Humberto González M.

Humberto González Meneses (1990, San Francisco de Limache, Chile), ha enviado un cuento de su autoría a Letras de Chile.

Cuentista, estudió arte secuencial en el conservatorio de Bellas Artes y Pedagogía en Lenguaje y Literatura. Fundó la revista de literatura Crucigrama de la Facultad de Educación. Vivió como monje tras terminar sus estudios en los monasterios de Catemu y Rancagua por un periodo de tres años.

por Humberto González M.

Por la noche, siempre subía por una escalerita de mármol con un pasamano de madera que se anclaba al costado derecho de la pared; y que mostraba ya un color parco por el trajín constante de las manos que se ayudan para bajar o subir. Se curvaba al compás de la escalera, para terminar en un salón de recepción, en el que derivaba a varios más pequeños conectados por dinteles sin puertas, con mesitas y sillas, en las que uno se podía apostar a beber algo, deseando despertar la atención de las muchas mujeres que trabajaban en la casona.

Algunas de las muchachas ya acompañaban a algunos hombres en una de las mesas, otras, se paseaban por los salones, buscando a algún acompañante que llamase su atención.

Yo no asistía porque deseaba conocerlas a todas; por el contrario. Uno se encariña con su acompañante. Y es que tienen una magia que esas brujas solo descubren en esos aquelarres, los que les sirve para ganarse la vida.

Tampoco asistía para ganarme el favor de nadie dentro de los recintos, porque lo que se podía encontrar ahí de alguien era escaso, o al menos solo por un rato. Más bien, los hombres iban ahí atraídos por perderlo todo en pocas horas. Después de eso, salían al exterior fresco de la noche con un apetito animal ya saneado, pero con los bolsillos completamente vacíos, como en tantas noches anteriores. Los hombres se hacen asiduos a los lugares como esto después de una segunda o tercera vez, y son pocas las veces que fallan en asistir cuando tienen dinero nuevamente en sus bolsillos para perderlos.

Yo concurría, no a estos lugares, sino a este lugar en particular; porque de las muchas mujeres que existían dentro de esta casona, yo tenía a mi preferida, y sabía que yo era el suyo.

Es difícil en su comienzo el hacerse entender de que uno no solo ha fijado la mirada en ella, dentro de las muchas que existen en los salones, sino que más bien uno se ha prendado de ella. De aquí uno debe hacerse la idea de que no puede exigir nada a cambio, porque es uno el que ha corrido el riesgo de enamorarse en mal lugar. La responsabilidad en esta frontera no es compartida, porque es absolutamente unidireccional.

Pero a diferencia de todas las otras situaciones, o de los muchos seres que han experimentado esto en particular, el que es enamorarse de una mujer de oficio nocturno, yo sabía que ella, después de que concurriera unas cuantas semanas, y de pagarle solo para recostarme a su lado sin siquiera besarla, empezaría a compartir ese sentido de pertenencia palpitante.

No puedo negar que su contorneada silueta, y un pelo que era tan espeso y negro como la maleza en la noche, me atrajera de inmediato. No fue verdaderamente su cuerpo lo que me atrajo de ella, sino que su interés por mi modesto oficio, lo que me hizo que de ella me prendara.

Me considero por oficio único, escritor. Y ante tal o cual me presento como ello, porque es lo que mejor se me da hacer. Lo que tenga suele siempre ser poco, porque lo necesito poco. Lo que un escritor necesita no es solo tiempo; sino tiempo solo. Escribimos mejor en la soledad, que no es lo mismo que el abandonarse. Nos mentamos en silencio, porque, aunque no queramos, nos escribimos a nosotros mismos. Y para ello necesitamos al silencio, que es lo mismo que decir que necesitamos tiempo solo.

Por ello, la muchacha entendía que lo que pudiera entregar en ese espacio en el que nos recostábamos, no era un dineral, sino que mi tiempo solo o, dicho de otra forma, mis mentadas formas en el silencio de mis tiempos solos.

Pareciera al comienzo curioso para ella, por qué un hombre es atraído por una mujer en su condición. Pero lo que no entendía era que uno no solo había sido atraído por su silueta, sino que también por su tiempo sola; lo que equivale a decir por su silencio.

Los tiempos se disparan cuando se aúnan criterios, y más si se comparten todas las palabras sin siquiera mencionarlas. Volaban veloz en su compañía, y no me refiero a estocarla. Leerle me excitaba mucho más que apuñalarla con la carne. Y no era solo el que yo le leyera; sino que el que ella quisiera escucharme en serio, o sea con toda su atención lo que yo le leyera. Porque reconocía escenas, lugares, personajes y paisajes dentro de lo que yo escribía.

Subí como parte de todas las noches pasadas la escalerita de mármol, pero esta vez acompañando el peso de mi cuerpo con la mano en el barandal que se anclaba a la pared. Encontré, o me entregaron una nota en un sobre cerrado. Se había marchado. Con ello se llevó lo poco que poseía, equivalente a una maleta y un par de vestidos, y también los manuscritos que le traía. Y que fue coleccionando en su mesita, de la que siempre elegía uno, para que volviera a leerle cada vez que la visitaba por las noches.