y la autoría literaria.

 “BORGES Y YO”, Y YO

por Nicolás Foti

“No sé cuál de los dos escribe esta página”, resuena soberbio el final de Borges. Y seguramente, tampoco le importaba. Él dominaba su inspiración, había atrapado a sus musas y, quizá, de hecho, un Borges era la musa del otro.

Pero puede resultar frustrante la ausencia de inspiración para quienes no sean Borges. ¿Cómo aliviar el corazón si no se encuentran las palabras que transporten la carga hacia afuera? Así que, al no encontrar una salida, todo se resigna al encierro, y termina enmoheciendo el alma del autor.

Entonces él buscará obstinadamente a sus musas, hurgando en cada rincón, debajo de su almohada, en el fondo de cada copa, detrás de una canción, de cada sueño. Pero ellas se esconderán. Solo dejarán ver tímidamente las puntas de sus velos. Manipularán al autor en un perverso juego de seducción. Luego, agotado de perseguirlas, el autor abandonará su plan.

Pero ellas reaparecerán. Más temprano que tarde. Reaparecerán inoportunamente, en cualquier lugar, con sus cuerpos desnudos llenos de atracción carnal. Arrebatarán entonces el alma del autor del mundo terrenal, y la arrojarán a su universo lírico, intangible, ingrávido, para embriagarlo con las palabras que le habían sido esquivas.

Y yo me encontraba abnegado en mi mundo terrenal. Mariana había huido, aunque no sin antes advertirme que las relaciones en pareja eran de a dos. Y lejos de inducirme aquellos vómitos compulsivos de escritos (así había sido con otras rupturas), ahora no había contacto entre mi alma y la inspiración.

Además, cada mediodía me despertaba uno de los personajes de mi novela inconclusa para hacerme reclamos. Decía que mi resignación le restaba importancia a su vida. Que la tornaba carente de sentido en la trama, y que la sometía a la ignorancia de los eventuales lectores.

Pero no era casual el hecho de que el papel de este personaje hubiera quedado olvidado en mi novela. Él era un escritor desmotivado, tal como yo estaba entonces. Es decir, era obvio que este personaje no había sido más que un proyecto fracasado de mi alter ego, un proyecto que yo intencionalmente había abandonado, tal como lo hice conmigo mismo luego de que Mariana se fuera. No me interesaba escribir sobre él y, si el argumento me lo hubiera permitido, hubiera borrado cada letra que alguna vez había escrito para darle existencia.

Hubo días en que mi falta de motivación no permitía que mi cuerpo se despegara de las sábanas. Solo abría los ojos para discutir con él, aquel personaje secundario, insignificante, que tenía una vida entrampada entre palabras que ya no llegarían. Luego salía de la cama para beber, fumar, y echarme otra vez hasta la madrugada.

Después me levantaba para deambular por mi departamento sin encender la luz. Pensaba en cada detalle, en cada palabra de las últimas conversaciones con Mariana. Ataba cabos, pero terminaba enredándome en sus hilos sin hallar una respuesta. Así que, entrampado entre mis lucubraciones, me movía como un fantasma, fumaba, bebía, y desperdiciaba toda la noche sin siquiera haber buscado una palabra para agregarle a mi texto.

Fue una tarde que casi llegaba al ocaso (había dormido más de los habitual), cuando él me arrancó de mis sueños sacudiéndome desde un hombro.

– ¡Ya es hora, hombre! – gritó – ¿hasta cuándo piensa seguir durmiendo?

Giré hacia él, abrí mis ojos, y aclarándome la vista con los puños, solo atiné a objetar su exabrupto con un tibio quejido. Pero inmediatamente me sorprendió que ya estuviera sentado al borde de mi cama. Otras veces, al menos se había tomado la molestia de anunciarse en la conserjería del edificio. Pero ahora no, había transgredido cualquier norma social, y ya estaba allí en mi espacio, sintiéndose dueño de él e invadiendo mi intimidad.

Salté de la cama y fui corriendo para tomar el citófono y reclamarle esta desprolijidad al conserje. Pero Pedro se justificó razonablemente, diciendo que lo había dejado pasar porque era obvio que así debía hacerlo.

Más tranquilo, razonando sobre la lógica respuesta de Pedro, volví a la cama, y después de acomodar las almohadas contra el respaldo como para yacer sentado, suspiré y le dije:

– Otra vez usted. ¿Cuándo me va a dejar tranquilo? Si viene cada día para presionarme, no va a conseguir nada. Lo que necesito es tranquilidad para pensar.
– Lo que usted necesita es levantarse, – se apresuró a contestar raudamente – pegarse una ducha, y ponerse a trabajar. A partir de hoy todo será distinto. Usted entenderá cosas que hasta ahora le han sido ocultas por culpa de su obstinación.

Mi Personaje se quedó toda la tarde, y sus advertencias fueron más frecuentes de lo habitual. Las repetía y les agregaba argumentaciones inútiles, como intentando despertar en mí una motivación para continuar con la novela. Pero él no reparaba en el hecho de que mi estado no se debía simplemente a un síntoma de mi holgazanería, sino que estaba fundamentado en una situación que mi corazón no sabía cómo resolver.

La madrugada siguiente, yo estaba sentado frente el teclado sin mover un dedo y pensaba en lo de siempre. El Personaje entró al cuarto, y se sentó frente a mí, del otro lado del escritorio. Esta vez no me sorprendió su insolencia, porque a estas alturas ya me tenía acostumbrado a su carácter invasivo. Sin embargo, no pude dejar de notar que ahora no solo había llegado sin avisar, como en la tarde del día anterior, sino que además lo había hecho en la madrugada, en aquel momento de mayor intimidad.

Yo intenté ignorarlo, simular que no había notado su presencia. Quizá esperaba que, por algún motivo, mi falta de atención lo persuadiera de huir de mi lado, tal como había sucedido con Mariana. Pero contrariamente, y como para introducir una inminente revelación, comenzó a hablarme sobre las peligrosas relaciones entre los autores y sus personajes. Y para hacerlo trajo a colación algunos clásicos de la literatura universal, dejando entrever cierto aire de vanidad:

– Para argumentar razonablemente el ateísmo, por ejemplo, – continuó, después de decir otras cosas que aparentemente venían al caso, pero a las que yo no había prestado la suficiente atención como para recordarlas – Dostoievski no solo debió escribir sobre los pensamientos de Ivan Karamazov, y no solo debió hacer que ellos dirigieran los trazos de su pluma. No señor: él, además debió convertirse en el mismísimo Karamasov. Sus tribulaciones no pudieron ser fruto de simples razonamientos, de vacíos argumentos creados para ser fácilmente rebatidos. El autor debió buscar con persistencia y obstinación, hasta encontrar las vidas de sus personajes, hablarles, y ganarse astutamente sus confianzas, adormeciéndolos con su canto hipnótico, para luego, intrépidamente, envestirse de sus espíritus. Puedo verlo, entonces, cuan servil instrumento a los discursos de sus personajes, como pitonisa que sirve de vehículo a los espíritus, atrapando cada palabra y aprisionándola en su tinta. Así debió hacerlo para dejar plasmadas estas argumentaciones de manera tan justa pero tan sofista al mismo tiempo. De otra forma no podría haber logrado el hecho de que, de un solo relato, surgieran posturas tan contrapuestas, pero tan finamente justificadas. Porque también debió haberse convertido en Aliosha y en su starets Zósimo, debió haber habitado aquellos espíritus tan ebrios de fe. Y tampoco pudo haber evitado hacer lo propio con el de Fiódor Pávlovich, para lograr sumergir al lector en su mundo libertino y licencioso.

Hizo una pausa y me miró fijamente. Supongo que quería cerciorarse de que lo estaba siguiendo en su razonamiento. Yo intentaba simular que no le prestaba atención, pero cada vez me costaba más hacerlo, y ahora ya no podía evitar seguirle el hilo.

– De la misma forma, – continuó – Cervantes no podría haber justificado tan certeramente el plan de Anselmo, preso de una impertinente curiosidad, para luego rebatirlo con la misma certeza en las páginas siguientes por parte de su amigo Lotario, si no hubiera tenido la habilidad de habitar ambos espíritus casi de forma simultánea.

Hizo otra pausa, tomó un poco de aire, se acomodó en su asiento y agregó:

– Pero indefectiblemente, en algún momento los espíritus debieron callar, y debió sobrevenir un súbito silencio. Qué hacer entonces, si el autor no encuentra respuestas, si sus personajes desoyen vilmente su pedido de tomar las riendas de sus propias vidas, de ser ellos quienes guíen los destinos de la historia. ¿O qué hacer cuando ellos solo le devuelvan frases superficiales, rápidas, y lugares comunes?

Otra pausa. Ahora un poco más larga. Yo continué callado, sin mirarlo.

– En ese caso, – retomó – no le quedará otra opción que ser él quien tome el timón. Agitar la trama con sus propias manos. ¿No es eso acaso lo que debieron haber hecho Cervantes y Dostoievski cuando sus personajes se negaron a continuar agregándole palabras a Los Hermanos Karamazov o al Quijote?

Aunque escuché su pregunta, solo deseaba que se callara y se fuera, para poder seguir flagelándome con los recuerdos de Mariana, y no tenía la menor intención de responderle.

Sin embargo, entendía con perfección lo que refería, tal como si hubiera leído las novelas que citaba. Y sin notarlo me encontré intentando recordar el contexto de aquellas historias, lo cual se debió haber evidenciado en mi rostro, porque justo cuando caía en la cuenta de que jamás las había leído, mi Personaje finalmente lanzó su anunciada revelación:

– Pero no hurgue en su memoria, pues nada hallará. Por lo demás, la respuesta a mi pregunta es demasiado obvia. Porque no es usted quien leyó estas novelas, sino que fui yo quien sí lo hizo. Ya es hora de que comprenda que cada vocablo que sale de sus labios, y cada pensamiento que anida en su mente, no es más que el fruto de las palabras que salen de mi pluma. Pues harto de esperar una reacción propositiva de su parte, cansado de mantener la esperanza de que sea usted quien guíe este destino, decidí tomar personalmente las riendas de la historia, envistiéndome de su espíritu. Decidí ingresar a este cuento para mirarlo a la cara y hacerle sentir la frustración de no encontrar las palabras justas. Y ahora, entonces, soy yo quien agregará las líneas que falten para cerrar este argumento. ¡Despierte pues, hombre! Entérese de que no soy yo un Personaje de su historia, sino que es exactamente al revés. Personifiqué en usted a un escritor desmotivado, abandonado por sus musas, carente de inspiración, pero además sin la menor intención de revertir su condición: un holgazán, que ahora queda confinado a transitar los caminos que yo le proponga.

Entonces quedé sin nombre y sin recuerdos, y mi vida quedó miserablemente resumida en un conjunto de palabras huecas. Y de tanto penar la partida de Mariana, no solo me fueron arrebatadas las esperanzas de flagelarme con su recuerdo, sino que solamente pude percibir su espíritu vacío, sin alma, sin fragancia, triste y pobremente difuminado en un texto escrito por encargo, como una mera excusa del argumento.

Y es así que me atrevo a transgredir las fronteras de este relato, para elevar al lector una súplica desesperada: Si llegó a leer estas líneas, si su atención fue capturada hasta este último párrafo, tenga usted la compasión de no recordarme; de aniquilarme cruelmente en su memoria. Deseche cada palabra de este texto sepultándome bajo toneladas de olvido. Acaso esta sea la única forma de aliviar los efectos de mi tortura. El tormento que padece un personaje condenado a transitar recursivamente los caminos marcados por los caprichos de un autor vengativo. Porque así ocurrirá una y otra vez, cuando algún desprevenido lector vuelque sus ojos sobre estas páginas, o a cada momento en el que estas malditas líneas regresen a su memoria. Entonces, el desafortunado protagonista de este cuento relatado en primera persona, este personaje cuya existencia se resume en unas cuantas palabras miserables, y que no tuvo la dicha de ser como alguno de los Borges, revivirá el eterno padecimiento de la ausencia de inspiración.