por Sebastián Brange C. (Puerto Montt, 1995)

¿Cuáles son las preguntas que siempre te haces? Sentado en el sofá, en ese lugar tan especial que ya no huele a nada, o quizá un poco a la humedad y al polvo que lleva acumulando todos estos años. Tal vez, piensas, las preguntas son las mismas que nunca tienen respuestas. O incluso, reflexionas al final, son aquellas de las que creías conocer esa respuesta. Pero cuando caen los párpados, y los ojos dejan de ser ojos y se convierten en sueños, te das cuenta de que esas preguntas que siempre te hiciste, en realidad nunca las has formulado. Siguen ahí, en ese mar de incertidumbre, esperándote. Esperando que en algún momento se las traces, palabra por palabra, signo tras signo, a ella.

Esperas, acurrucado ahí, anidando como los niños. Todavía tienes registrado su contacto en el celular. Lo marcas. Sin embargo, cortas la llamada en el último instante. En realidad, nunca sabrás si lo fue o no. Tal vez solo fue el “último instante” antes de que salte el buzón de mensajes. Lloras, pero luego te detienes. ¿De qué te sirve? Cada lagrima te recuerda que ya estás lejos, no física sino temporalmente. Y aunque pudieras retroceder en el tiempo, te vuelves a hacer la otra pregunta que te ha rondado: ¿para qué? Las cosas no cambiarán por más que le marques una, dos, mil veces. Por eso estás sentado en el sofá, esperando que los minutos, las horas, los días y las semanas transcurran en una elipsis. Despertarás cambiado, pero el cambio solo lo comprenderás tú. Solo lo vivenciarás tú, porque nadie más querrá apreciarlo. Y ardes, como la madera seca y vieja, como el combustible en el que te has convertido.

Son las cuatro de la tarde. Caminas por Benavente. Bajas esa cuesta que tantas veces subiste, con esa chaqueta beige, con esos pantalones holgados que nunca te sentaron bien. Ella te lo decía: «Esos pantalones te hacen ver viejo, amor», y nunca le hiciste caso. Siempre le contradecías. Pero aquí estás, no has cambiado tu postura, y los sigues utilizando porque nunca le creíste, y porque ya no está. Ya nadie te dice que te hacen ver mayor, o que te quedan demasiado grandes para tus piernas delgadas. El bolso te golpea, con cada zancada, el muslo. Nunca habías caminado tan rápido sin pensar que caminabas rápido. Solo caminabas, pero ahora es distinto. ¿Por qué? Porque necesitas hallar respuestas.

Abres la puerta del pequeño restaurante y ahí te espera tu viejo amigo. Ha cambiado, la barba le sienta bien, piensas. Tú también has cambiado, la nuca sin ningún atisbo de cabello te hace ver todavía más viejo. Pensabas que te verías cool al raparte, como Rob Halford. Incluso te dejaste la barba y el bigote; pero resultó todo lo contrario. Se aprietan la mano, se sonríen. Él pide una chorrillana y tú la opción vegetariana del menú: una hamburguesa de garbanzo con tomate y mayonesa. ¿Dos años es mucho para tan buenos amigos? La distancia les ha sentado bien; así hay más novedades para contar, porque por lo general nunca hablas. Dices que se te acaban los temas de conversación tan rápido como un tren. Pero ya son las ocho de la noche. No se han dado cuenta del tiempo transcurrido, ni se han cansado de hablar, en especial tú.

Caminan por el centro de la ciudad, mientras la bulla de sábado llena las calles heladas. Tu amigo parece cansado, lo notaste desde que se reunieron. Te dice que se tiene que ir, que dejen las cervezas para otro día. Frunces el ceño, porque siempre era el primero en beber tres shops al hilo, pero lo aceptas y vas tú, solo, acompañado de la misma soledad de la que te has aliado los últimos dos años, a sentarte en el Barrabass, en la mesa más solitaria, para recordarla y beber. No tuviste tiempo de preguntarle sobre ella. Si ha sabido algo en estos dos años en que te ausentaste. Tal vez sospechaba que esto terminaría siendo un juego del policía bueno y el policía malo, y por eso se marchó. Atrás tienes la ventana y la calle, la policía circulando con sus balizas encendidas, la ambulancia, las motocicletas y los jóvenes fumando en la entrada. Frente a ti una banda toca canciones que no comprendes ni quieres esforzarte en comprender. A veces los miras, intentas concentrarte en tus pensamientos y los odias. Odias la música porque antes la escuchabas con ella. Odias la artificialidad de tu vida, lo falso en que se ha convertido todo. Entonces tocan esa canción: Seguir viviendo sin tu amor, de Spinetta.

Son las tres de la madrugada. No estás ebrio, pero tambaleas en tu andar. Tomas un colectivo y en tu casa te vuelves a sentar en el sillón. Quizá tuviste que preguntarle por ella en cuanto se reunieron, piensas. Cuando cierras los ojos oyes desde tu interior las canciones que te persiguieron desde el Barrabass, de seguro una banda de la escena underground de la ciudad, como si quisieran insistir en que les prestes atención. Recuerdas, entonces, la canción de El Flaco, las viejas rutinas de pareja, de ir a bares y escuchar bandas locales, nacionales e internacionales en vivo, a veces abrazados y otras bebiendo frente a frente. Duermes.

Sueñas.

O más bien vuelves a recordar: la ves caminando por la costanera. Siempre usa vestidos, pero eso no importa. Lo que importa es que ahora trae puesto un pantalón negro que, como le decías siempre, le sienta estupendo: «Deberías utilizar siempre pantalón. A veces es bueno variar» comentas, y ella te responde «Sin vestidos siento que no soy yo» y por un momento sonríes. Pareces aceptarla, aunque sea por una vez en el día, en el sueño. En alguna parte, muy al fondo, se oye el solo de la canción de Spinetta, que fue lo único que rescataste de aquella banda. Ella camina por el borde de la costanera, tarareando la letra de la canción, aunque han sido tantos años sin escucharla, que no estás seguro de que sea la misma. Tú vas detrás, tarareando también. Y luego la elipsis. Los sueños que no importan, que no trascienden.

Despiertas.

No recuerdas que el cuello te hubiera dolido tanto como en este momento. Tampoco haberte empapado con tal cantidad de saliva. Y quedas mirando la pantalla del televisor, que refleja la luz que intenta traspasar a través de las cortinas, donde se ven las partículas de polvo levitando. Te acomodas y revisas el WhatsApp, y te torturas viendo que ha cambiado la foto que tenían juntos. De eso hace ya dos años, pero la herida sigue doliendo. Cocinas unas tortillas caseras mientras escuchas la Digital FM. Les echas encima un poco de huevo revuelto. Silencio. Acaso saben igual que antes, o tal vez tienen un sabor desconocido, pero sentado en la silla, apoyando los codos en la mesa, das mordiscos, indiferente a cualquier sabor. No lo disfrutas. Nunca has disfrutado tus propias tortillas. Disfrutabas las de ella. Sabía cómo prepararlas y nunca te dejó la receta, aunque recuerdas que un día te intentó enseñar y la ignoraste, como era habitual. Pero no era solo a ella; ignorabas todo lo que no fueras tú. ¿Te arrepientes de algo? Das el último bocado, como ese esfuerzo al final de la pega, y te vas a la pieza. Pasas el domingo más helado del mes, arropado bajo las sábanas de una cama que era para dos y que ahora se mantiene inerte en el lado que le correspondía al amor de tu vida. ¿Lo era?

«Espera, tengo un regalo» la oyes decir. El video lo grabó ella misma y lo reproduces en tu pesado notebook Acer. «Primero, cierra los ojos. Pero no los abras, no ahora. Yo te diré cuando tengas que abrirlos», y te ves a ti mismo cerrando los ojos. Voltea la cámara, enfoca su rostro y sonríe, feliz. No la recordabas tan feliz. «Tres, dos…» la cámara ahora apunta una chaqueta beige que trae en un brazo: «… uno. Abre los ojos». Te emocionas. «Feliz aniversario» te dice, abrazándote. Y tú le deseas lo mismo, pero no traes un regalo. No ahí. El regalo lo tenías guardado en otra parte y se lo entregaste fuera de cámara. Fue de las primeras celebraciones. Entonces eran más jóvenes, en especial ella. Y tú, guardado en tu terquedad, disimulabas un desinterés que no podía parecer más falso, y se reían por ello. ¿Eras feliz?

El lunes vas al trabajo. El martes lo mismo, y así la semana entera. Ya no escuchas música camino al trabajo, y al subirte a la micro prefieres sentarte en las butacas que dan a la calle, no a la costanera. Antes, en cambio, no te veías yendo y viniendo sin música, y te estresaba no sentarte en un puesto que te permitiera tener semejante vista, aunque fuera tan repetitiva. Las cosas cambian, como tu propia dieta: dejaste de ser un carnívoro para convertirte en un vegetariano, como solías decir, “por amor”. Era parte de tu artificialidad. Y así, todo sigue monótono como siempre, hasta que una tarde, camino al trabajo, se cruzan. Los dos ahora son diferentes, eso está claro. Y no solo físicamente, pero se reconocen. Ella va acompañada de una amiga y tú caminas solo. La mirada de ambos dice tanto como las palabras en un poema: son abstracciones las que nacen de ahí. Quizá queda lo residual de lo que alguna vez sintieron, los pequeños desechos convertidos en una forma que nadie salvo ustedes comprende, y se sonríen. Pero la sonrisa no dice lo que esperas. Solo expresa cordialidad, como si fueran conocidos que en algún momento dejaron de conversar; y no hay duda de que eso son. No haces mayor esfuerzo, y siguen sus caminos, sigues tu propio camino intentando no regresar la mirada para no demostrar que en realidad te importa. Esa pregunta la ves desvanecerse como la sombra al encender la luz. Sabes que nunca la podrás formular. Ahora más que nunca eso lo tienes claro. ¿Qué sientes? No lo sabes en este momento. Solo puedes identificar lo que ocurre en tu cuerpo, la presión en el pecho, la aceleración de tu respiración; pero lo que ocurre dentro de tu mente es todo un misterio, incluso para ti. No piensas. Te conviertes en el lienzo en blanco donde se podrán pintar nuevas memorias que vienen acompañadas de nuevas preguntas.

¿Cómo te llamas? ¿Cómo te llamaba ella? ¿Cómo la llamabas tú? Tenían un apodo, pero de poco sirve intentar recordarlo. Se llama Alexandra, eso nunca lo vas a olvidar; los demás le dicen Ale. Pero tú, en cambio, le tenías un apodo. Era especial para ambos. Es la primera vez que olvidas algo de manera voluntaria; de cierta forma te enorgullece que sea así. Han pasado dos semanas desde aquel desencuentro que te sabe a nostalgia, a memorias que has intentado oprimir tanto, que terminaron explotando tiempo atrás. Te han superado. Tendido en tu sofá, como el único refugio, lo único real, murmuras la pregunta, mientras fumas ese cigarro que habías prometido no volver a probar más, de esos que te saben asqueroso, un Pall Mall rojo que compraste suelto en la botillería en la que solían comprar siempre un pack de cervezas o un tinto que se bebían en esa cama tan ancha, mientras contemplaban la película que a ella le gustaba, Vacaciones en Roma. La reproduces, solo por curiosidad, solo para encontrar respuestas. Nunca le prestaste atención realmente, incluso le reconociste que no te gustaban las películas en blanco y negro. La mirabas solo por compromiso. Ahora, en cambio, la estudias, observas cada escena y a cada personaje como si en ellos se escondieran las respuestas a tu pregunta, como si cada minuto fuera un residuo de ella. Mientras la miras, bebes un poco de vodka, y dos horas después estás vomitando. Fuera llueve.

Se conocieron hace siete años, eran jóvenes. Tú eras mayor, cerca de cinco años más que ella, pero siempre te pareció mucho más consciente respecto a la vida de lo que tú jamás fuiste. La primera vez que se encontraron fue por personas en común: ella era la mejor amiga de un compañero de universidad, cuando terminabas la carrera de literatura. Al comienzo no se agradaron, no fue un flechazo instantáneo, pero el tiempo los fue encontrando paso a paso. Y ahí, luego de conversar cada vez más, y verse en cada junta posterior, quedaron en reunirse por fin solos, sin nadie más de por medio. Llovía, como esta noche. Por eso tal vez el recuerdo tiene un tinte de realidad, de presente más que de pasado. Se juntaron en la plaza de Puerto Montt, y caminaron un poco incómodos por lo extraño de verse sin los amigos, hasta que unos minutos más tarde se hallaron sentados en el Barrabass. Bebieron y comieron, copucharon, se soltaron. Todavía recuerdas algunos detalles y otros se entremezclan con nuevos y dejas de sentir esa sensación de realidad, porque ya no crees en lo que piensas. Pero lo sigues intentando: en esa época el lugar era distinto, las mesas del centro mantenían otra disposición, el escenario estaba más lejos, incluso se podía fumar dentro. Y a pesar de la bulla, sentados en ese rincón al que luego, en tu soledad, acostumbrabas a acudir, siguieron conversando por horas. La aprendiste a conocer. En esa primera cita se sinceraron demasiado, como si se conocieran desde mucho tiempo atrás: entendiste el porqué de su personalidad: sus padres ya no estaban, o por lo menos su padre ya no existía en este mundo. Su madre, en cambio, fue para ella un destello que se desvaneció pronto, cuando la dejó al cuidado de su abuela y nunca más se supo de su existencia. Ninguno pensaba mucho en lo que podría pasar. O tal vez, muy adentro, tú sí. En el fondo sonaba la canción que marcaría su relación, Seguir viviendo sin tu amor. Salieron a la intemperie. Bajo la lluvia, que azotaba con fuerza, corrieron al resguardo de un techo y saltaron de paradero en paradero, besándose en cada uno. Terminaron dentro de unos juegos infantiles en la costanera, unos toboganes estrechos. Escondidos, refugiados del aguacero, se dieron riendas anchas entre sus cuerpos. Nunca te la habían chupado tan bien, aunque tus piernas acalambradas pedían misericordia. ¿Lo recuerdas? Luego se reirían por lo antihigiénico de sus actos, y también por la necesidad. Estaban ebrios, empapados. Las goteras, que rodaban por las fisuras del tobogán, les caían encima, pero no importaba.

Silencio.

Silencio.

La película te pareció igual de aburrida que todas las veces que la viste junto a Alexandra, aunque ahora reconocías el parecido facial que compartían ella y la protagonista. Pero ese recuerdo que surgió, como parte de un estímulo mental, te acompañó durante las siguientes dos horas vomitivas. Fue la primera vez que se habían besado. Todo ocurrió tan rápido, recuerdas. Y, aunque quizá ella sabía que sería solo por aquella noche, te pidió que la cuidaras: «Prométeme que no me vas a lastimar» dijo, con la voz pesada e hipada por el alcohol. Y tú, acariciándole el rostro empapado mientras esperaban un colectivo que la llevara hasta su casa, le respondiste. «Claro», dijiste, con esa misma voz cálida con la que luego le hablaste durante los siguientes cinco años, «no te lastimaría nunca». Pero lo hiciste, y el recuerdo te hace sudar, te corta la respiración. Por eso ahora están en polos completamente opuestos. Por eso cambió su foto y por eso no has sabido formular esa pregunta tan sencilla y a la vez tan difícil en el momento que la tuviste enfrente.

«¿Por qué nos convertimos en esto?» susurras, de nuevo, mientras escribes. Pero no transcribes esa pregunta, sino que escribes sobre ella, sobre Alexandra. Nunca, desde que apareció en tu vida, has podido escribir de algún otro tema que no sea referente a ella, o que la relacione por inercia. Tu labor de escritor y profesor de lengua se han cimentado en su propia existencia. Te domina sin quererlo, y tiene sus pies sobre ti, aunque quieras escapar. Ni siquiera haberte ido por dos años a trabajar a Santiago sirvió para superar lo que quizá nunca superes. Pero no es solo ella, son más cosas.

¿Cuáles?

Habías fracasado muchas veces. Antes de convertirte en un borrego profesor de literatura, fallaste como estudiante de periodismo. Fracasaste con los amigos, porque quizá nunca los tuviste. Pero seguías ahí. Conocías a alguien y te hermandabas enseguida, porque así funcionaba: si dabas un paso equivocado y sacabas a relucir tu antipatía natural, lo perdías todo. Ardías en las llamas que tú mismo provocabas. Eras inflamable, combustible. Pero con ella podías ser tú, se quemaba las manos y el cuerpo por ti, y nunca te lo cuestionó. ¿Tú sí? ¿Y esa pregunta que te has hecho a ti mismo desde entonces, dónde queda? ¿Con quién va mejor, si no es contigo? El tiempo cae por su propia gravedad, más o menos como dice esa canción de Radiohead que escuchas a veces: «But gravity always wins». La reproduces en Spotify, “Fake Plastic Trees”, pero luego la cambias.

Cuando terminas de escribir te levantas. Es jueves, debes trabajar. Entonces, ¿cuál es la pregunta que le harías al resto? Mientras vas en la micro, te simulas formulándola. Recuerdas el primer aniversario, el segundo. Recuerdas las mujeres con las que estuviste después, e incluso a un chico que conociste en Santiago con quien tuviste una relación que no duró más que un suspiro, y a una mexicana que conociste en la universidad donde ejerciste, con la que se juntaban a tirar los últimos meses previos a tu regreso. Los recuerdas a cada uno: sus olores, sus colores, sus cabellos, sus voces, sus acentos. Eres una persona distinta, en todos los aspectos. Ella no te reconocería si se sentaran a conversar. Tú tampoco a ella. Lo aceptas. Dos años es poco. La herida ya no sangra, pero sigue ahí. Fumas mientras caminas. Habías prometido dejar el cigarro cuando llevaban dos años de relación. Te hacía mal. Esos pulmones ya no daban para más. Pero ahora estás fumando dos o tres cigarros al día. Tu único amigo, entonces, te llama. Te sorprende: son las nueve de la mañana. Su voz suena agitada. «Hueón, hueón» repite, como un mantra que se pierde entre una desesperación incomprensible para ti. «¿Qué pasa? No me desesperes a mí, tengo que trabajar, hermano». Su voz se corta, no se oye nada salvo el movimiento casi imperceptible de texturas de ropas rozándose, y unos “clicks”. «Hueón, la Ale. La Ale tuvo un accidente».

Y todo se silencia.

La pregunta, que sabes, confirmas, lamentas no poder realizar, queda flotando en el vacío de tu cabeza. Tres días después acudes al funeral y ves a un tipo que nunca habías visto antes, de talla musculosa, con el cabello corto, pero no como tú. Está frente al ataúd, recibiendo los pésames junto a la familia de Alexandra. Sin cuestionarte mucho en ese momento, haces lo que debes hacer y le entregas el pésame. Luego tu amigo y tú se marchan caminando por unas calles que te parecen como cualquier otra calle, largas y abrumadoras, cubiertas por nubes encapotadas. Pero sabes que es ahí donde se acaba el “nosotros”, donde deja de existir lo poco que quedaba de ella.

Aquella noche beben los dos; lloran, escuchando al Flaco Spinetta, como cuando estaban en la universidad, como cuando la conociste. Por primera vez sientes que todo ha acabado, pero ese vacío en alguna parte de tu interior no se volverá a llenar nunca, y una vez tu compañero se va a dormir, buscas ofuscado la caja de clonazepam hasta encontrarla y te diriges al sofá. Húmedo y todo, era ahí donde pasaban gran parte del día la Ale y tú, ella y tú. Tú. Era el único recoveco que no era de mentira, al que sentías como lo único real en tu vida. Dormían, comían. Vivían en ese pequeño espacio de tu comedor. ¿Para qué volviste? ¿Sirvió de algo regresar a esta ciudad que se va pudriendo para ti, que ha sabido crecer y morir dos años sin ti? Aunque sabes que no deberías consumir pastillas estando con alcohol en el cuerpo, porque una vez te dio una taquicardia terrible, la ingieres con la ayuda de un poco de cerveza.

Y en el silencio, en la noche, en tu intimidad, por ti, tarareas la letra: «no queda más que viento, no queda más que viento…». Hasta que, lentamente, caes en el sueño profundo donde no existe ni el mal hacer, ni el buen hacer. Solo existes tú, y eso que llaman amor.