Humberto González M. (1990) ha enviado un nuevo relato a Letras de Chile

Postal de temporada

por Humberto González Meneses

I’m gonna pull you in close
Gonna wrap you up tight
Gonna play with the braids
That you came here with tonight
I’m gonna hold your face
And toast the snow that fell

Because friends don’t waste wine
When there’s words to sell

Interpol, Obstacle 2

En otoño, cuando el frío le es correspondiente a la humedad de las lluvias más que a los vientos del norte que desparraman las hojas secas, los terminales de buses poseen dos cualidades indiscutibles y naturales. La primera es que se transforman en un circuito consecutivos de gabardinas de diferentes materiales, colores, grosores y largos entre los hombres y mujeres que suben y descienden de los buses camino a las ventanillas de las boleterías. Y que vuelve a perderse entre los pliegues de los asientos o por una de las salidas del recinto que cola el aire seco hasta el interior. Por lo que no es muy común ver a nadie estático esperando marcar su boleto. Y la segunda es que los humos de las pipas, de los cafés o tubos de escapes, toman un protagonismo y ritmo coreográfico, con vueltas de carneros en el aire, de los que uno nunca llega a saber si solo se desvanecen en el lugar sin más al ascender, o son los techos los que los hacen desaparecer al tener el primer contacto con estos.

Si bien la gente, ya sea por el frío o la humedad de la temporada se mueve más rápido, deseando siempre volver pronto a casa, no son sino los servicios los que retrasan este afán, porque al parecer en otoño todo avanza más lento; incluso hasta la salida de los buses del terminal, o las filas para marcar los boletos, porque adquieren una habilidad a un nivel de pericia para lentificar el escape de estos recintos. Transformando al lugar y sus personas en una postal de temporada inseparables el uno del otro, divisible desde una de las cafeterías cercanas.

Desde el interior de ella, y a esas horas en donde el sol empieza a ser más tenue dentro de esta temporada, la gente que pueda concurrir a este, lo hacen de forma expedita, porque entra con el pedido en la boca, lo arroja, esperando le sea entregado para marcharse por una de las calles o al interior del terminal de buses. Por lo que las mesas y las personas que suelan utilizarlas a esas horas, son vistos como seres patibularios por los que ingresan a la cafetería para llevar sus pedidos. Y lo sé porque, aunque parezca anodino, yo puedo leerlo en sus ojos en el momento en el que rastrillan con la mirada a las tres o cuatro personas que en ese momento y a esa hora estamos en el lugar. Siempre a medias luces, reforzando el entumecimiento de la época, por lo que es presumible que quizás desde afuera o por lo seres que provienen de él, también seamos, nosotros, las tres o cuatro personas a esas horas, una postal de temporada dentro de la cafetería. Pero no son los otros, quiero decir los dos o tres que varían todos los días en las mesas del café (porque nunca vuelven a ser los mismos) los que corresponderían a darle un sello a la postal vista desde fuera, sino que ahí es donde entramos nosotros; quiero decir Clementina y yo.

Son todas las tardes las que concurrimos a este café. Nos distribuimos en mesas diferentes porque no es hasta ahora en que hemos decidido coordinar fuera de él; y quizás mirar desde el exterior cómo se ven los otros seres en los lugares que siempre solemos ocupar.

Hoy es martes, y eso implica que lleve puesto un vestido a modo de overol; casi como una jardinera a cuadros con rayas azules, negras y blancas, una camiseta de pantis y sobre él un polerón delgado de hilo negro con cuello de tortuga, pantis o calzas oscuras para protegerse del frío; y zapatillas de lona con rayas blancas en sus costados. Esto lo sé porque en el avance de la estación anterior hasta entrar al otoño me he detenido; al igual que con los sujetos del terminal de buses, a verla de verdad. Equivale decir a conocer su rutina estética para parapetarse del frío de la temporada. Por las tardes, por ejemplo, al entrar siempre pide un café con leche. De ello asumo de que los grumitos de la leche mal disueltos por la máquina le agraden, porque siempre veo el movimiento apretado de las mejillas, revelando el choque invisible de la lengua con el paladar para disolverlos. Y cuando la luz empieza a escasear, y se prenden unos focos pobres en el interior, con unos dedos largos y blancos que terminan siempre en uñas bien pintadas, pero que varían de color cada dos días, empieza a jugar con ellos, en donde las sombras que proyecta en la pared tienen la figura de dinosaurios, de diferentes portes y clases.

El café del lugar es malo, pero la gente que desea calentar el cuerpo al abordar uno de los buses o al descender no tiene muchas opciones. Más, por el contrario, nosotros si las tenemos, pero no vamos por cercanía; salvo quizás por comodidad. Hay lugares que incluso prestando un pésimo servicio generan los más abrazadores ambientes, y hacen que el sabor del café pase a un segundo plano. Porque las luces bajas que dan al interior del lugar un color ácueo opaco, un par de sillas cómodas (que con el tiempo uno ya logra identificar), y la música, quizás, de un estilo con pocas probabilidades que suena en un café, atrae a personas como a mí y Clementina a este lugar. Por lo que me gusta pensar que es la cafetería la que busca no perdernos a nosotros todas las tardes.

Pero hoy es martes, y aunque vestimos como corresponde al día, siguiendo el ritual o la postal de temporada, ninguno de los que esté dentro de la cafetería, ni los que ingresen proveniente desde los buses, extrañará los dinosaurios proyectados en la pared por las manos de Clementina, ni la camisa clara que llevaré puesta. Porque ahora somos los dos los que vemos a las tres o cuatro personas separadas entre mesas a través del cristal, y pareciera que estuvieran dentro de un acuario, con esas luces bajas color agua al encenderse. Y aunque hoy es martes y hemos venido con nuestras escafandras de día martes, es mejor que no alejemos del ventanal (me dice Clementina al estar ambos mirando fijo hacia adentro por un rato), a pisar hojas secas de la temporada y algunos charcos de agua tras las últimas lluvias antes de que se evaporen o se conviertan en barro y la luz de día acabe.

Nos dirigimos por avenida Insurgencia hacia la plaza de armas porque, aunque no hayamos coordinado de antemano hacia dónde dirigirnos, este es el único lugar que mantiene a su alrededor islotes de humedad, haciendo tacitas de agua; y colchones de hojas secas desparramadas. Desde este punto, quiero decir, cuando ponemos el primer pie en la solera de la plaza, nos recibe el frontal de la iglesia de la Santa Cruz, ubicada frente de la pérgola, pero que, por su tamaño, se deja observar entre medio de las ramas secas de los árboles, incluso desde esa distancia, como rompecabezas monumental en la hora de los últimos rayos del sol del día; y pienso que, si esta siempre busca atraer a todos, por qué siempre están cerradas sus puertas la mayor parte del tiempo. Pero soy escupido de este pensamiento porque siento el primer salpicar de unas gotas de agua con tierra entre mis pantalones y camisa; no sé cómo ni en qué momento Clementina ha salido eyectada hacia la primera poza de agua. En su cara veo una risa, unas piernas largas y curvadas después de haber saltado dentro de esta taza de agua, y una mano que me invita a saltar dentro de esta. Por lo que tomo impulso para dejarme caer dentro de este círculo, y al caer en él, la sonrisa de Clementina no se pierde, más bien se expande; y viendo que sus narices se inflaman mientras se cierran en procesión sus ojos, logro comprender que esta tarde ha reemplazado el café con leche con grumos por el olor del petricor para alimentarse, soltado por el estallido de nuestros pies mojados.

– ¿Lo dudaste? -me dijo Clementina al entornar los ojos nuevamente.
– ¿Qué cosa?
– El saltar al charco por miedo a ensuciarte.
– No, para nada -le respondí con una sonrisa, más la ceña en alto con una de mis cejas.

No sé cuál habrá sido mi mueca, o si fue la respuesta más el silencio que quedó tras ella, pero rio con ganas, contenta. Y no era la primera vez que la veía sonreír, porque soltaba algunas cuando lograba proyecta con éxito (creo) un buen dinosaurio en la pared de la cafetería; pero si era la primera vez que la escuchaba reír.

-No siento duda en tu respuesta, ni tampoco la veo en tus ojos -dijo, con una cadencia de voz que mantenía la risa en ella, pero más ligera para dejarla hablar-. Serías un buen compañero para quemar graneros -añadió.

– ¿Como en Murakami? -respondí, frunciendo el ceño nuevamente y riendo a la vez.

-Exacto, como en Murakami. Pero olvídalo, nunca es bueno conectar relatos con la realidad, porque siempre termina por torcerse uno de los dos. O se tuercen o se cruzan. Por lo que dedicar lecturas, también es un juego peligroso -me decía mientras caminaba hacia un manto de hojas secas esparcidas en el pasto de la plaza.

Mientras me arrimaba también hacia las hojas, sintiendo cómo el agua fría se me colaba entre el calzado, uno que no era ni siquiera apto para soportar las primeras gotas de un día de lluvia, almidonándome los calcetines, veía cómo un bloque de luz, el último de la tarde, golpeaba parte de la espalda de Clementina. Se dejaba caer mayormente en la cabellera, una melena lisa que llega no más abajo de los hombros, terminando en un corte recto, mostrando un naranjo reluciente ante esta luz de la época que no trae calor consigo. No sé por qué, pero su color me trajo a la memoria el tono del pelo que está en uno de los frescos de la figura de Leonor de Aquitania, el que ojeaba hace unas tardes en un libro mientras me encontraba en la cafetería como de costumbre. En la imagen, después de haber resaltado el carácter político único que tuvo para la época, y la labor como protectora de los Minnesänger; como santa patrona de ellos, era laureada en una sola imagen, en el que el color de su pelo pareciera concentrara el brío de una mujer con dicho carácter y determinación. Y resolvía ahora, con los pies mojados, que me había prendado de esta imagen, pero que reencarnaba (si se cree en ello), o se despegaba del libro para tomar forma real ante mis ojos, bajo esa luz seca de la tarde, en el cuerpo de Clementina.

Por un momento imaginé su cabeza sobre mi regazo después de hacer el amor, y mientras ella, en alguna habitación con la misma iluminación de la cafetería intentaba hacer aparecer con sus manos los dinosaurios del atardecer, yo me concentraba en formar dos trenzas cortas con su pelo, imitando a las canastas de mimbre con la técnica de los viejos artesano.

Fui despegado nuevamente del pensamiento, porque ahora jalaba la manga de mi camisa para adentrarme al manto de hojas secas.

Al pisarlas veíamos que se resistían a perder la anatomía plural que han formado, pero incluso así, es decir resistiéndose, ya no volverían a ser exactamente como antes tras la pisada. Su olor por el contrario puede parecer ambiguo, porque guarda el áspero de la tierra mojada, pero es más dulce, menos fuerte, pero igual de presente.

-El premio está –me dice Clementina aun coronando una sonrisa- en saber qué superficie pisar; y bajo ella encontrar ramitas que solo sabemos que están ahí cuando crujen al partirse por la presión del pie.

-Te gustan las sensaciones, como la de disolver los grumos del café con leche -añadí.

– Y a ti, ¿qué es lo que te gusta?

-Coleccionar nubes -respondí con mirada blanda pero fija.

– ¿Eso es posible? -preguntó, sonriendo aún pero ahora frunciendo el ceño.

-Sí, pero no son objetos que duren para siempre, porque se disuelven luego, y otra viene a reemplazarla omitiendo el recuerdo de la forma de la anterior; por lo que es difícil decir que haya existido una favorita.

-De seguro habrás tenido una con forma de dinosaurio -añadió enseguida.

-No, la verdad. Para mí, las figuras de los dinosaurios se hicieron presentes desde que te vi en la cafetería tratando de sacar sus formas con las manos.

Dicho esto, sus mejillas se tornaron rojas; y de seguro hubiera tapado con el cuello del chaleco parte de su rostro para ocultar una especie de pudor que pareciera subía desde el suelo hasta asentarse en sus pómulos. Pero para disimularlo optó por darme la espalda, tomarme nuevamente de la manga, y conducirme hacia una especie de cimbra que da forma a la pérgola. El paso fue apresurado, por lo que al comienzo este fue un jalón que me indicó la nueva dirección dentro de los recintos. Mentaba que ya se empezaba a transformar en costumbre para esa tarde el tomarme desde la manga de la camisa, convirtiéndose así, ella, en una especie de brújula en un espacio lleno de hojas secas y charcos de agua, del cual la luz del día ya empezaba a difuminarse con posterioridad a rozar su pelo, fatigada tras los senos de las montañas.

Al llegar a este borde de la pérgola, tomó impulso para así descansar en él. Y ya más controlado el color de sus mejillas se animó a sonreír nuevamente, para dejar atrás el rubor y la vergüenza sobre las hojas secas o disimularlo de mejor manera. Con la palma de la mano golpeó la superficie en la que estaba sentada, para que me dispusiera a su lado, para así poder tener la misma vista y no enfrentar las miradas y renovar nuevamente el pudor de sus mejillas. Nuestros pies no alcanzaban a tocar la superficie del suelo, por lo que colgaban a un tramo de este, y los zapatos estilando, dejaban caer gotas consecutivas sobre el piso de concreto. Creo que no fue mucho lo que permanecimos dentro de la taza de agua, pero medí ahí, mientras estábamos sentados, dejando caer las gotas de nuestros calzados, de que la profundidad de la poza era exacta para sumergir por completo nuestros zapatos. También veía que éramos ambos los que no contábamos ese día con un calzado que ayudara a repeler la inundación del agua hacia el interior de éstos. De la nada, quiero decir de forma natural, sin planearlo ni medirlo, como todo lo que había hecho y dicho hasta ahora, empezó a hacer bascular sus piernas, aprovechando ese tramo que nos ayudaba a no tocar el piso. Las gotas de su calzado ahora no se concentraban en caer solo en un lugar, sino que tocaban otras distancias desde el centro inicial.

La vista proporcionada desde esa parte nos dejaba ver el terminal de buses con sus luces ya encendidas; y un costado del ventanal de la cafetería, equivalente a decir también que una porción de su interior. Hablamos que con la aparición de estas luces empieza el recorrido de la noche. Por lo que la luz de la cafetería, vista ahora desde fuera a esas horas, pareciera ser intensa; y aunque mantiene el color de un acuario, la noche azuza la claridad que desde dentro uno no logra identificar.

Al mirar hacia ella me es reconocible todo en su interior; las mesas, las sillas, el mostrador, la góndola con las tartas de frutas y sus pasteles, tres o cuatro personas repartidas entre las mesas, solos, mirando la cara del café que toman. Pero se me instala entre los lentes una sensación de duermevela, porque me siento dubitativo al ver a la distancia este cuadro, y percatarme de que no estamos nosotros dentro de él. Por lo que pienso que fácilmente podría estar ahí, yo, fijo, pasando página a uno de los textos que cuente el transcurso de la vida de un personaje, hasta llegar a una foto de él, o a un fresco hecho por alguien, para tener una figura de la cual aferrarme de quien se habla en las páginas. Indiscutiblemente adjuntaría mi atención a quién entre o salga de la cafetería rumbo al terminal de buses o a perderse por una de las calles al comienzo de la noche. Pero dudo por un instante de la comodidad de sus sillas, de lo grato que resulta la música que suena en su interior, de lo interesante del terminal de buses y de las personas que entran y salen de él; porque en la postal de temporada que prefiguro por un momento no está Clementina, ni la forma de sus manos largas con sus uñas bien pintadas proyectando los dinosaurios en la pared del café, con el refuerzo de la luz a esas horas, disolviendo grumos de leche con el paladar y la lengua, sacándose una sonrisa por el éxito de una de estas figuras proyectadas con sus manos.

No es el mal café, la música, el terminal de buses y sus personas la que agudiza mi mirada; es Clementina. Porque proyecta en mí la claridad de verlo todo con agudeza. Por lo que entorno mi cara, despegándome del ventanal de la cafetería hasta concentrarla solo en ella.

-Te amo -le digo, disparándoselo a bocajarro sin miedo y con el corazón abierto.

No puedo saber en qué pensaba, pero la despego de inmediato, atrayendo su mirada tan fija hacia mí como cuando proyecta sus sombras.

– ¿Cómo puedes saberlo? apenas me conoces -me dice de forma lenta, tragando saliva al final, apretando lo labios y concentrando los ojos almendrados.

-Pero te he visto lo suficiente para sentir que te conozco.

-Pero eso no puedes saberlo solo con verlo; y aunque me conozcas, eso solo lo decide el tiempo.

-Me he detenido a ver el ventanal de la cafetería, y en ella, aunque no estamos ahora ninguno de los dos, me he visto; y te extrañado en el instante. Te extrañé, solo como realmente se extrañan las cosas que hacen verdaderamente bien. Así lo he hecho.

-Se me hace difícil procesarlo -dijo, arrastrando las palabras y enjalonando cada una de ellas.

-Si lo llevas a tu laboratorio mental será complejo, lo sé.

– ¿Debo hacer de mi corazón una autarquía para entender lo que me dices?

-No exactamente. No te pido de que dejes de lado tu sentido común; solo que no pienses lo que te digo únicamente con la cabeza.

-Empiezo a acercarme a lo que me dices. Pero hasta ahora, lo que más puedo bajar es de la manga de tu camisa hacia tu mano. Lo demás lo decidiría el tiempo.

-Entiendo. Que el tiempo haga lo suyo. Somos como palíndromos, porque nos leemos de la misma manera, al derecho y al revés, de atrás hacia adelante; resumiéndonos como: “La ruta natural”.

Las luces de la pérgola se encendieron, por lo que disminuía el peso que tenían anteriormente las del terminal de buses y las del interior de la cafetería. Últimamente oscurecía temprano, por lo que se hacía indispensable la claridad expelida desde los focos de las calles para moverse por entre ellas. Las luces de los buses eran siempre las primeras en verse; incluso antes de que cayera el sol. Los zapatos hicieron el primer contacto con el suelo nuevamente, después de estar un rato suspendidos en el aire, haciendo que sintiéramos nuevamente la humedad en su interior.

Fue casi enseguida cuando Clementina nuevamente indicó la nueva dirección del recorrido. Pero ahora no pegando tirones a la camisa, porque anclaba su mano a la mía para que nos moviésemos.

-Empieza a hacer frío, y si nos quedamos con los zapatos mojados nos resfriaremos. Vamos a mi casa, sequemos los calzados y tomemos un café -dijo, mientras dirigía nuestras pisadas.

Salimos de la pérgola hacia Insurgencia nuevamente. Y mientras caminábamos ahora a la par, sin que ningun de los dos se adelantara, entrelazados de las manos, vimos el parpadeo de las luces de la noria que empezaban a encenderse. Llevaba no más de dos semanas instalada en la ciudad. Pensamos que serían pocas las personas que subieran a ella, porque en la temporada, y a esa altura, el frío sería insostenible. Por lo que la noria, en esta época del año, era más como un farol para atraer a los niños o familias a otros juegos que no comprometieran el despegarse hacia grandes alturas como lo hacía la noria.

-Sería terrible el quedarse atascado en lo alto de la noria con los zapatos mojados y en esta temporada -me dijo Clementina sonriendo nuevamente y abriendo esos ojos almendrados.

-Como en el cuento de Murakami -respondí al instante.

-Exacto.

-Bueno, eso dependerá de nosotros y del tiempo.

Nos alejábamos por Insurgencia, perdiendo las luces de la noria, por el alto de algunos muros, a casa de Clementina a secarnos los pies, con una noche estrellada, marcada por puntos cardinales; tras haber pisado hojas secas y saltado sobre los charcos de agua de la temporada.