por Iván Quezada

Nos dijeron que era eterno, invulnerable, que todo era Neoliberalismo. Se metieron en nuestro inconsciente, colectivo y personal, para asustarnos con un ogro ad hoc: Pinochet. ¡El bendito de la Providencia! Hasta el tiempo fue privatizado y la memoria vendida en la Bolsa de Comercio de Santiago. Quisieron convencernos de que las personas son enemigas, de que el fascismo es relativo y el individuo, un mundo aparte. Fue peor que una condena a ‘cien años de soledad’, porque se trataba de un nuevo Evangelio: la economía monopolista como voluntad de Dios. Los ricos miraban a la gente desde lo alto… Pero abajo había tal multitud, que nunca vieron sus pies de barro desgranarse segundo a segundo.

Y sin embargo nada ha cambiado. Aún. Cada día de protesta, los chilenos se estrellan contra el monolito militar, cuya consigna la dijo su jefe máximo unos meses atrás: «tenemos que defender nuestras pensiones con dientes y muelas». Ellos no quieren ser como el pueblo, del que vienen y al cual odian, condenado a la miseria una vez que llega a la vejez. O sea, al Neoliberalismo sólo le restan las coimas para subsistir un tiempo más.

Poca cosa, si consideramos las intenciones de sus ideólogos: que fuera la última etapa de la civilización. Como en la intimidad perdieron la batalla contra la codicia, la calificaron de bondad. El egoísmo, la usura, todo contribuía a crear una élite, en que cada sujeto tuviese una oportunidad de ingresar… Aunque las cartas estaban marcadas en manos de los inescrupulosos. Chile sería el espejo en que los sometidos del mundo querrían mirarse y si para conseguirlo era necesario borrar su historia, pues que así fuera.

Pero… ¿cómo hacer que sus habitantes perdieran su orgullo junto con su identidad? La única manera era levantar una entelequia, primero sobre el trauma del golpe de Estado de 1973 y luego vampirizando el miedo de las generaciones posteriores. En un tiempo, afortunadamente olvidado, los chilenos eran pobres como ratas. Y de pronto, por la magia del mercado, ya no lo eran. Había que «cuidar lo conseguido». Desde luego, era una mentira cruel, aunque pronunciada como si fuera «piadosa». Era mejor creer en ella que en la humillación.

Después de todo, los crímenes de la dictadura pinochetista fueron «científicos». Se eligió con pinzas a quién matar y luego se eliminó a unos cuantos más al azar. Miles, es verdad, pero eran una «inversión a futuro». Los tecnicismos neoliberales empezaron a congeniar con el clasismo tradicionalista, devenido en expresiones incluso antisemitas (otras francamente antimapuches, no es necesario decirlo) en los años Setenta y Ochenta del siglo XX. El neofascismo anglosajón, con su odio a los «comunes», tomó la forma del «éxito».

El elemento religioso se sumó por la vía de hecho, más que por la retórica. El clericalismo reaccionario vio una oportunidad para lograr el «privilegio de la impunidad», que se hizo común en la élite en delitos económicos y sociales, de Derechos Humanos y sexuales. La Iglesia Católica chantajeó a la opinión pública con su «rol durante la dictadura», ordenando el ostracismo del clero popular. El resultado: el país dejó de ser católico, predominando ahora la dispersión en credos evangélicos de dudosos fines.

La doctrina empresarial se instaló en la dimensión simbólica, calificándose a sí misma de «sentido común». Se dijo que las personas podían hablar de lo que quisiesen, pero al final la piedra de tope era el lucro. Las buenas intenciones son siempre loables, mientras sirvan para que toda la gente reciba un ingreso, aunque sea desigual. La cultura convertida en «servicio», «espectáculo», a lo sumo en un recurso para escalar socialmente.

La belleza como «insumo del consumo». El neoliberal está absorto en su arquitectura de poder, se divierte poco, evade su psiquis incluso al dormir, tomando somníferos de grueso calibre. El dogma secular de su superioridad se mide, en principio, monetariamente. Pero también busca justificaciones raciales, aunque tenga orígenes mestizos. Necesita dirigir hacia algún lugar su complejo de inferioridad y lo hace, por una «contradicción vital», contra los más débiles: los pobres, los enfermos, los jubilados.

El neoliberal tiene razón «también» cuando se equivoca. La verdad que odia en sí mismo, la convierte en ley social. Quizás su dificultad en entenderse con las personas de igual a igual se deba a un trastorno psicológico, oculto tras la fachada del materialismo vulgar, como a menudo les sucede. Pero una generalización más verificable, sin verse obligado al método psicoanalítico, es su insensibilidad a la estética. En sus estrechos círculos se fomenta la uniformidad en la apariencia como un espejo de la similitud mental. No les molesta vestirse iguales, incluso al emplear ropa informal. En sus conversaciones abundan las obscenidades y asquerosos epítetos. Consideran de mal gusto leer libros, salvo si son textos técnicos o de autoayuda para «emprendedores». Por razones de conveniencia social, al adherir al integrismo católico, suelen tener muchos hijos. Pero realmente no disfrutan del sexo y consideran a sus mujeres un adorno; las consiguen, era que no, ufanándose de su plata. No pocos arrastran el trauma del abuso de los curas en su niñez.

A pesar de su inveterado optimismo economicista, sabe que el apogeo de su condición se alcanza y consume mientras es un nuevo rico. No esperan gran cosa del futuro, de hecho, algunos han muerto de viejo sin dejar descendencia y sus familiares los olvidan incluso antes de repartirse el botín. Los más extravagantes se inventan un linaje. Recuerdo uno que se creía emparentado con Carlos V. Me lo dijo en voz baja para demostrarme la confianza y el privilegio que me dispensaba. Tal era su orgullo, que ni se enteró de mi expresión perpleja.

Curiosamente, no es raro encontrarse a un neoliberal que se defina de izquierda. Casi siempre es producto de un trauma, como un accidente, una enfermedad o que los abandonase su mujer. Son personas que siempre han vivido en la comodidad, pero se inventan un mito de pobreza en la infancia. Intelectualmente, están al mismo nivel de los arribistas cuyo origen sí es la «clase media baja» (eufemismo para no decir pobre), pero al verlos juntos se nota la incomodidad con el zalamero, lo recargado de su indumentaria y la «S» que arrastra a hablar. Las burlas son mutuas luego de despedirse, para sus adentros.

En términos humanos, no se nota una gran diferencia entre el neoliberal del uno por ciento más rico y el acaudalado común, el eterno aspirante o el de medio pelo. Constituyen una casta que, en su parte superior, se compone de antiguos ministros y funcionarios de la dictadura, quienes se apropiaron de las empresas públicas, luego las vendieron a capitales extranjeros y con ese dinero desbancaron a la clase pudiente tradicional. Estos últimos, en muchos casos, optaron por emigrar o confinarse en un grupo intrascendente, que se autodenomina la «aristocracia del alma». Por debajo de los avispados exministros, están sus ejecutivos y algunos aventureros. Ninguno se destaca por su creatividad y, sin embargo, proclaman que el mérito es la piedra angular del orbe neoliberal, especialmente en Chile… Es necesario decir que, por sobre todos ellos, incluyendo a los gobernantes de turno, están las transnacionales de Estados Unidos y Europa, dueñas de las riquezas naturales y los monopolios de servicios básicos. Estoy advertido de que mucha de esa gente ni siquiera sabe que tiene inversiones en el país y probablemente más de alguna nunca escuchó hablar de un sitio llamado «Chile».

La vida cotidiana de un poderoso en una sociedad con tantos controles policiales extendidos como tentáculos, es aburrida, carente de sorpresas. Para la mayoría de los chilenos, ricos o pobres, su destino está resuelto desde antes de nacer. Es una lucha permanente por escalar hacia algún lugar, por desbancar a alguien, pero en cada estación se descubre que la subordinación no acabará jamás. El neoliberal cree haber encontrado la fórmula perfecta: los mercenarios reciben un pago suculento para mantener a raya a los miserables (pago que, por cierto, sufragan los mismos pobres). Luego viene una compleja de red de repartijas, que no deja satisfecho a nadie, pero no poca gente se conforma… Se conformaba.

La oligarquía nacional, incluso desde antes del período neoliberal, se creía perfecta. Tenía a su favor que era limitada en número en un país, asimismo, poco poblado. El genocidio selectivo creó una fantasía de «raza chilena», en que el blanqueamiento era la etapa final de la superación del «origen bastardo». El nuevo siglo rompió con estos paradigmas, en un país que en silencio se convirtió en cosmopolita. Es cierto que el Neoliberalismo continúa detentando el poder luego de experimentar un rechazo histórico, gracias a la negación y a la falta de escrúpulos del mal llamado «presidente» Sebastián Piñera. Pero el desengaño es ostensible. La utilidad de Chile como propaganda para instalar la ortodoxia en Brasil se vino al suelo. Es una derrota amarga y completa: sólo los neoliberales, con su extraordinaria capacidad para engañarse a sí mismo y por ese camino acercarse a los fascistas, creen que su «modelo» es inmune. La gente sensata, en cambio, ya sabe que es un sistema tan fracasado como cualquiera.

Fojas cero: el futuro vuelve a ser lo impredecible.