por Omar López, desde El Tabo

Uno cree que el mar está ahí porque tiene que estar. No es así. Más allá de su aparente obviedad y de ser eventual tumba de generaciones de pasajeros y piratas, el mar será a cada instante un personaje de infinitas caras. Sus calles subterráneas, sus puentes levadizos, las selvas intactas de oscuridad madura tienen un poder de seducción enorme para la poesía impura. Es decir, para aquella inspiración que surge de la contradicción misma que debe o debiera agitar ese otro océano llamado corazón. Los pies desnudos sobre la brillantez húmeda, el frío ondulante en la piel envejecida, la distancia inmediata contra el barco anónimo y un rumor de tiempo siempre intruso en la huella momentánea nos convierte lentamente en una sombra invisible que sin querer, piensa en un deseo todavía pendiente o en aquellos secretos oxidados de culpa que aparecen en los sueños.

Me parece una falta de respeto no sonreírle a la naturaleza todavía bondadosa. La toalla separa gran parte de mi cuerpo de la arena y me invade un aroma de intimidad reciente al tocar esa piel de infinitos granitos que a veces los perros o los niños escarban con entusiasmo envidiable. El mar sigue escribiendo cartas, cada ola encierra una frase de triunfal alegría o de repente se convierte en susurro rogativo como diciendo, déjenme tranquilo. Cerrar los ojos y abrirlos perdiendo la vista en el azul imponderable es otro ejercicio: facilita la humildad y la humildad, fatal y erróneamente confundida con la sumisión, fortalece el orgullo, el sano orgullo de estar ahí, inservible frente a un sistema utilitario y necesario en cada gesto de solidaridad con el anónimo individuo. Luego observo el escenario familiar; una comunidad sentada en torno a una fogata de tiempo que come, bebe, juega, salta, grita, duerme, se luce o se desluce, y está ahí, frente al mar que también los mira, los deja jugar y los acoge precisamente con cierta indulgencia, aunque esté herido de basuras y explotación desmesurada de sus recursos.

En fin, hacer lo que podríamos llamar “composición de lugar” es el tercer ejercicio desde la comodidad del instante fresco y nunca repetido. Después de todo, seres tan transitorios y precarios como somos, debemos reunir todos los elementos que están a la vista y combinarlos con todos aquellos que no se ven, que incluso, habitan el paisaje interno de uno, y que en gran medida diseñan la ruta, establecen puentes o justifican actos.

Contra la eternidad, ser pasajeros de uno mismo.