Pablo Rodríguez Durán (1987) nació en Sogamoso, Colombia. Nos ha enviado una interesante, aguda y bella reflexión sobre la pandemia que afecta al planeta.

pablo rodriguezSinólogo, traductor e intérprete. Abogado por la Escuela Libre de Derecho y Magíster por el Centro de Estudios de Asia y África (Especialidad China) de El Colegio de México. Ha participado en varios congresos académicos de diversa índole. Entre sus principales líneas de investigación se encuentran la filosofía, literatura, poesía y filología chinas.
Cuenta con numerosas traducciones literarias del chino al español, dentro de las que destacan El arte de la guerra de Sun Zi y el Dao De Jing de Lao Zi, ambos de literatura clásica; versos de la era Han, los Tres Reinos y las Dinastías de Norte y Sur en poesía antigua y Li Jingze, Ah Yi, Yu Hua, Zang Di, Lu Min, Ah Lai, Jia Pingwa, entre otros, en cuento, novela corta y poesía contemporánea.

¿Dónde Está El Frente de Batalla?

por Pablo Rodríguez Durán

El cerdo aún no termina de esconderse en su corral cuando la rata, ávida por salir a ver el mundo tras doce años de larga espera, se frota las manos y menea la cola. Con la rata reinicia el zodíaco chino, se cierra y comienza nuevamente el círculo, figura geométrica que es metáfora de cómo esta cosmogonía milenaria concibe el tiempo: sin génesis ni apocalipsis, el mundo siempre ha existido y seguirá existiendo, estemos los humanos o no en él. Y esta rata ahora viste un ajuar de metal, que en los “cinco elementos” y la Medicina Tradicional China está asociado al pulmón como órgano y a la tristeza como emoción. El virus ataca a los pulmones, inflamándolos. ¿Acaso nos quiere recordar la importancia de estar vivos al mostrarnos casi con ironía cuán valioso es solo poder respirar?

Desde la más pura ciencia carente de emociones y libre de elucubraciones poéticas el virus no es más que un organismo producto de la evolución cuyo único fin es (tal como el nuestro) reproducir sus genes, para lo cual se vale de una proteína que funciona como llave para abrir la cerradura en la superficie de nuestras células e ingresar al pulmón. El virus no es bueno ni malo; es solo un organismo biológico al cual nuestras alegrías o sufrimientos le son indiferentes, y lo que debemos hacer es valernos de nuestra razón para crear algoritmos que permitan predecir el comportamiento de la epidemia y redoblar los esfuerzos para el pronto hallazgo de una cura mediante la rigurosa implementación de modelos matemáticos.

Desde una visión más humana, que no solo ve los fenómenos con la frialdad objetiva de la razón, este periodo no carece de sufrimiento. Sufren los enfermos y los familiares de los muertos; sufren los médicos y enfermeros en medio de su heroica faena; sufren los trabajadores que se quedaron sin empleo y los viajeros que quedaron atrapados lejos de su hogar. Sufren los pobres, como siempre han sufrido, y sufren también los ricos, quienes en medio de ostentosas comodidades se sienten más encerrados que nunca. Sufre la bolsa al ver caer sus rojas líneas al abismo; sufre la economía viendo sus números y porcentajes desangrarse; sufren los gobiernos, con patadas de ahogado intentando fútilmente controlar con decretos la pandemia y sufre, en fin, todo un sistema que creía haber dominado a la naturaleza y ahora se ve enfrentado en una guerra frente a un enemigo invisible que nos demuestra con diáfana luz nuestra fragilidad.

Quien no sufre es el planeta, en cuyos cielos despierta un azul olvidado; ni tampoco los mares, que a pesar de todo nunca dejaron de palpitar. No sufren los animales, que salen incrédulos a las calles de metrópolis fantasmas ni tampoco las selvas y manglares, que pedían a gritos inaudibles una pausa, un respiro de tanto fuego, tala y destrucción.

Visto así, hay dos hechos claros: el primero es la palpable recuperación de los ecosistemas y un gradual retorno al equilibrio del planeta tierra, que más que un hogar es una extensión de nuestro propio ser. El segundo es el caos del sistema financiero, la insurrección de los porcentajes y una descarnada injusticia social que venimos cargando como un lastre desde tiempo atrás, y que ahora se revela todavía más desnuda por la impotencia de todas las intangibles instituciones humanas frente a la crisis; las mismas que con horror vemos desplomarse y unimos esfuerzos en la “lucha” contra el virus para preservarlas.

Es por ello que no deberíamos emplear términos bélicos como “lucha”, “guerra” o “batalla” para referirnos al virus. Como la ciencia bien señala, el virus no es más que un organismo producto de la evolución que busca reproducir sus genes y, como la realidad se esfuerza por demostrar, este “brutal enemigo” en realidad está regenerando un planeta ajado por nuestra estulta (e incomprensiblemente aplaudida) adicción al dinero y al poder.

La lucha está en otro frente. La batalla es contra un modo de vivir en donde el pobre vive mal y el rico (cuya fortuna depende de que el pobre viva mal) vive peor; la cruzada es contra una “normalidad” que no podría ser más anormal. Quizás esta guerra se venía incubando desde hace tiempo en los oscuros rincones que la ciencia no alcanza o no quiere ver, pero que la especie ya intuía y el virus, más que una pasajera y contingente coincidencia, funciona como el detonante que nos plantea un dilema fundamental: si nos detenemos y paramos la máquina colapsan las instituciones humanas, pero si no la paramos, nos extinguiremos como especie. Y no necesariamente por este virus en particular, que no es más que otra generosa alerta del mundo natural, del mismo tenor que la desaparición de los glaciares y la polución de los océanos, que lloran lágrimas de petróleo; del dolor de la tierra, indigesta de tanta basura en su vientre; del cambio climático, que algunos gobiernos se esfuerzan por negar y otros simplemente se hacen de la vista gorda; y de la desaparición de las abejas, que aunque pueden volar contraviniendo las leyes de la física, ven con resignación su ocaso merced al hacer humano que tanto criticó Lao Zi: ese ávido obrar desligado del Tao, de la observación consciente de la naturaleza y su perfecta espontaneidad.

En este momento detener la incesante máquina de la producción, el lucro y el progreso no se plantea ya como una posibilidad, sino como una necesidad objetiva y una obligación ética. Y constructos como las libertades individuales, entre ellas la de tránsito, han menester de dejarse de lado, da igual si es por decreto gubernamental o por elección voluntaria, pues en esta pandemia (la primera que vivimos como sociedad globalizada en la historia) es claro que la comunidad debe primar por sobre la individualidad. Pero el dilema no es presente, sino futuro. En el presente o nos encerramos o nos jodimos, o como un chino con gran lucidez talló en caracteres 隔离人权没了, 不隔离人全没了(geli,renquanmeile, bugeli, renquan meile) juego de palabras intraducible en esta bella lengua, pero que significa lo dicho: o nos encerramos o nos jodimos. En inglés, curiosamente, hay un malabar para conservar el juego de palabras: Quarantine: no Human Rights; no Quarantine: no Human Left. Para el futuro, sin embargo, la decisión que tomemos esculpirá la huella del paso de esta especie por el mundo.

El susurro del cosmos es claro: un cambio en nuestro modo de vida es tan necesario como inevitable. Quizás no fue casualidad que la epidemia comenzara allá donde la piedra angular de toda una filosofía es el I Ching易经, el Clásico de las mutaciones, y que ese 易, sea un camaleón o el manifiesto vaivén entre el sol y la luna (nuestra única pista de que el universo sigue en movimiento en estos tiempos de no tiempo) significa cambio. Quizás sea desde este recogimiento en que, soltando las armas de una guerra ilusoria, podamos viento en popa navegar hacia adentro y preguntarnos si no es acaso la ignorancia la diestra forjadora de nuestros propios grilletes, o bien cuestionarnos si este período de necesaria introspección y observación de hábitos, pensamientos y emociones no es el tanque de oxígeno que necesita el buzo para sumergirse en los rincones y los límites de una libertad que nunca ha estado afuera, sino siempre adentro. Quizás, aunque no colapse ningún sistema ni se caigan las ideologías ni las fronteras, cuando volvamos a salir a la calle nos podamos sacudir, aunque sea un poco, la ira de la guerra; y logremos reemplazarla, aunque sea un ápice, por la gratitud del respirar.