por Diego Muñoz Valenzuela, escritor

Este periodo de pandemia ha sido bueno para ciertas actividades y pésimo para otras. Lo sabemos de primera mano gracias a la experiencia. Bueno, por ejemplo, los encuentros virtuales como este, que no habrían ocurrido de ninguna manera en ese sitio de “normalidad” donde habitábamos hace unos meses, cuando el tiempo escurría de otra forma muy diferente por entre nuestros dedos y alrededor de nuestras vidas oscurecidas por el aislamiento y el encierro. Una especie de larga noche donde toda clase de monstruos y demonios se dedican a vagabundear por nuestras mentes para esparcir su carga de temores, incertidumbres y desesperanzas. No es tarea fácil sobreponerse a esas sombras espectrales con las que estamos aprendiendo a convivir en la cotidianidad; menos aún generar nuevas reglas que nos permitan afrontarlas con eficacia.

Uno va descubriendo -en los hilos de la escritura o de la lectura- la imbricación invisible que existe entre pasado y presente. Cuando se pone atención, surgen relaciones entre hechos distantes, en apariencia inconexos. Los conflictos renacen, vuelven a surgir, aunque se consideren viejos y enterrados.

Existimos en el estrecho margen, ese paréntesis infinitamente pequeño que se abre entre el pasado y el futuro, una entelequia escurridiza que denominamos presente, ese inasible grano de arena por donde especulamos que el tiempo escurre.

Este presente movedizo aterrizamos, en el caso de Chile, en las cercanías de un momento histórico que presentimos de enorme relevancia: estamos a punto de iniciar un inédito proceso constituyente, que deseamos sea verdaderamente participativo. Este vital proceso de cambio partirá con el plebiscito del cercano 25 de octubre de 2020. Esa fecha se escribirá de modo indeleble en nuestra historia personal y colectiva.

Esta oportunidad de transformación se generó por efecto de hechos pasados: el imprevisto y rotundo estallido social del 18 de octubre de 2019, que se conecta con una cadena de explosiones previas: los movimientos estudiantiles de 2006 y 2011, y la protesta ciudadana del 2016 contra el infame sistema de pensiones. Pasado, presente y futuro conectados en este presente inaprensible. El pasado persiste en renacer porque hay un dilema no resuelto que no puede postergarse indefinidamente.

Aquí se hace necesario subir a la máquina del tiempo para retroceder varias décadas, a momentos oscuros, cuando la guadaña vestida de uniforme recorría las calles en busca de disidentes que exterminar. Mi grupo de referencia de escritores ha sido denominado Generación del 80 porque comenzó a escribir en esa época.

Los G 80 éramos adolescentes al momento del golpe militar en 1973 y treintones al tibio retorno a la democracia en 1990. Sumamos 17 años de dictadura. La mayoría no alcanzamos a tener la edad para votar en democracia. Así, antes de cumplir los 18, nos convertimos en eternos adolescentes, privados de la vida democrática, de la libertad, hasta de la vida en muchos casos. Acostumbrados a luchar desde siempre. Es lo que nos tocó vivir.

Si viajamos un poco más atrás, llegamos al 4 de setiembre de 1970, el inolvidable día en que ganó la elección Salvador Allende, el candidato de la Unidad Popular. Este triunfo era el resultado de una centenaria campaña de organización de los pobres y los partidarios de la libertad. Mucho más de cien años de luchas, avances, retrocesos, para lograr esa victoria. Era momento de construir el socialismo con empanadas y vino tinto, como solía afirmar Allende.

La idea era avanzar de manera gradual hacia el socialismo en democracia. Crecer en niveles de participación, entregar educación, en especial a los más pobres, elevar la calidad de vida. Esto causó un estremecimiento en Wall Street. Las alas de la mariposa donde habitaba el sueño de la Unidad Popular hicieron temblar las piernas de los inversionistas. Desde el mismo inicio, mientras nosotros celebrábamos en las calles, ellos comenzaron a afilar las cuchillas de acero por orden de los dueños de todo: no podía aceptarse que tal amenaza se cerniera sobre sus títulos de dominio.

Se nacionalizaron industrias esenciales, los trabajadores se hicieron cargo de empresas y fundos. Decenas de miles de libros se imprimían en los talleres de la Editora Nacional Quimantú para venderse en los quioscos a precio de huevo. El día en que vi a un joven obrero sentado en la última fila de un microbús abstraído leyendo La Metamorfosis de Kafka, comprendí que una transformación muy profunda estaba aconteciendo. El pueblo despertaba, día tras día, convirtiéndose en protagonista de su historia.

¡Qué peligro para los grandes propietarios! Desde el mismo 4 de septiembre de 1970 en el gran país del norte se comenzó a configurar la conspiración para socavar el gobierno de la Unidad Popular, en connivencia con la oligarquía local. El gobierno de Allende avanzaba en la aplicación de las medidas que favorecían a los más pobres y en las reformas que configuraban un estado diferente. La votación de la izquierda crecía de elección en elección. Ya no era factible detener su avance sin la intervención de las armas.

Cuando el presidente Allende estaba por convocar a un plebiscito para resolver la crisis, se desató la conjura de los militares Se acababa el tiempo. Salvador Allende murió en el Palacio de Gobierno, tras una heroica resistencia al ataque encabezado por aviones y tanques.

La historia regresa cuando las contradicciones permanecen allí, sin resolverse. Este es el caso de Chile. En 1980 la dictadura militar encargó la confección de una nueva Constitución destinada a ser la columna vertebral de la transformación de Chile en un experimento extremo del neoliberalismo. Esa carta magna espuria fue aprobada en un plebiscito fraudulento, carente de garantías, realizado en un país ocupado por sus propias fuerzas armadas. No había ninguna posibilidad de que fuera rechazada.

Ahora, cuarenta años después de la promulgación de la indigna Constitución del 80, cincuenta años trascurridos desde la victoria de la Unidad Popular, a treinta años del inicio del periodo democrático que se abocó más a la profundización el modelo neoliberal que a la defensa de los derechos ciudadanos, los ciudadanos chilenos estamos en la antesala de torcer el destino y escribir -por primera vez en nuestra historia- una constitución. Una que consagre los derechos de las personas y recoja el clamor que pide priorizar valores esenciales: solidaridad, justicia, equidad, dignidad para todos.

Las líneas del tiempo se cruzan, retroceden, ascienden, proyectan un futuro posible. Mientras alguien sueñe, son posibles un país diferente y un mundo mejor. Más posible si quienes sueñan son miles o millones. Aspiro a escribir una palabra, una línea de la nueva carta magna. Y a dejar aquí declarada esta aspiración genuina, ingenua, onírica, pasional, trémula, festiva, telúrica, enamorada de la vida.