por David Espinoza

Entró al dormitorio y fue directo al cajón de la cómoda, Raúl, su esposo, guarda una Taurus treinta y ocho. Es carabinero. La tiró sobre la cama. Por un rato la contempló con admiración y recelo. Se atrevió a tomarla. Con delicadeza de madre la volvió a la cómoda. Se sentó frente al espejo, este le reveló que aún era bella. Arregló su enmarañado pelirrojo y una cascada de lágrimas regó su camisa de dormir. Las imágenes se adueñaron de aquel día gris de lluvia fina. A la bajada del metro vio a la gente que huía del polvillo húmedo. De pronto agudizó la vista y vio a su esposo emergiendo y abrazado de una mujer rubia cuyo cabello brillaba en medio de la tarde sin tono. Ahora caía en la cuenta de la actitud desganada de él.

Agónica de tristeza los siguió hasta que llegaron al semáforo. Antes que cambiara la luz ya estaba parapetada en el quiosco. La pareja, riendo, alcanzó la vereda sur de la Alameda, doblaron por Serrano en busca de calle Paris. Entre arrumacos ingresaron al motel a saciar su hambre física. Su boca se secó, sintió mojarse su entrepierna y escuchó el ruido de su corazón. Destrozada, abordó un taxi. En su casa, se dio una ducha caliente y después lloró a gritos.

Se vistió de dormir. Al escuchar el sonido de la puerta, tomó el arma y fue a recibirlo. Lo enfrentó, le preguntó si acaso la engañaba, él negó:

-No es lo que tú piensas y no es así -y trató de abrazarla. Ella le gritó que lo había visto con la platinada, Raúl seguía negándolo. Resuelta, le metió dos balazos en el estómago. En su agonía y balbuceando, él le dijo:

-Estás equivocada, no era una rubia, era un rubio.