por Omar López

El lunes 05 de octubre pasado, a las 11 horas acudí a una cita previamente convenida con un amigo. Primera conversación presencial y callejera que se inició con el protocolo sincero de un abrazo medio y la mirada alegre del reencuentro. Al calor de las primeras informaciones buscamos algún lugar para compartir una mesa y caminamos en distintas direcciones sin encontrar un espacio habilitado. Al final, solo conseguimos un hotdog italiano y un vaso de té que lo consumimos en plena calle sentados el borde de una jardinera. Ese era el telón de fondo; la calle con cara de día lunes, el sol todavía joven jugando sus cartas y los transeúntes, los comerciantes, cada cual, y cada ser vivo, buscando una vez más, su destino.

Conversar en tan necesario como escribir. Más aún cuando el diálogo es un intercambio de confianzas e ideas. Mi amigo (Eduardo Yáñez) es siempre un árbol en movimiento, percibe desde lejos las sombras del viento y como buen árbol, su madera construye anillos interiores, capas internas que tienen colores y cicatrices, fortaleza y silencio. Es también un árbol que canta y sus ramas se extienden como ríos de poemas y melodías que escribe sobre el pentagrama de las nubes. Bueno, en realidad es un artista de carne y hueso y afortunadamente, está muy lejos de ser un santo. Cuando no está amando a la guitarra, está mirando lo invisible, cuando no está en eso, está meditando sus errores y sus aciertos, algo así como el diálogo personal que muchas veces es razón suficiente para estar contento.

Las personas imaginativas, las personas creativas o que de alguna manera expresan una sensibilidad distinta a las modas y los modelos oficiales, están lejos del poder y, en gran medida, fuera del rebaño. Viven en función de un mundo interior que está lleno de volcanes y de abismos. Pero si uno los contempla a primera vista, irradian cierta mansedumbre, aunque en rigor es solo un espejismo. Cultivar algo así como una libertad interior es un aprendizaje permanente y de todas maneras, muy íntimo, nada fácil pero también señal de una tremenda fortaleza y respeto por la vida propia y la ajena. La violencia, por ejemplo, es una costumbre ya cotidiana desde los noticieros hasta el hambre escondido bajo múltiples antifaces. ¿Cómo la procesa un artista? ¿Cómo se atreve a invocar la defensa del amor en medio del odio o la desconfianza? Bueno, aquí precisamente radica la energía lenta y analítica de un creador y buscará sus materiales y sus elementos donde otros no ven nada.

Cuando estábamos a punto de finalizar nuestra merienda callejera, de casualidad yo me fijé en unos restos fecales de perro que yacían sobre el césped, a muy poca distancia. Casi acto seguido, mi amigo, en el mismo escenario se fijó en una pequeña, tranquila, humilde flor amarilla que parecía aplaudir nuestra conversación. Es decir, en menos de un minuto ambos descubrimos lo inútil y lo bello. Ambos percibimos dos extremos en la atención de connotación absolutamente opuestas y sin embargo, el intercambio de confidencias y de emociones me hizo pensar que de repente, salir “En busca del tiempo perdido” (Proust) puede ser también recuperar ese tiempo.